El recuerdo de su productor ejecutivo: César Mascetti supo entenderlo todo
Con la palma de la mano derecha abierta, grande y pesada, César Mascetti te agarraba distraído en la redacción y dejaba sus cinco dedos tatuados en tu espalda. Esa era la gracia para anunciar su entrada en escena. Te dabas vuelta y su carcajada la acompañaba con un “¿qué pasa?”, que resumía “ya estoy acá, listo para la batalla diaria del noticiero”.
Entendió temprano que tenía capacidades para aspirar alto. Que el diario local fundado por su abuelo y dirigido después por su padre, no era su techo, sino su gran escuela. Con la convicción del inmigrante dejó San Pedro para probarse en las grandes ligas. Pero en realidad nunca la dejó. Memorizó cada kilómetro, las curvas y contracurvas y cada bache de la Ruta 9; había que tocar base cada rato, receta fundamental para no marearse.
Alto, como gran basquetbolista; grandote, como buen rugbier; joven y soltero, la tele le abrió las puertas a su imagen. No haberse confundido fue otro gran logro, y sentía orgullo por eso. La centralidad que había tomado la novata televisión en los años 70 lo cautivó. Y a pesar de su origen gráfico, entendió rápidamente el potencial que tenía el medio y se hizo un gran experto en el lenguaje audiovisual. Preguntar corto, ser punzante sin ser agresivo y hacer de la entrevista una fuente abierta. Valorizar la imagen como fuente pura de transmisión de información, y de sentimientos también. Nunca serio del todo, nunca liviano por demás. Siempre encontrando el tono preciso para la crónica del momento. Casi 35 años en el centro del periodismo televisivo, expuesto a todo, y se lleva una foja de servicio impoluta. Vaya mérito.
El 7 de junio de 1978, no casualmente el día del periodista, se ponen de novios con Mónica. Ella ya era “Mónica” (enorme figura de la tele, y con un par de matrimonios habidos, también). Allí entendió con claridad meridiana la enorme responsabilidad de estar a la par de semejante mujer. “Por suerte cuando nos conocimos ambos ya éramos grandes”, cuenta siempre ella para explicar el éxito de la pareja: fueron 45 años de vida y trabajo juntos. Domaron egos en pro de construir la gran vida que ambos soñaban. Solo entendiendo las cosas realmente importantes se puede lograr algo así.
Cuando lo conocí llevaba ya veinte años de éxito en televisión, y yo veinte de vida. En las reuniones de producción me defendía como a un hijo, apoyando mi ímpetu aunque seguramente yo entendiese poco aún. Al año siguiente se formó la pareja televisiva de Telenoche y me tocó ser por muchos años el productor ejecutivo. Yo alucinaba con que las instrucciones dadas por un imberbe fueran acatadas a rajatabla por tan enormes figuras. Imborrable cátedra de humildad.
Ganó premios de todo tipo y color: Ondas, Konex y Martín Fierro una decena, incluido el de Oro. Ganó decenas en el mundo de la colombofilia (su apasionado hobby) y unos muy preciados en el mundo de la fruta (el último a la calidad, este mismo año, el “Durazno de Oro”). Se ponía contento, pero cada uno le servía para reconocer el trabajo del equipo y lo hacía nombrando en el discurso al más novato del equipo.
“Es más difícil decir que no que decir que sí. Pero los ‘no’ te definen”: César rechazó programas, publicidades, eventos sociales y pertenecer a sociedades y asociaciones. Militante al extremo del bajo perfil, salir en la tele todos los días le parecía ya un montón. Lo tentaron cien veces para ser candidato a intendente o participar de la política en Boca Juniors. Nunca imaginó aprovecharse de su fama.
“¿Ves estos mocasines? Los traje de San Pedro”, era el pequeño gag que lo ubicaba en esas personas que no necesitan más de lo estrictamente necesario para vivir. Todo lo ganado en la tele lo transformó en tierra. Primero para convertirse en productor de naranjas y duraznos, y después para construir La Campiña, el soñado lugar que recibe todas las semanas a centenares de turistas ávidos por espiar un poco la belleza de la vida de campo, de la producción frutihortícola y las palomas mensajeras, así como repasar la historia de Mónica y César en un pequeño museo campestre lleno de fotos y recuerdos periodísticos.
Entendió que había que construirse otro futuro, que la tele no era buena para siempre. Y tuvo la enorme sabiduría de conducir ese descenso con tiempo y escalas, paso a paso. Mientras armaba el futuro en el campo, dejaron el noticiero diario para pasar a un programa semanal (Telenoche Especial). Después dejaron la tele pero siguieron con la radio. Y diez años después dejaron ya los medios para irse definitivamente a San Pedro.
Pero había pensado una jugada más: cómo hacer para que no se perdiesen de cosechar el cariño sembrado. Cada día, mesa por mesa, familia por familia y grupo por grupo, entregaron saludos y fotos a los visitantes de La Campiña. Otro hermoso trabajo que les permitía cargarse del mejor combustible para vivir felices.
“Me picaron el boleto, Rober”, me dijo por teléfono, desde el mismo consultorio y con el doc enfrente, segundos después de que le dijese que los estudios daban mal. Una vez más, lo entendió rápido.
Solo tres semanas después, esa misma mano pesada ahora era suave, pero seguía teniendo sorprendente fuerza. Se la agarré y le dije que había llegado la hora de dejar de pensarlo todo: “Apagá la tele un rato, reviví los recuerdos y disfrutá del viaje”, le pedí. Asintió con la cabeza. En la clínica me habían confirmado que ya no había nada para hacer. Cumplí entonces con mi promesa de hijo hecha la semana anterior apenas llegó a la clínica, ayudarlo a pasar las últimas horas en su lugar en el mundo, en San Pedro y mirando el río. La sencillez. Entenderlo todo, siempre.