En las profundidades del Sena: un tiburón aterroriza París en una película con una premisa absurda que se toma muy en serio

En las profundidades del Sena, protagonizada por la actriz francoargentina Bérénice Bejo
En las profundidades del Sena, protagonizada por la actriz francoargentina Bérénice Bejo - Créditos: @Netflix

En las profundidades del Sena (Sous la Seine, Francia/2024). Director: Xavier Gens. Guion: Yannick Dahan, Xavier Gens et Maud Heywang, según una idea de Édouard Duprey et Sébastien Auscher. Fotografía: Nicolas Massart. Edición: Riwanon Le Beller. Elenco: Bérénice Bejo, Nassim Lyes, Léa Léviant, Sandra Parfait, Anne Marivin. Duración: 101 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.

El éxito descomunal de Tiburón, en 1975, llevó a la aparición de un nuevo subgénero: la sharksploitation, es decir, las películas que intentaban subirse a la ola de los tiburones asesinos para aprovechar los coletazos del blockbuster de Spielberg. Tras unos años, el rubro se sumergió en el olvido hasta que surgió una nueva oleada (ya se terminan las metáforas marinas: es una promesa) en las últimas décadas. Hubo algunos esfuerzos dignos como Alerta en lo profundo o Miedo profundo (hay un evidente abuso de este adjetivo en las traducciones que resulta paradojal, porque los ataques de tiburones se dan en las zonas bajas) pero la gran mayoría se apiña en el lado bizarro del espectro estético con títulos como el ya clásico Sharknado o los menos clásicos Sharktopus, Sharkenstein o Cocaine Shark.

El nuevo estreno de Netflix titulado Sous La Seine o, en castellano, previsiblemente, En las profundidades del Sena (aunque el Sena no tiene más de cinco metros de profundidad) es otra high concept movie cuyo concepto de alto impacto no es tan extremo como un “tornado de tiburones” o “tiburones que toman cocaína” aunque también tiene un componente absurdo y puede resumirse en tres palabras: “tiburones en París”. La película, sin embargo, no se permite ninguna ironía sobre sus circunstancias poco probables, sino que se las toma rigurosamente en serio (algo que la beneficia) y hasta reparte críticas a la destrucción medioambiental y también (es su costado más inesperado y sorprendente), a la encrucijada sociopolítica en la que se encuentra Europa (volveremos sobre esto).

La historia da comienzo en el vértice de basura del Pacífico Norte, un lugar muy real donde las corrientes marinas formaron una isla de desechos plásticos que duplican la superficie de Francia. Allí, la bióloga Sophia Assalas (la franco-argentina Bérénice Bejo) y su equipo de expertos en escualos van tras el rastro de Lilith, una hembra de la especie marrajo a la que estudian desde hace tiempo con una baliza que hace posible seguir sus movimientos. Aparentemente, el tiburón hizo de la isla de basura su hábitat. Cuando los buzos se lanzan a las aguas para verlo de cerca descubren que el animal aumentó anormalmente de tamaño, quizás a causa de la contaminación. Instantes después se transforman en involuntarios snacks de la bestia.

Tres años más tarde, Sophia, la única sobreviviente de la masacre, abandonó su investigación y trabaja como guía en un acuario parisino. Es contactada por Mika (Léa Léviant), una joven activista de la defensa de los océanos, quien afirma no solo que puede rastrear a Lilith a través de su baliza, sino que la encontró nadando en el Sena, entre las calles de París. La película sigue de cerca la hoja de ruta planteada por Tiburón: se repiten las apariciones inesperadas del animal y de nuevas víctimas, al tiempo que las autoridades se obstinan en negar el peligro con el fin de proteger sus intereses. En este caso, en lugar de un alcalde que no quiere clausurar la playas para no perder los beneficios de la temporada de verano, hay una alcaldesa insensible –notoriamente basada en Anne Hidalgo– que minimiza el riesgo y rechaza cancelar el venidero triatlón parisino. También está el grupo de intrépidos, en este caso un equipo de buzos tácticos del ayuntamiento de París, que sale a la caza del monstruo y el final explosivo, aunque no es el mismo de la película de Spielberg.

La diferencia entre ambos films es que en el clásico de 1975 no había nadie que estuviera del lado del tiburón. Aquí, Mika y sus amigos militantes verdes, un grupo de centennials con gorritos de lana y ropa oversize, advierten sobre la presencia de un escualo gigante en los canales citadinos no con el objeto de proteger a la personas sino al animal, cuya especie está en riesgo de extinción por la sobrepesca y la polución. Tras una congregación secreta en las catacumbas inundadas por el Sena, Mika y sus compañeros intentan proteger al escualo de la persecución de las autoridades. La suculenta ambientalista nada junto al tiburón y le grita “¡Es totalmente inofensivo!” a Sophie, quien llega para advertirle del inminente peligro de la situación. No hay que forzar demasiado las cosas para imaginar una equivalencia entre estos jóvenes progresistas con una causa noble pero trágicamente mal orientada y las recientes manifestaciones juveniles en calles y universidades de las principales democracias europeas en defensa de regímenes responsables de atentados terroristas.

Ya sabíamos que los tiburones asesinos podían ser metáforas de terrores subconscientes, pero hasta ahora no los habíamos visto como una metáfora política. La falta de originalidad del film en el registro terrorífico de las muertes, llamativa considerando que el realizador es el especialista del rubro Xavier Gens, e, incluso la falta de un final se compensa con algunas secuencias extraordinarias, como la que transcurre en las catacumbas parisinas, y este hallazgo insospechado.