El regreso de Maxim Vengerov: un concierto único, emotivo y genial para cerrar la temporada del Colón
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Elias Grandy. Solista: Maxim Vengerov, violín. Programa: Sibelius, Concierto para violín y orquesta en re menor, op.47; Beethoven: Obertura Leonora Nº3, op.72b; Stravinsky: suite de El pájaro de fuego (1919). Nuestra opinión: excelente
Casi una obligación, menester es confesar desde este mismo inicio que esta crítica musical será extensa y que incluirá largos párrafos en los que el análisis estrictamente crítico quedará de lado o que, incluso, estará totalmente ausente. Las razones están en la indudable excepcionalidad que caracterizó al concierto que ayer a la noche ofreció la Filarmónica de Buenos Aires en el Colón, el último de esta temporada 2023. La unicidad, la gran diferencia, se debió a dos hechos que, positivamente, condicionaron e influyeron tanto a un público que colmó al teatro como a los mismos músicos de la Filarmónica de Buenos Aires. Por primera vez, Maxim Vengerov, con su inmenso arte y toda su historia, llegó a nuestro país ya no para ofrecer un recital de violín y piano sino para sumarse, como solista, a una orquesta argentina, en este caso, la filarmónica porteña. Pero, además, había otra unicidad. Anunciado en los programas de mano (cuyo número fue insuficiente para ser repartido a todos los que asistieron al Colón) y también por altavoces, antes del comienzo, este concierto significaba la despedida de Pablo Saraví como concertino adjunto de la orquesta a la cual estuvo unido por más de treinta años. Pablo, gran violinista y un eximio investigador y divulgador de la historia de la lutería de instrumentos de arco, dejaba su lugar. Desde antes de que fuera a sonar la primera nota, cierta conmoción ya flotaba en los aires del Colón.
Como homenaje a Pablo Saraví, Xavier Inchausti, el concertino titular de la Filarmónica, se ubicó en el lugar destinado a quien secunda al primer violín de la orquesta. Y cuando ya estaban todos los músicos de la orquesta en sus lugares, por última vez, entró Pablo Saraví quien fue recibido por todo el público con una ovación estruendosa y prolongada, acompañada por los generosos aplausos de sus compañeros de la orquesta, algunos de los cuales, hasta se pusieron de pie. Visiblemente emocionado, Pablo, agradeció al público y a los músicos y luego sí, ateniéndose a sus tareas como concertino, coordinó la afinación de la orquesta y se sentó en ese lugar que ocupó por tantísimos años. Y después, ahora sí, desde el fondo del escenario, avanzó, violín en mano, Maxim Vengerov junto a Elias Grandy, un joven y muy buen director alemán. La aclamación que lo recibió denotó una admiración y, seguramente, un agradecimiento por ese gesto, que de simple no tiene nada, de venir para tocar con una orquesta argentina.
Con la única excepción de Nicolò Paganini, no existe ni nunca existió algo así como el mejor violinista de su tiempo. Con todo, los admiradores a ultranza de Oistrach, Menuhin, Heifetz o Perlman, así los proclamaban, sin más respaldo que el de la propia pasión. Con todo, si a alguien de las últimas décadas le pudiera caber semejante distinción, ese sería Maxim Vengerov, un violinista que, desde su aparición fulgurante en los noventa, viene desarrollando una carrera esplendorosa. Sus interpretaciones son, sin la más mínima duda, siempre referenciales. Su técnica es descomunal y siempre se ha caracterizado por aplicarla para desarrollar lecturas y aproximaciones puntualmente pensadas para cada obra que interpreta. Ayer, le dio vida al Concierto para violín y orquesta de Sibelius, una obra de tremendas dificultades técnicas y de múltiples exigencias expresivas. En cierto punto, parece ocioso enumerar una a una las infinitas virtudes y las capacidades de Vengerov para plasmar una interpretación absolutamente extraordinaria del concierto de Sibelius. Pero tal vez podría oficiar de testimonio el comienzo del segundo movimiento cuando expuso la extensa melodía inicial, toda en la cuarta cuerda, con una musicalidad y una sensibilidad excelsas. Para lograrlo, aplicó una afinación impecable, fraseos de respiraciones mínimas, sutiles cambios de intensidad y una ostensible sabiduría para darle sentido y coherencia a una idea musical tan abstracta como concreta.
Tras una ovación atronadora y merecida, llegó el tercer gran momento de la noche. Vengerov, con su Stradivarius, su magnetismo y su carisma, invitó a Pablo Saraví para que, juntos, interpretaran el primer movimiento del Concierto para dos violines y orquesta de Bach. Estas son las circunstancias en las cuales cualquier atisbo de crítica es improcedente. El mismo Pablo, con mínimos gestos hacia las cuerdas de la orquesta, dirigió la obra. No hay maneras de medir o cuantificar la felicidad, pero era claro que ella, retozona y plena, estaba ahí, flotando oronda sobre el escenario y a lo largo y ancho de todo el Teatro Colón. Hubo larguísimos aplausos para ambos. Pablo, volvió a su silla, y Vengerov, el destinatario directo de los aplausos, no volvió a tocar nada. No hubiera sido pertinente. Ese dúo de violinistas no podía ni debía ser cubierto por otros sonidos.
Aunque parecía imposible, la gran fiesta continuó en la segunda parte del concierto. Los responsables de que el nivel de excelencia no decayera fueron Elias Grandy y, por supuesto, los músicos y músicas de la Filarmónica. Sólida, intensa, precisa, sin ninguna mácula y, como corresponde, muy beethoveniana en su sonoridad y estilo, pasó la Obertura Leonora Nº3. Y trascartón, Grandy extrajo de la orquesta una interpretación consumada de la Suite de El pájaro de fuego. Desde la melodía de idas y vueltas apenas susurrada de la introducción, a cargo de las cuerdas graves, se pudo percibir una gran concentración y una tensión necesaria. Cabe mencionar que la suite interpretada es la que Stravinsky cristalizó en 1919 y cuyos números no son los que estaban consignados en el programa de mano. Pasaron, sutiles, íntimas y etéreas, la “Danza y variaciones”, la “Ronda de las princesas” y la “Canción de cuna”. Entre ellas, con una precisión y una exactitud milimétricas, verdaderamente salvaje y propiamente infernal, la “Danza infernal del rey Katschei” y, por último, majestuoso y fastuoso, el “Finale”.
Difícil imaginar un final de abono más glorioso que el de ayer en el Colón. Se dio la conjunción de un programa atractivo, un gran director, una gran orquesta, un adiós conmovedor y un músico de la talla y la trascendencia de Maxim Vengerov. La suma virtuosa de todos ellos hizo que esta noche fuera, definitivamente, única, emotiva y, una vez más, excepcional.