Reflejos en tus ojos dorados: la pelea con Marlon Brando que hizo dudar a Elizabeth Taylor y la sensualidad que desafió a la censura
“Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y otra vez. El mismo plano de un campamento contribuye a dar una impresión de monotonía. Cuarteles enormes de cemento, filas de casitas de los oficiales, cuidadas e idénticas, el gimnasio, la capilla, el campo de golf, las piscinas... Todo está proyectado ciñéndose a un patrón más bien rígido. (...) Y a veces pasan también en una guarnición ciertas cosas que no deberían volver a ocurrir. Hay en el Sur un fuerte donde, hace pocos años, se cometió un asesinato. Los participantes de esta tragedia fueron: dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo”. Estas son las primeras frases, con algunas oraciones omitidas, del comienzo de Reflejos en un ojo dorado, la segunda novela de Carson McCullers, una de las grandes escritoras del gótico sureño. Nacida en Georgia y muerta en Nueva York con apenas 50 años, se convirtió con su primera novela, El corazón es un cazador solitario, en una autora imprescindible de las letras de los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX.
Sin embargo, su segunda novela fue algo escandalosa, abordando temas como la represión sexual, el homoerotismo y la profunda abulia del entorno militar, y en sus pocas páginas dejó sembrado un estilo inconfundible, un entramado esencial para comprender las profundidades del gótico que habían cultivado desde William Faulkner hasta Tennessee Williams, y que también encontró su recorrido hacia el cine. Esta pequeña nouvelle, bocetada cuando McCullers tenía apenas 22 años en 1939, publicada en entregas en la revista Harper’s Bazaar en 1940, y corregida para su edición definitiva en 1941, fue llevada al cine por John Huston en 1967 [con el título local de Reflejos en tus ojos dorados], a modo de ofrenda de amistad y compromiso irrenunciable del director con su amiga justo en el año de su muerte. Por entonces, John Huston ya tenía un amplio reconocimiento: había comenzado como guionista e hijo pródigo del gran actor Walter Huston, había forjado la imaginería del cine de detectives con su opera prima El halcón maltés (1941), y al regresar de la guerra y exorcizar la experiencia bélica en varios documentales, había regresado al cine de ficción. Dirigió varios éxitos como El tesoro de la sierra Madre (1948), La reina africana (1951) o Moby Dick (1956), vivió una vida aventurera y estableció su estancia definitiva en Irlanda. Ahora llegaba el turno de cumplir una promesa a su vieja amiga.
Un encuentro inesperado
“Conocí a Carson McCullers durante la guerra, cuando estuve visitando a Paulette Goddard y Burgess Meredith al norte del estado de Nueva York”, recuerda el director de Mientras la ciudad duerme (1950) en su autobiografía, A cielo abierto. “Ella tenía entonces poco más de veinte años, y había sufrido el primero de una serie de ataques que la convertirían en una enferma crónica antes de llegar a los treinta. La recuerdo como una criatura frágil con grandes ojos luminosos y un temblor en su mano cuando estrechó la mía. No era por la parálisis sino por cierto estremecimiento debido a la timidez instintiva. Pero no había nada de timidez o debilidad en el modo en que Carson McCullers se enfrentaba a la vida. Y a medida que aumentaban sus sufrimientos, ella se hacía más fuerte”. Veinte años después de aquel encuentro, Huston estaba en sociedad con el productor Ray Stark en la búsqueda de algún material inspirador para su próxima película. Los contactos con Carson habían sido esporádicos pero entrañables y la posibilidad de adaptar aquella novela que había desconcertado a críticos y lectores de los años 40 suponía todo un desafío . En los años 50 la productora de Burt Lancaster había coqueteado con la posibilidad de llevarla al cine con guion de Tennessee Williams y dirección del británico Carol Reed pero finalmente no pasó nada. Huston no iba a dejar pasar esta oportunidad.
El director enseguida propuso al novelista escocés Chapman Mortimer para que escribiera el guion, con el aval de Ray Stark. Lo localizaron en Gisebo, un pueblo de Suecia, y le pidieron que viaje a Londres para conversar sobre el proyecto. En palabras de Huston, lo que le atrajo del autor de Father Goose, cuya reputación secreta parecía solo conocida por un grupo selecto de amigos, era que “sus novelas eran sombrías, hipnóticas y surrealistas. El ambiente en ellas es denso y nunca se sabe lo que va a suceder pero siempre es peor de lo que habías imaginado”. Casi sin experiencia en cine, Mortimer escribió el guion en poco tiempo y Huston lo envío con premura a McCullers, quien reposaba en su casa en Nyack, al norte de la ciudad de Nueva York. La escritora, ya muy enferma, le pidió a su amigo que vaya a visitarla. “Cuando llegué estaba en la cama, apoyada en almohadones, esperándome”, relata el director en sus memorias. “Carson servía bourbon en una pequeña copa de plata que tenía su nombre grabado mientras hablaba sobre el guion. Los ataques habían hecho que su forma de hablar fuera más lenta y algunas palabras eran confusas, pero sus observaciones eran agudas y acertadas. Autorizó el guion y luego me pidió que le hablara de Irlanda”. El director vivía allí desde hacía tiempo y la invitación a visitarlo, aún pese a la frágil condición de la escritora, quedó pendiente para el final del rodaje.
Aquella conversación entre Huston y McCullers ocurrió en septiembre de 1966 y desde entonces el director ajustó los detalles del guion junto a su colaboradora Gladys Hill y puso en marcha el proceso de elección de los actores. Marlon Brando era el preferido de Huston para interpretar al capitán Weldon Penderton, un militar infeliz y reprimido, despreciado por su esposa Leonora y atraído por el enigmático soldado Elgee Williams. Quizás el personaje más patético de la obra de McCullers y todo un desafío para Brando, modelo de virilidad desde su feroz aparición en la obra Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, otro sureño. Por ello el actor viajó con premura a Irlanda para conversar con Huston y llevarle sus interrogantes. “ No estaba seguro de su papel, había leído el libro pero no creía que fuera un personaje para él. Mientras paseábamos bajo la tormenta, el guion estaba siendo mecanografiado por mi secretaria. Le dije que esperara que estuviera terminado y lo leyera. Lo hizo y simplemente me dijo: ‘Quiero hacerlo’ ”. Como actor del método, Brando anhelaba habitar todos los personajes que interpretaba, y en la piel de Penderton no solo estaban sus deseos contenidos sino sus miedos, entre ellos aquel que le inspiraba el montar a caballo. Justo a un militar. Brando dio cuerpo a ese miedo hasta el límite, y Huston lo vio disolver su experiencia de excelente jinete.
Pero Elizabeth Taylor no estaba demasiado convencida con esa elección. Si bien para ella no hay más que bellas palabras en las memorias de Huston, la actriz había insistido hasta último momento con la elección de su queridísimo Montgomery Clift para el personaje de Penderton. Clift no trabajaba desde hacía cuatro años y su salud exigía un seguro elevado para el rodaje. Pero para ella no importaba, estaba dispuesta a poner el dinero del seguro de su bolsillo y sacar a su amigo de la profunda depresión que lo embargaba desde el accidente que había destruido su cara y su carrera. Finalmente Clift murió en julio de 1966, antes de que la película comenzara a filmarse, y Brando se quedó con el papel, no sin antes tener que esperar a que Richard Burton lo rechazara.
“ Ambos tienen la misma sensibilidad animal ”, reflexionó Taylor sobre su nuevo coprotagonista cuando recibió la noticia, según afirma la reciente biografía de Kate Anderson Brower, Elizabeth Taylor: The Grit and Glamour of an Icon. Se conocían desde hacía años, pero Brando tenía en su haber una pelea a los puñetazos con Richard Burton cuando viajó a África a entregar a la actriz un premio otorgado por los críticos de Nueva York. Fue mientras ella y Burton representaban Los comediantes en la ciudad de Cotonou y Brando ingresó en el camarín, puso el premio sobre el tocador y luego las manos sobre las nalgas de la actriz. Burton escribió en su diario que dudaba de que sus intenciones fueran más allá de una broma, pero igual arremetió a los golpes.
Las sombras del rodaje
Los primeros problemas comenzaron entre el productor Ray Stark y Elizabeth Taylor por el tiempo -que él consideraba excesivo- que ella empleaba en maquillarse y estar lista para que se encienda la cámara. Huston trataba de mediar, pero el clima se iba poniendo tenso con el correr de los días. “Si estábamos preparados para filmar y Elizabeth todavía estaba en su camarín, cuando yo me daba vuelta Ray [Stark] mandaba a algún pobre diablo, un segundo o tercer ayudante, para decirle a Liz que estábamos listos. Resultaba obvio quién estaba detrás de eso y entonces Liz se enojaba. Tuve una seria discusión con Ray a raíz de eso pero él se limitaba a encogerse de hombros y crear discordia”.
Sin embargo el trabajo de Taylor en la película fue notable, aportó una ferocidad a la interpretación de Leonora que ofrecía el marco perfecto para la fascinación del pobre soldado Williams -interpretado por un debutante Robert Forster- y la batalla con su marido. “ John Huston modeló la perfecta Leonora en Elizabeth Taylor, que era temeraria a su manera ”, explica el crítico Terrence Rafferty. “A diferencia de muchos actores que habían pasado por el antiguo sistema de estudio de Hollywood, Taylor nunca se dejó intimidar por los malhumorados e intelectuales del método (como Clift, James Dean y Paul Newman) ni por aquellos británicos de formación teatral clásica como su marido, Burton. Ella siempre dio lo mejor de sí misma, y le dio un uso espléndido a su agresividad y su sensualidad descarada en Reflejos en tus ojos dorados”.
La película se filmó en un tiempo en el que el Código Hays [decálogo de autocensura en Hollywood] comenzaba a relajarse, por ello ese goce de cierto libertinaje le vino bien a la historia, que seguro en los 50 hubiera sido mutilada. El deseo desenfadado de Leonora, que tiene como amante al compañero de armas de su marido, y recibe todas las noches las visitas del soldado Williams como testigo mudo de su belleza, se concibe como eje perturbador del relato y disparador de la tragedia. Como señala Rafferty en su artículo publicado en Library of America, “Las batallas campales de los Penderton son inusualmente vívidas y desgarradoras, en parte porque Taylor forja la ira de Leonora ante la indiferencia de su marido en el derecho sexual del personaje: ‘¿Cómo se atreve a no desearla?’. Y su madurez femenina es, de alguna manera, el eje de toda la historia: mirar a Elizabeth Taylor montar a caballo, desvestirse para irse a la cama o simplemente pasear entre una gran multitud en una fiesta, nos permite comprender perfectamente por qué Leonora fascina a un hombre como Elgee Williams y asusta a un hombre como Weldon Penderton ”.
La película se filmó entre Nueva York y Long Island, donde Huston obtuvo el permiso para utilizar algunas instalaciones abandonadas del ejército, y luego algunos interiores y casi todo los exteriores se completaron en Italia. Todavía persistía la moda de las coproducciones con el país europeo por los beneficios impositivos. La decisión del director fue evitar el Technicolor, demasiado artificial para una historia tan sombría y de ecos trágicos, construida en base a ideas y emociones. Entonces intentó buscar un tipo particular de color, y el laboratorio italiano emprendió una serie de costosos experimentos que continuaron hasta terminado el rodaje. “Lo que conseguimos fue un efecto dorado -explica Huston, orgulloso-, un difuso color ambarino que era muy lindo y se adaptaba al tono de la película”. Pero cuando mandó la copia final a Estados Unidos, a los ejecutivos de la Warner Brothers -el estudio con el que la compañía de él y Stark estaban coproduciendo la película- no les gustó.
Un cambio de color
La Warner finalmente ordenó que las copias para el estreno fueran hechas en el viejo Technicolor. “Luché contra ello y, finalmente, y empleando amenazas, conseguí que el estudio accediera a realizar cincuenta copias en color ambarino que se iban a exhibir primero en las salas de cine de las ciudades más importantes del país”, recuerda Huston. Un color que permitía alejar al espectador de los comportamientos de los personajes y teñir los horribles sucesos del extraño brillo de la nostalgia. Pero fueron pocos los espectadores que la vieron en ese registro original y eso contribuyó, quizás, a la tibia recepción que tuvo en su estreno. Rafferty escribió que “los 60 no fueron mejor época para Reflejos en tus ojos dorados que los primeros años de la década de los 40. Tal vez la historia es demasiado peculiar para cualquier momento. Los swingers de 1967, menos mojigatos que la generación anterior, todavía encontraban a la gente de McCullers demasiado extraña, extraña en todos los sentidos”.
Hasta el final de su vida, John Huston siguió afirmando que Reflejos en tus ojos dorados era una de sus mejores películas. Volvió a Irlanda después de terminar el rodaje para cumplir su promesa e invitar a su amiga a un viaje que podía ser de despedida. De hecho recibió una carta de Carson McCullers en la que le decía que estaba preparándose para el viaje a la imponente mansión georgiana St. Clerans. Se había levantado de la cama y pensaba hacer un viaje de prueba al Hotel Plaza de Nueva York para evaluar su resistencia. Un mes después lo hizo: era la primera vez que salía de su casa en más de dos años. Como la escritora no podía permanecer sentada todo el viaje, Huston pidió a la línea aérea Lingus que le instalaran un asiento especial, completamente reclinable. El anuncio de la visita llegó a las páginas de la prensa irlandesa. Finalmente llegó el día: McCullers y Huston viajaron desde el aeropuerto hasta la casa del director en ambulancia. Ella pasó días maravillosos en aquella estancia, recorrió las habitaciones en camilla y admiró las estatuas y la molduras, observó con atención el paisaje por la ventana. “Carson era adorable -concluye Huston-, y valiente como solo una gran dama puede ser valiente”.
Carson McCullers murió en Nueva York unos meses después de su regreso de Irlanda. Nunca vio la película terminada pero le regaló al director la copita de plata que llevaba su nombre inscripto. Huston se pregunta en sus memorias si el viaje pudo haber precipitado la muerte de su amiga, pero ella escribió en su autobiografía que había pasado allí los días más felices de su vida. Angélica Huston, la famosa hija del director, entonces una adolescente apenas, la recordaba siempre atenta, observando todo a su alrededor, “absorbiendo a todos con sus ojos de papel secante”. Reflejos en tus ojos dorados concentró el talento de aquella mujer que miró el mundo con avidez para recrearlo, y del fiel amigo que forjó en imágenes su mismo espíritu. Aquel espíritu que Tennessee Williams definió en el epilogo a la edición de la novela como algo que emerge de la sangre y la cultura del sur, que se ha convertido en el corazón de la escuela gótica de escritores, y que hunde sus raíces en un nexo común. “¿Cual es ese nexo común?”, se pregunta el autor de El zoo de cristal. “Se podría definir como la intuición definitiva de que hay un horror subyacente a la experiencia moderna”.