El retorno del jaguar

Casa Ka'an, un conjunto de casas de huéspedes privadas en Calakmul, Yucatán, México, el 19 de julio de 2022. (Adrian Wilson/The New York Times).
Casa Ka'an, un conjunto de casas de huéspedes privadas en Calakmul, Yucatán, México, el 19 de julio de 2022. (Adrian Wilson/The New York Times).

Desde lo alto de la gran pirámide de la antigua ciudad maya de Calakmul, en el sur de la península de Yucatán, México, se alcanza a ver hasta Guatemala. La selva se extiende infinitamente en todas direcciones, un océano de verde puntuado solo por los picos de las pirámides escalonadas de otros dos templos mayas.

Cuando estuve allí en marzo, apenas había algunos visitantes más. Calakmul fue en su época una de las ciudades más grandes y poderosas del mundo maya, pero ahora está en ruinas, a horas del centro urbano más cercano y envuelta por la Reserva de la Biósfera de Calakmul, una de las más grandes franjas de bosque tropical intacto de América.

Era la primera hora de la tarde y los monos aulladores negros se estaban despertando. De debajo de la copa del bosque llegaba su rugido gutural de triturador de basura. El aullador negro es el animal terrestre más ruidoso del mundo, una de las muchas especies en peligro de extinción que viven aquí, junto con pumas, tucanes, monos araña y coatíes. La selva de Calakmul también alberga la mayor concentración de jaguares en México.

Los jaguares son animales escurridizos que, si se ven amenazados, pueden lacerar un cráneo con un solo mordisco. Incluso los rastreadores más expertos necesitan días o semanas para encontrar jaguares en la naturaleza, y yo sabía que era poco probable ver uno. El objetivo principal de mi viaje a Calakmul era explorar el hábitat en el que el jaguar estaba prosperando de nuevo, para comprender mejor su importancia y las presiones medioambientales a las que se enfrenta, y para hablar con algunos de los protagonistas de las iniciativas para salvarlo.

Aun así, me quedé mirando la vegetación, con la esperanza de ver por un instante al gran felino de la jungla que ha cautivado a esta parte del mundo durante miles de años.

Adorado como deidad

Los mayas, al igual que otras civilizaciones antiguas de México, adoraban al jaguar, pues creían que gobernaba el inframundo y podía moverse entre mundos a voluntad. Las imágenes de jaguares aparecen en máscaras, tronos, relieves y esculturas precolombinas. Gobernantes y guerreros se adornaban con cráneos, pieles, colmillos y garras de jaguar. Durante 3000 años, ningún otro animal fue más importante de manera simbólica.

Una antigua escultura de jaguar en el Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México, el 22 de julio de 2022. (Adrian Wilson/The New York Times).
Una antigua escultura de jaguar en el Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México, el 22 de julio de 2022. (Adrian Wilson/The New York Times).

Cuando los arqueólogos excavaron Calakmul a principios del siglo XX, descubrieron la tumba de su mayor gobernante, conocido como Garra de Jaguar. Los asentamientos cercanos tienen templos dedicados al jaguar, cuya área de distribución alguna vez se extendió por todo el continente americano, desde el actual Maryland hasta el noroeste del Pacífico y la punta de América del Sur.

La caza, la deforestación y la expansión urbana redujeron esa área a menos de la mitad de lo que era, y las poblaciones de jaguares han estado en declive desde hace mucho tiempo. Pero en México, una alianza de ecologistas, organizaciones no gubernamentales y comunidades locales ha iniciado un ambicioso proyecto de conservación que ha sacado a la especie del abismo, como parte de una misión más amplia para salvar a las selvas de Yucatán. El número de jaguares en México ahora está creciendo, de 4025 en 2010 a 4766 en 2018, una señal de que las estrategias de conservación están funcionando.

“El jaguar es una especie paraguas, por lo que, al proteger al jaguar, se protege todo lo demás”, comentó Gerardo Ceballos, ecologista y conservacionista que ha trabajado con jaguares en la región durante años.

En 2005, Ceballos fundó la Alianza Mexicana para la Conservación del Jaguar, con sede en Ciudad de México, y ha realizado estudios exhaustivos de la especie, tomando muestras de piel, estiércol y parásitos, y rastreando al animal con cámaras trampa y collares con un sistema de posicionamiento global (GPS, por su sigla en inglés). La alianza utiliza estos resultados para desarrollar estrategias de conservación.

Ahora que se acerca el término de una nueva línea de tren que atravesará la reserva de la biosfera, el trabajo de la alianza es aún más importante. El Tren Maya, de 1526 kilómetros, viajará al noreste de Chiapas hacia Cancún, llevando a los turistas desde los centros turísticos de la costa caribeña hasta los sitios arqueológicos del interior. Los opositores al proyecto hablan de daños ambientales y desalojos ilegales, entre otras preocupaciones; estos obtuvieron un amparo temporal en 2020, pero a finales de 2021, el gobierno mexicano reanudó la construcción.

Una vez que se conoció la noticia de que la población de jaguares estaba aumentando, el gobierno accedió a trazar la línea del tren de acuerdo con las necesidades de conservación, y a incorporar numerosos pasos de fauna. También acordó ampliar provisionalmente la Reserva de la Biosfera de Calakmul más allá de sus 726.000 hectáreas, conectándola con otras reservas de la zona. Si el gobierno cumple su palabra, “terminaremos con 1,3 millones de hectáreas de bosque protegido”, precisó Ceballos. “Será una de las más grandes de los trópicos del mundo”.

Una visión alternativa

Aunque todavía hay más jaguares en la península de Yucatán que en cualquier otro lugar del país, es la única región de México donde el área de distribución del animal ha disminuido, en parte debido al crecimiento de la llamada Riviera Maya, una cadena de ciudades de playa muy desarrolladas que serpentea por la costa caribeña desde Playa del Carmen hasta Tulum. Cualquiera que haya visitado hace poco la cada vez más estrecha costa de Cancún o la carretera de la playa de Tulum, repleta de hoteles con aire acondicionado que funcionan con generadores diésel, sabe de la devastación ecológica que ha provocado el desarrollo.

“Hace veinte años, esta zona era una selva espesa”, aseguró Heliot Zarza Villanueva, ecologista que trabaja con Ceballos en el proyecto del jaguar, mientras conducíamos al día siguiente hacia el estado de Campeche, en dirección a Calakmul. “Cortaron todos los árboles, destruyeron el suelo con productos químicos y lo convirtieron en este pastizal estéril”.

Mientras pasábamos por vastos campos de caña de azúcar, sorgo y soja —cultivos no endémicos de la región que se utilizan para fabricar biocombustible—, Villanueva nos explicó que muchos de los problemas de Yucatán se remontan a las reformas agrarias cardenistas de la década de 1930, cuando el gobierno mexicano posrevolucionario ofreció tierras a personas que venían de otras partes del país para cultivarlas, a menudo expropiándolas de los mayas.

Gran parte del trabajo de conservación de la Alianza Jaguar ha consistido en orquestar acuerdos entre el gobierno y las comunidades agrícolas locales, llamadas ejidos. Muchos ejidos de Calakmul están pasando de la ganadería, la agricultura y la tala ilegal al trabajo de conservación, incluyendo la gestión forestal comunitaria y el cultivo sustentable de productos orgánicos, como las semillas de Ramón, ricas en nutrientes, y la sedosa miel de Melipona.

La selva se hizo más densa a medida que nos adentrábamos en Calakmul, parando en los emplazamientos de dos nuevos proyectos de ecoturismo dentro de la reserva: Valentín Natural, un campamento en la selva visitado por monos, pumas y alguno que otro jaguar, y Casa Ka’an, un conjunto de casas de huéspedes privadas equipadas con paneles solares, calentadores de agua solares y biodigestores para el tratamiento de aguas residuales. Estos alojamientos de bajo impacto y gestionados por ejidatarios ofrecen una visión alternativa del turismo en Yucatán.

“Hay alrededor de 800 jaguares en la zona”, dijo Villanueva. “Este hábitat es muy importante para muchas especies”.

Pasamos las últimas horas del día explorando los alrededores, con los oídos y los ojos atentos a cualquier señal de vida felina. Finalmente, salimos de la zona arqueológica y nos detuvimos en el pueblo de Xpujil para comer tacos y beber margaritas en Sazón Veracruzano, uno de los muchos restaurantes decentes en la reserva de la biósfera.

Después de cenar, nos dirigimos al campamento base donde la Alianza Jaguar lleva a cabo sus investigaciones, un grupo de cabañas de palapa alrededor de un pequeño lago dentro de la reserva. Estaba oscuro cuando llegamos, pero la selva parecía estar despertando. El aire bullía con el sonido de las cigarras, las ranas, los búhos y otras criaturas nocturnas. Me retiré a una cabaña y, después de ahuyentar una gran tarántula negra que se había colado e instalado encima de mi cama, dejé que el zumbido tropical de Calakmul me arrullara hasta dormirme.

‘No me di cuenta de que estaba causando daño’

Me desperté al amanecer para reunirme con los miembros de la Alianza Jaguar en una choza a la orilla del lago. Estos rastrean a los jaguares varias veces al año, usando una pistola tranquilizante para sedar al animal y poder tomar muestras de sangre y colocarle un collar. Su personal incluye ecologistas, un veterinario, una manada de perros, un entrenador de perros y el conocido cazador de jaguares Don Pancho, quien se unió al proyecto de conservación hace dos años.

Don Pancho disparó su primer jaguar cuando tenía 14 años para proteger al ganado de la finca de subsistencia de sus padres. Los granjeros locales lo contrataban, pagándole con vacas, cerdos, cabras.

En determinado momento, Don Pancho comenzó a liderar cacerías para extranjeros adinerados a través del Safari Club International, afirmó, en su mayoría estadounidenses que trabajaban para las compañías de chicles que venían a Calakmul a cosechar chicle de la selva. “Solía recibir una propina de 1000 dólares por una cacería; esa era solo la propina”, relató Don Pancho, y agregó que dejó de cazar jaguares después de que la práctica fuera prohibida en 1987.

“No me di cuenta de que estaba causando daño”, comentó.

Al final, nunca vi un jaguar, pero la selva se me metió en la piel. El aire estaba caliente y vivo con el zumbido de los insectos y el canto de los pájaros tropicales. Tropas de monos araña se balanceaban entre las ramas por encima de mí. Los nudosos higos estranguladores se retorcían hacia el cielo. Cuando estás dentro de la selva, parece interminable. Pero cada año se reduce.

“En los últimos veinte años, hemos perdido 1,8 millones de hectáreas de selva”, explicó Ceballos, autor principal de un estudio seminal de 2015 sobre lo que se conoce como la sexta extinción masiva. Para él, el programa del jaguar forma parte de un proyecto más amplio: salvar el vasto ecosistema selvático de México antes de que sea demasiado tarde.

“No nos podemos permitir el lujo de veinte años o más”, añadió. “Lo que hagamos en los próximos cuatro o cinco años, lo que rescatemos, es lo que se conservará a largo plazo”.

© 2022 The New York Times Company