RESEÑA: Pantera Negra: Wakanda por Siempre | Utopía y el heroísmo de la corona
Pantera Negra: Wakanda por Siempre (88%) es una película que tiene dos facetas. La primera va con la trama general y la acumulación de nuevos personajes, propio de un Universo Cinemático de Marvel que ya se salió de control, afanoso en acumular hordas de personajes nuevos. Por otro lado, es un estudio de asuntos que el director abordó como pudo y que representan, a mi parecer, lo más importante del filme. Un cierre espléndido de la Fase 4 del UCM.
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El estado de posguerra alcanza su letargo cuando las fuerzas supervivientes y vencedoras se enfrentan a la tensión política. Es decir, esa guerra fría consecuente a la aspiración latente de supremacía. He ahí la escena y las circunstancias: los personajes están sometidos al escarnio de los conflictos entre naciones, ingénitos a las diferencias ideológicas y las necesidades socioeconómicas de cada población. Tanto a nivel familiar como a nivel de Estado y ciudadanía. Y, como justificación de este estado de inseguridad, nos queda el duelo, la parte más compleja en una monarquía donde el rey es también el gran campeón.
Básicamente, estos son los dos grandes conflictos de Pantera Negra: Wakanda por siempre: a) la amenaza de crisis bélica que enfrenta un país inestable políticamente; y b) el luto por la partida de su héroe y líder de la era Vengadores. Patria e intimidad: las dos caras que desafían o determinan a cada individuo desde una trama que subraya un mundo aún desolado. En medio, el engrudo de esta entrega: la nobleza y el deber.
Comencemos por entender qué pasa a nivel fílmico. Sólo que esta vez lo haré de un modo diferente a como he abordado otras reseñas: comenzaré por lo negativo para terminar con aquello que hace a esta una película realmente importante.
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El primer acto de heroísmo que asoma es el de la princesa Shuri (Letitia Wright), quien da gala de sus dotes científicas al arranque de la película: trata, desesperadamente, de salvar la vida de su hermano, el rey T’Challa (el difunto Chadwick Boseman), revisando sus signos vitales a través de Griot, su inteligencia artificial, y haciendo ajustes con preocupación hasta que su madre, Ramonda (Angela Bassett), llega para decirle, con dolor pero firmeza, que su hermano ha pasado a formar parte del catálogo de panteras soberanas que integran al panteón de Wakanda. Su primera línea es dedicada a la deidad de su tribu: si le permitía salvar a su hermano, no dudaría nunca más de la existencia de dicha deidad. Hasta aquí, todo muy bien, muy congruente. Un arranque poderoso.
Nos refinamos un merecido tributo a Boseman... que dura considerables minutos al inicio, durante y hasta finalizar la película. La hermana de T’Challa se la pasa lamentándose por no ser lo suficientemente inteligente para salvarlo. Mas la excusa de homenaje no fue mesurada. Algo falla en el manejo de la temperatura durante las subsiguientes dos horas y media cuando viene a colación este asunto: la narrativa parece ocupada en sobrellevar la tristeza y la pérdida con cariz telenovelesco, distante de Wakanda y otros afanes sí esenciales. Esto se debe a que el guion fue lo que falló y, posteriormente, la edición no lo pudo resolver. Algo similar le pasó a Thor: Amor y Trueno (76%) y a una hermosa pero facilona Eternals (58%).
El estancamiento pesa y la emotividad explícita se confunde con chantaje emocional machacón. Lo cual estorba para entender mejor la psicología de Shuri. Su camino de héroe se ve obnubilado por darle tanto peso a la frustración por la muerte de su hermano. Tampoco es que Ryan Coogler se haya vuelto melosamente cursi porque sí. Este episodio de Marvel, en esta nueva etapa, tiene momento álgidos y emocionalmente variados, pocas veces apreciados en su conjunto como lo que son: un proceso de sanación en medio de una crisis del espíritu superheroico. Parece más una exigencia institucional que autoral.
Doctor Strange en el Multiverso de la Locura (88%), Spider-Man: Sin Camino A Casa (92%), Ms. Marvel (100%), WandaVision (95%) y Thor: Amor y Trueno son películas que estudian el peso emocional de la pérdida. Son la evidencia de inestabilidad en un mundo después de una cadena de catástrofes. Entendemos cómo vivieron los héroes del inventario marvelita un mundo en angustia tras la salvación, derivada de una acción traumática que certificó la fragilidad de cualquier heroísmo frente al caudillismo ideológico, capaz de trastocar la realidad en un parpadeo.
Doctor Strange enfrenta al peso de las decisiones de los protagonistas y sus daños colaterales. Spider-Man: Sin camino a casa es una búsqueda del significado del heroísmo a razón de la tragedia y el quebranto. Kamala presenta una generación que crece con esperanza, donde la desventura cósmica no pesa tanto como la bondad. Wanda arrancó esta etapa con una serie que ponía al descubierto los costos nocivos del duelo. Thor lidiar consigo mismo y descubre un nuevo designio a su existencia como superhéroe. Podríamos traer a colación a Falcon y el Soldado del Invierno (97%) –serie mediana, sólo relevante por los datos y personajes que presenta–, donde vemos los costos emocionales de la posguerra.
Algunas secuencias de acción de Pantera Negra: Wakanda por siempre – las películas de Marvel últimamente no ofrecen nada nuevo plástica o narrativamente–, pasan sin pena ni gloria. Excepto cuando vemos a Namor imponerse a las fuerzas militares de Wakanda; o en el mano a mano entre Shuri/Pantera Negra y el rey de Tokolan. La verdad es que rara vez vemos coreografías memorables en las películas de Marvel, pero acá la cosa fue categoría meh.
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Las actuaciones destacadas, porque el oficio más que el guion les permitió imponerse, son las de (en este orden): Tenoch Huerta (Namor), Lupita Nyong'o (Nakia), Angela Bassett (Ramonda), Letitia Wright, Martin Freeman (Everett K. Ross), Julia Louis-Dreyfus (Valentina de Fontaine) y Winston Duke (M’Baku). Los demás –incluyendo a Dominique Thorne en su papel de Riri Williams aka IronHeart–, son de relleno o poco destacados. Tenoch presenta a un personaje que pasa por todos los estadios emocionales y no deja de mostrarse amenazante, digno monarca y empático contrincante, con ideología firme, pero razonable.
La música es fenomenal, tanto en el score como en el soundtrack. Sobre todo el soundtrack, dirigido por un maldito genio sueco: Ludwig Göransson. Gracias a él, en colaboración con Foudeqush, crean el mejor tema de toda la película: “En la brisa”. No podían elegir un mejor tema para ilustrar la belleza de Tokolan. Sólo esa secuencia vale la pena la pantalla grande.
¿Por qué, entonces, a pesar de los pormenores que suenan a que deseo vapulear a la película, considero que es espléndida? Porque en esta entrega, a diferencia de nueve de cada diez filmes de Marvel –Capitán América: Civil War (90%), Avengers: Infinity War (79%) y Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (82%), las excepciones–, sí se abordan temas fuertes que bien podrían hacernos reflexionar sin darnos una respuesta específica sobre nada.
Las utopías, hoy imposibles, de un país mesoamericano y otro africano no colonizados, es el primer asunto medular que aborda con elegancia y sutileza inherente a lo más cautivador de la película. ¿Qué hubiera pasado si Eurasia hubiese permitido a culturas de estas latitudes desarrollarse plenamente sin el peso del imperialismo europeo? ¿De qué habríamos sido capaces? ¿Cómo seríamos? La ficción responde con una belleza indómita: dos naciones que lideran al mundo gracias a su forma única de ver al mundo. Ryan Coogler, al dibujarnos a Wakanda en Pantera Negra y a Tokolan en Pantera Negra: Wakanda por siempre, parece seguir ciertos pasajes de la Utopía de Tomás Moro en las palabras de Rafael Hytlodeo.
Coogler estudia el peso de la colonización en Mesoamérica y el subsecuente abandono del hogar para fundar Tokolan, un paraíso en el océano, colindante a la tierra nativa. El amor por la tierra y el desdén a la imposición cultural compiladas en el corazón de un rey más longevo que la historia contemporánea. Esta es una tragedia que Wakanda no vivió, gracias a su política de aislamiento que mantuvo durante siglos. De pronto, una pregunta de Namor crea un dilema imposible de responder de modo satisfactorio: ¿por qué Wakanda se abrió al mundo cuando éste sólo desea hacerse de sus recursos naturales?
Se delata un muto rechazo a un mundo encadenado al capitalismo, el mercantilismo y el belicismo que fundamenta a toda la civilización globalizada. Pero Wakanda y Tokolan viven una prosperidad envidiable. La secuencia ilustrada por la canción Foudeqush + Ludwig Göransson, donde vemos a la gente de Tokolan, dejan un nudo en la garganta.
Vemos un mercado con nativos sonrientes, amables, que saludan sin esperar retribución, gozando de la vida cotidiana en una ciudad que huelga esplendor. Notamos que el trueque es el fundamento de su economía y que no hay conflictos de clase. El propio rey no porta la mayor parte del tiempo un atuendo tan diferente al de su pueblo. Hay armonía y respeto por el medio ambiente que habitan. La ceremonia dota de sentido emocional sin una aparente institucionalización: hay tradición que los hermana, que los conduce como cultura. El rito es su memoria; su dote es perpetuar la felicidad de estar vivos. Esto se asemeja a las escenas de belleza paisajista y social de la Wakanda que vimos en la primera entrega de Pantera Negra (90%).
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Coogler también estudia la relación del campeón que ostenta una corona. A diferencia de otros superhéroes, Shuri sufre una transformación en algo más que un semidiós de cómic. Ella escapa a la traza tradicional de héroe, superhéroe o antihéroe.
Shuri comienza vengativa y con el rencor como estandarte. Ante la muerte de sus seres queridos y el ateísmo que la embarga –adecuado para su perfil cientificista–, trunca la tradición: abandona la ceremonia y se entrega al protocolo ilustrado, las explicaciones comprobables o tasadas en formatos materialistas, empíricos; la tecnología es para ella el instrumento dilecto para el progreso, como lo fue para Iron Man. Despoja a su reflexión de creencias y sólo atiende a la razón, enajenando las formas de poder que han mantenido a su nación en auge a la estrategia guerrera. Es decir, sólo la inteligencia le aparece algo digno de atención. Nada más cercano a una tristeza del pensamiento.
Si entendemos esto, entonces podremos ver que su figura, a diferencia de la de sus antecesores, dista de ser cómoda en política y es atípica en la sociedad de la que es responsable. O mejor dicho: de la que es irresponsable al privilegiar una visión revanchista. Hay ciertos aspectos de la realeza que son congénitos a los individuos que detentan los títulos nobiliarios —lo cuales comprometen a cuidar del bienestar y la gestión del poder.
La nobleza es una heredad intangible, espiritual, que representa volverse representante, gestor y ejecutor al mismo tiempo, de un poder que debe servir a una comunidad. Más cuando esta nobleza tiene el encargo de la corona. Posee un deber: anteponer a los demás por encima del individuo que detenta la autoridad y una potestad histórica, antigua y garante del presente, edificadora del futuro. Ahí, un gobernante puede hundir o construir. La reina que es la campeona de su nación lucha contra el rey que también es un campeón. ¿Es la muerte, entonces, la respuesta ante una primera batalla que podría ser una guerra colosal? ¿Acaso el fin de todos los males descansa en la aniquilación de cuanto personifica un mal inmediato? ¿Es el odio una causa suficiente para abatir a un enemigo?
Hay respuestas que no tendrá nunca la ciencia, tampoco el corazón. Sólo un legado tan antiguo como la familia es capaz de responder a tales interrogantes. Tomás Moro apuntaba, justo, que “es preciso que obréis de manera tal que si no podéis hacer todo el bien que deseáis, logren vuestros esfuerzos por lo menos quitar fuerza al mal”. He ahí el propósito de un amor tan puro que escapa a las realidades que nos rodean.
Ahondar de un modo sutil en estos asuntos en medio de tanta parafernalia, también es cine: reflexionar sobre utopías de naciones no colonizadas, ajenas a los excesos de la globalización y el capitalismo; estudiar un heroísmo donde el individuo vence sus pasiones para poner sus fuerzas al servicio de las masas.
Ah, qué bello es cuando el arte, de tanto cabildear con preguntas, dibuja las formas que la realidad, al parecer, nos tiene vedadas. Decía también Tomás Moro que “los hombres, cuando reciben un mal lo escriben sobre un mármol; más si se trata de un bien, lo hacen en el polvo”. Qué bueno que Coogler, en medio del espectáculo institucional de Marvel, pudo suscribir estas ideas en pantalla, no en polvo.
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