La reina Cleopatra: Netflix recorre la Historia en busca de polémica, entre las citas de los especialistas y el más puro novelón
El estreno de La reina Cleopatra confirma lo que ya resulta una clara tendencia de la plataforma a la hora de revisitar personajes e hitos de la Historia: amalgamar en una miniserie de pocos episodios un escueto inventario de sucesos memorables, relatados por eruditos y académicos, y recreados por actores en una lánguida trama de ficción. Así un personaje como Cleopatra es presentado con entusiasmo por la narradora y productora ejecutiva Jada Pinkett Smith con una suma de adjetivos elogiosos que luego se repetirán en las intervenciones de historiadores, egiptólogos y autores de novelas históricas con similar fascinación. Y todo ello escalonado con recreaciones ficcionales que recuerdan más a cualquier telenovela que a algún intento genuino de repensar el relato histórico desde la ficción.
La iniciativa no es nueva. Esta tendencia creciente adquirió cierta relevancia en 2019 con el estreno de Los últimos zares, una nueva incursión en el trágico mito de los Romanov comandada por Netflix. En ese año Rusia se ponía de moda –mucho antes de la guerra con Ucrania-, resurgiendo los soviéticos como temibles villanos (en series y películas de espías), Chernobyl como la hecatombe perfecta del final del bloque comunista (con la miniserie de HBO a la cabeza) y los zares con su ópera como la mejor y más triste canción (citados en The Romanoffs de Matthew Weiner).
Con ese viento de cola, el pastiche ideado por Ben Goold a la cabeza de la producción intentaba reconstruir los días finales del reinado de Nicolás II con fragmentos de noticieros de la época, recortes de la prensa internacional y la voz de expertos sin mayor hilo conductor que la más simple cronología, para luego agregar una recreación ficcional mal escrita y mal actuada, en un gesto de escaso didactismo y dudoso rigor histórico. No solo se equiparaban los documentos históricos con la abundante mitología alrededor de personajes como Rasputín o Anastasia, la supuesta sobreviviente de los Romanov, sino que la ficción era tratada con descuido y solemnidad, envuelta en una puesta en escena pobre y sin estímulo alguno para el espectador, más allá de la mera exposición de lo que puede leerse en Wikipedia.
Sin lugar a dudas el éxito que debe haber coronado esa pieza de entretenimiento fue el disparador de los docudramas que siguieron, Sangre, sexo y realeza (2022), sobre Ana Bolena; Reinas de África: Njinga (2023) sobre la figura guerrera de Angola, y la recién estrenada La reina Cleopatra. El distintivo de esta última camada parece ser el componente feminista o racial a la hora de contar los acontecimientos, lo cual suma a las habituales licencias históricas un estratégico oportunismo que intenta encajar el pasado en los parámetros de la agenda del presente.
En el caso de Ana Bolena, el eje está puesto en su ascenso al trono de Inglaterra como la segunda esposa de Enrique VIII y artífice de la ruptura con Roma y el papado. Los romances de alcoba y las intrigas palaciegas que alimentaron series como Los Tudors o The Spanish Princess aquí se convierten en la materia prima perfecta para el espectáculo erótico. Entonces, mientras los entrevistados reconstruyen con elocuencia y un extraordinario poder de síntesis el surgimiento de la Iglesia Anglicana y el ascenso de los Bolena en la Corte, la ficción elige las sábanas de la cama del rey como territorio en disputa, y la futura madre de Isabel I oscila entre la víctima y la trepadora, angostando su poder al mero hecho de ser mujer en un reino de hombres y transformando la reflexión histórica en una serie de intuiciones nacidas del ojo moderno.
La recién estrenada La reina Cleopatra no solo no escapa a esa nueva moda del exploit histórico, sino que integra un discurso racial que haría sonrojar a los grandes luchadores por los derechos civiles. El relato comienza con el consabido “había una vez” para seguir con la definición de una época en la que las mujeres “gobernaban con un poder sin igual como guerreras, reinas, madres de naciones”, cuyas acciones parecen haber conseguido eco recién en nuestro presente. Entre ellas, por supuesto, Cleopatra fue la más icónica. “¿Zorra o estratega?” nos pregunta la voz de Jada Pinkett Smith y la traducción de Netflix. Lo que sigue parece ser el intento de dilucidar ese crucial interrogante y, mientras siguen los elogios abstractos y nuevas referencias a nuestro tiempo, la actriz Adele James da vida a una Cleopatra que reivindica su raza y linaje, diciendo frases como “Moriría por Egipto, ¿por quién morirías tú?” mientras retuerce las sábanas, lucha con lanzas, se arregla los rulos o grita a cámara desencajada. La primera de las académicas entrevistada, Shelley P. Haley, del Hamilton College, recuerda como fundamento de su estudio sobre Cleopatra un relato de su abuela cuando volvía del colegio: “No importa lo que te digan en el colegio, Cleopatra era negra”.
La identidad racial de la reina de Egipto, al igual que el recorrido por su ascenso al trono y alianza militar con el Imperio Romano, son construidos desde esa simple emotividad, con frases elocuentes e impactantes, tonos exultantes, declaraciones efectistas. La recreación ficcional ofrece una mejora respecto de las miniseries anteriores, con mejores interpretaciones pero sin llegar al desarrollo de nudos dramáticos, sino reducida al despliegue de breves fragmentos que apenas ilustran afirmaciones previas o exposiciones posteriores. La lógica de la miniserie es la misma que en las otras versiones: novelar para simplificar la Historia; convertir en héroes o villanos a los personajes; ofrecer un tratamiento contemporáneo del lenguaje y las costumbres; utilizar la ficción como representación de lo resumido en las entrevistas. De esta manera, prima la agilidad del relato por sobre la vocación de acercar la Historia al espectador, transformando estrategias políticas y gestas militares en caprichos adolescentes o romances apasionados. “Era un ambiente muy Game of Thrones” concluye la profesora Jacquelyn Williamson, sobre la disputa de los herederos de Ptolomeo XII por el trono de Egipto.
El dilema del rigor histórico es algo de lo que se ha liberado la mayoría del cine histórico contemporáneo al recurrir al paraguas de la ficción. Tanto películas como La favorita o series como The Great, ambas escritas por Tony McNamara, como relatos sobre eventos más cercanos en el tiempo como Gaslit o Los plomeros de la Casa Blanca, sobre el escándalo del Watergate, han elegido la farsa como puerta de entrada a la historia. Allí no es relevante la veracidad de los hechos representados sino la mirada del artista a partir de un prisma de ficción que, en el mismo gesto de deformación, hecha luz sobre acontecimientos a menudo escondidos. En cambio, estos híbridos ofrecidos por Netflix prescinden del humor y buscan nutrirse del universo documental al utilizar los testimonios de expertos como garantía de verdad. Entonces la definición del eunuco Potino, poderoso asesor de Ptolomeo XIII (hermano de Cleopatra y corregente de Egipto junto a ella tras la muerte de su padre), como la silueta de un intrigante resulta una errática observación sobre la distribución del poder en el país y termina siendo una coartada para una representación burda y poco fehaciente de ese personaje.
“Es un momento agridulce que ocurre a todos los monarcas: para poder gobernar, sus padres deben morir”. La frase atribuida a otro de los eruditos intenta una exploración psicológica de lo que resulta una regla ancestral para los reinados, aspirando a encajar una pieza histórica dentro de la mentalidad de un espectador actual sin mayor esfuerzo que el de una parodia terapéutica. Así, la concepción de Cleopatra como una especie de estrella en una biopic musical justifica la inclusión de “hits narrativos”: su romance con Julio César, la concepción de Cesarión, la huida de Roma tras la muerte de su amante, la seducción de Marco Antonio. El trasfondo se diluye en esos mojones singulares, musicalizados con el estilo impuesto por Pantera Negra de Marvel, con los académicos vitoreando cada hecho histórico como un nuevo triunfo de Cleopatra sobre sus malvados enemigos, sea su hermana Arsínoe u Octavio, el heredero de Julio César y futuro emperador Augusto. Y así como detrás de esos aparentes triunfos de la faraona solo hay celebración y no demasiado análisis, detrás de cada quiebre aparente de la moral contemporánea hay un ejercicio de justificación, ya sea por su condición de mujer, por la maldad de sus enemigos o por alguna vaguedad que resulte creíble.
Por último, la falta de consenso sobre el color de piel de Cleopatra, quien siempre resulta ser parecida a cada estudioso que la describe, hizo que el Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto repudiara la serie de Netflix por la falaz afirmación de que la reina de Egipto era de piel negra. El resultado fue una serie de ataques en las redes sociales a la actriz que la interpreta y la consiguiente ofensa por parte de una sorprendente corte de defensores del rigor histórico. Hace dos años, una miniserie británica con una Ana Bolena interpretada por la actriz negra Jodie Turner Smith despertó el enojo furibundo de espectadores que no aceptaban aquella licencia ni siquiera bajo el paraguas de la ficción. En este caso, si bien la falta de pruebas documentales del origen racial de la reina del Nilo podría dar una prerrogativa, la pretensión “documental” de la serie echó por tierra cualquier licencia poética. Cleopatra queda así prisionera de la pobreza de la ficción que la representa, de la fingida euforia de quienes dicen haberla estudiado, y de los enigmas que prevalecen sobre su origen que aún no llegan a horadar la fuerza de su leyenda.