Preciso y entusiasta volvió a pleno el Ballet del Colón con “Giselle”, apoteosis del repertorio romántico
Giselle, ballet en dos actos. Coreografía: Gustavo Mollajoli (sobre Coralli, Perrot y Petipa). Música: Adolphe Adam (y Friedrich Burgmüller para el Pas paysan). Por el Ballet Estable del Teatro Colón. Dirección: Mario Galizzi. Escenografía y vestuario: Nicolas Benois. Reposición: Martín Miranda y Néstor Assaf. Iluminación: Rubén Conde. Con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires; con dirección de Manuel Coves. En el Teatro Colón. Continúan las funciones hasta el martes 19.
Nuestra opinión: muy bueno
Las mismas casitas y la misma montaña dibujada: al correrse el telón, aparece el paisaje campestre de Benois, el de las tradicionales puestas de Giselle. En apariencia, todo está igual. El balletómano atento, sin embargo, intuye que “detrás de escena” algo ha cambiado: el Ballet Estable del Teatro Colón (BETC) abre la temporada después de un período de tormentas y se reactiva con una dirección nueva que no es tan nueva: Mario Galizzi, exbailarín de la casa y dos veces antes director de la compañía, está de regreso.
Una “Giselle” con todos los condimentos y mucha expectativa
Gauthier y Vernoy de Saint Georges, sagaces autores del libreto que originó este ballet, recalaron en los contrastes de dos mundos sociales, un enclave proclive a la tragedia: una campesina enamorada de un duque encubierto, y el guardabosques que lo delata y desencadena el shock emocional que “mata” a la doncella: ¿un femicidio à deux?
En eso estriba la primera parte de esta pieza, la más emblemática expresión del ballet romántico, estrenada en 1841 en París, pero su misterio reside en la segunda, verdadero desafío para cualquier elenco. En su tercera gestión, Galizzi acomete con una versión (la de Gustavo Mollajoli, otro exbailarín y exdirector de la casa, que murió en 2019) cuyos sutiles retoques al original no alteran los compromisos que, ya en el inicial acto “realista”, debe enfrentar coralmente el BETC con las danzas aldeanas. Hay una especial, el Pas paysan, en cuyas variaciones Maximiliano Iglesias exhibe su precisión en los saltos y Camila Bocca se entrega con medida liviandad a deslizamientos y graciosos salticados.
En este acto inicial, Macarena Giménez y Juan Pablo Ledo, la Giselle y el Albrecht del primer reparto, cristalizan el conflictivo enamoramiento con dúos correctos. Pero los arrojos intensos se reservan para el segundo tramo, en el dominio nocturno y fantasmal de las willis, núcleo capital de una pieza que se ha eternizado por la magia de este “acto blanco”, apoteosis del género feérico.
La primera en comparecer es Ayelén Sánchez (Myrtha, Reina de las willis), acaso sin la fiereza esperable de su cruel personaje, pero cumpliendo prolijas diagonales y déboulés. Enseguida emergen las infortunadas novias muertas quienes, en cuatro hileras de blancas ánimas, exhiben precisión y coherencia, imprescindibles en este despliegue espectral; así, el ida y vuelta del arabesque grupal en movimiento estimula un aplauso entusiasta del público.
Dalmiro Astesiano vuelve a escena con un Hilarión sobrio, y la pareja central (bien sostenida por la Filarmónica que dirigió Manuel Coves) deleita con impecables penchés y portés en los dúos: Giménez plasma con liviandad la inocencia del estilo Taglioni y Ledo asume una madurez artística digna de celebrar.
La compañía se ve disciplinada y con ganas, virtudes que respaldan esta recordable performance. ¿El receso estacional habrá recargado las pilas? Tal vez. Pero la veteranía de Galizzi, nuevo timonel, acaso haya renovado la confianza. Y el cambio en la conducción institucional trajo a Jorge Telerman, un gestor cultural con “cintura” para afrontar crisis. Factores que –en suma- apuntalan la calidad de esta Giselle, cuya heroína volverá a conmover, noche a noche, cada vez que regrese a su tumba.