El regreso de El exorcista con Creyente solo se queda en guiños en la trama y reapariciones del elenco original
El exorcista: creyente (The Exorcist: Believer, Estados Unidos/2023). Dirección: David Gordon Green. Guion: David Gordon Green, Peter Sattler, Scott Teems. Fotografía: Michael Simmonds. Edición: Timothy Alverson. Elenco: Leslie Odom Jr., Lydia Jewett, Ann Dowd, Olivia O’Neill, Ellen Burstyn. Calificación: apta para mayores de 13 años con reservas. Distribuidora: UIP. Duración: 121 minutos. Nuestra opinión: regular.
Una ciudad, una virgen. Dos imágenes que se entrelazan en el inicio de El exorcista, el clásico de William Friedkin. Luego un prólogo en el norte de Irak, con el sol naciente y el cielo anaranjado, un grupo al mando del padre Merrin (Max Von Sydow) cataloga hallazgos arqueológicos, entre ellos el símbolo del Mal que asoma en la tierra. El sacerdote anuncia que debe regresar a Occidente y el misterio está instalado, solo resta esperar su manifestación. A cincuenta años de su estreno, es difícil medirse con semejante obra maestra. Una película exitosa y parteaguas para el terror, todavía terrorífica para ver una noche oscura. David Gordon Green asume el desafío de continuar aquella estela como lo hiciera con Halloween, intentando recrear la mística desde otro lugar, aquel que combina el homenaje -reaparición de personajes, citas visuales, música emblemática- con la consciente actualización a nuestro tiempo. Otra época, otros miedos.
El exorcista fue el perfecto termómetro de los 70. Después de la algarabía y la ilusión de los 60, con el flower power y el rock & roll llegaron las sombras de la paranoia, los límites al progreso, Medio Oriente como territorio de misterio y amenaza. Y el perfecto recipiente para esas angustias fue el cuerpo de una adolescente, cuyo discurso obsceno y sexualidad explícita se hacían indescifrables para la ciencia, maléficos para la religión. En el presente, Gordon Green sitúa el prólogo en Haití, donde una pareja de afrodescendientes saca fotos entre un tumulto de feriantes y rituales. Ella, embarazada, es conducida a una bendición pagana y luego un terremoto la sepulta entre los escombros. Su marido debe decidir entre la vida de su esposa y la de su hija aún no nacida. “Debes protegerla” dice la madre agonizante. Protegerla cueste lo que cueste.
La historia continúa en Georgia, Estados Unidos. Como Regan (Linda Blair) entonces, Ángela (Lydia Jewett) está por cumplir 13 años. Es menos aniñada, más curiosa. Los objetos de su madre juntan polvo en el desván y será una chalina signada por la muerte la que pueda comunicarla con esa figura perdida. Lo que distingue hasta aquí a ambas películas es que Friedkin afirmaba su historia en una puesta precisa e inteligente, sin efectismos ni sobresaltos, ceñida a los espacios en los que se movían los personajes: el misterioso altillo de la casa de Georgetown, el camino a través de la iglesia de Chris McNeil (Ellen Burstyn), la habitación mortuoria de la madre de Karras. Un sigiloso cambio de encuadre, una alteración en la angulación o un sinuoso movimiento de cámara bastaban para sembrar la inquietud, el temblor de la fe, la presencia de lo extraño.
Mientras tanto, Gordon Green acumula recursos ya desgastados del género –que, de hecho, El exorcista contribuyó a gestar-, uno sobre otro para alcanzar, quizás, el mismo efecto por acumulación. Cuando Ángela y su amiga Katherine (Olivia O’Neill) se internan en un bosque lindante para invocar a los espíritus, flashes de rostros putrefactos, gritos ahogados y fragmentos de un horror evidente sedimentan la irrupción del mal. Cuando las chicas reaparecen tres días después de su desaparición sin recordar dónde estuvieron o qué les pasó otra vez nos anuncian que el mal ha arribado. Más allá de la comparación, que puede ser odiosa, El exorcista: creyentes no consigue instalar la crisis de fe, que es la clave de su universo. Se supone que Victor (Leslie Odom Jr.), el padre de Ángela, ha renunciado a cualquier forma de creencia luego de la trágica muerte de su esposa, pero enseguida se siente dispuesto al cruce de cultos, la lectura del libro autobiográfico de Chris y la posibilidad del exorcismo. Esa instancia es más una serie de escalones establecidos por la original que un camino propio, convincente.
Si en la película de Friedkin, en parte por la impronta católica nacida de la pluma de William Peter Blatty -confirmada en la disputa de dos modelos de madre, la sacrificada Karras y la emancipada Chris-, la expulsión del demonio se concibe como la restauración de un orden perdido -por el nuevo rol de la mujer en los 70-, la versión contemporánea intenta apropiarse del imaginario pero sin esas tensiones conflictivas. Al ser dos las niñas poseídas, dos modelos de padres -uno devoto, otro escéptico- se enfrentan ante a un cónclave también democrático de exorcistas, donde las diversas creencias pueden confluir. Quizás lo que sucede es que este intento de explicar la fe la convierte en una aparataje externo que no respira en la película, ni nos somete a la devastadora desesperación a la que Friedkin nos había empujado.
El compendio de guiños y las celebradas reapariciones de personajes de la original, más allá de una verdadera funcionalidad en el relato, se explica en la tentación de la nostalgia que invade al presente de la ficción cinematográfica. Gordon Green había logrado más efectividad e impacto con su versión de Halloween probablemente porque muchos de los recursos de ese terror le son más cercanos, más asequibles. La profunda perturbación que definió a El exorcista en su tiempo, y que todavía hoy la mantiene viva, es algo que no parece poder repetirse tan fácilmente, no con la poética del ahora.