El rey de la comedia: un director enfermo, un actor que lo abrumó y las obsesiones de un personaje intenso
El 18 de febrero de 1983 se estrenaba en los Estados Unidos El rey de la comedia, para muchos una de las grandes obras del Scorsese de los 80, una de las tardías despedidas del Nuevo Hollywood, y una película clave para comprender el mundo de los medios de comunicación y su incidencia en el público en la era contemporánea. No en vano la exitosa Guasón (2019) de Todd Phillips recoge la influencia de aquella aguda perspectiva del director ítalo-americano como esencial para la configuración del origen de uno de los villanos más importantes de la historia del cómic. Cuarenta años después, El rey de la comedia retiene su mirada mordaz sobre el hecho de la fama y el inevitable narcisismo que la alimenta, destaca como una de las mejores colaboraciones entre el director y Robert De Niro, a quien ya había dirigido en Calles salvajes (1973), Taxi Driver (1976), New York, New York (1977) y Toro salvaje (1980), y ofrece un retrato feroz de la violencia que había plagado el universo scorsesiano ahora desde el prisma de la farsa, el inevitable revés de una constante tragedia.
En 1983, Martin Scorsese reveló en una entrevista con Cahiers du cinema que no comprendió a los personajes la primera vez que leyó el guion de El rey de la comedia. Entonces era el año 1974 y estaba terminando Alicia ya no vive aquí, su primera incursión en el mainstream luego de la experiencia estudiantil en Alguien golpea a mi puerta (1967) y la incursión en la factoría Corman con Boxcar Bertha (1972). Ya por entonces había entablado amistad con De Niro –quien se convertiría en el Johnny Boy de Calles salvajes- y le ofreció el guion para que le echara una mirada. Pasaron varios años hasta que aquella colaboración llegara a un buen puerto. El guion escrito por Paul Zimmerman a comienzos de los 70 estaba basado en diversos elementos: la popular figura de Dick Cavett, uno de los célebres presentadores televisivos de aquella época; un artículo de la revista Esquire que narraba la obsesión de un fanático; y el especial televisivo de The David Susskind Show dedicado a los caza-autógrafos. De todo aquello había nacido una historia.
Zimmerman era un crítico neoyorquino quien, además de haber estudiado literatura inglesa en Berkeley, Columbia y la Sorbona, había cosechado fama por su labor crítica en Newsweek y también por sus guiones para directores como Sydney Pollack, Alan J. Pakula y Milos Forman (de hecho Forman fue uno de los candidatos a dirigir la película cuando Zimmerman le ofreció su guion a la Paramount en 1970, pero el estudio finalmente lo rechazó). Sus conexiones en Hollywood lo llevaron hasta el tándem Scorsese-De Niro que para fines de los 70 eran una marca registrada en la industria del cine. Si el actor no se había entusiasmado en la charla informal con Scorsese en el 74, sí lo hizo después de terminar El francotirador (1978) junto a Michael Cimino. Otro ítalo-americano que ascendía en los estertores del Nuevo Hollywood podía ser el artífice del lucimiento de De Niro en una historia que imaginaba a su medida. Pero para entonces el joven Cimino comenzaba la epopeya de Las puertas del cielo (1980), película que lo conduciría al fracaso y a la expulsión de aquella meca del cine.
Scorsese finalmente se acercó al proyecto a través del encuentro con Zimmerman durante la producción de El último vals (1978) –documental sobre el último concierto de The Band- y se decidió a dirigir la película si ajustaban aquellos aspectos del guion que no lo convencían. Una de las mayores ambiciones del director era conseguir a Jerry Lewis para interpretar al cómico estrella Jerry Langford, un personaje con claros ecos de su figura pública. Cuando Lewis dijo que sí, Scorsese y De Niro se internaron en Long Island durante tres semanas para revisar el guion y hacer la escritura definitiva. “Algunas escenas fueron finalmente modeladas en el rodaje mediante la improvisación”, explica José Enrique Monterde en Martin Scorsese, su libro sobre el director editado por Cátedra. “Por ejemplo, hubo dos agregados ideados por Jerry Lewis: el ataque inicial de los groupies al presentador televisivo y la bofetada que le propina a Masha cuando esta, engañada, lo libera de las ataduras al final del secuestro”. Scorsese fue siempre un director abierto a las improvisaciones de sus actores y la cercanía de Lewis con su personaje hizo aún más valiosa su mirada.
La historia de El rey de la comedia es la del mediocre Rupert Pupkin (De Niro), aspirante a comediante que persigue a la salida de su espectáculo al presentador televisivo Jerry Langford (Lewis). Su presencia se pierde entre la de una pequeña multitud de fans alterados hasta que se desliza en la limusina de Langford para mostrarle su intensa admiración. Ese encuentro es el puntapié de una alocada obsesión que une a Pupkin y a Masha (Sandra Bernhard), otra febril admiradora convertida primero en aliada y más tarde en cómplice del secuestro del presentador. Scorsese pone bajo la lupa la cultura televisiva de los 80, alimentada por la trivialidad moral e ideológica de la era Reagan y por la creciente fascinación por la fama y la efímera popularidad de los medios masivos de comunicación. Las obsesiones trágicas de los personajes de Scorsese encuentran aquí el signo de la farsa, y el retrato espeluznante de una sociedad desquiciada presente en Taxi Driver descubre su espejo más patético.
El presupuesto asignado para la película fue de 20 millones de dólares , holgado para aquel tiempo de recortes en pleno retroceso de las libertades del Nuevo Hollywood de los 70. El inicio del rodaje quedó fijado para el 1° de junio de 1982 en la ciudad de Nueva York y las locaciones en exteriores estaban ubicadas en diversos lugares del Midtown y el Upper East Side. Uno de los mayores inconvenientes para cumplir el calendario fueron los problemas de salud del director , quien había interrumpido la gira de promoción de Toro salvaje en Roma debido a una grave neumonía. “La salud de Scorsese era muy precaria entonces –explica Monterde-, hasta tal punto que estuvo a punto de abandonar la película tras dos semanas de rodaje porque los fuertes accesos de tos lo obligaban a recostarse en el suelo para recuperar la respiración”. Además Scorsese venía de un rodaje extenuante en Toro salvaje, sumado a una extensa y agotadora campaña de promoción y premiaciones alrededor del mundo. Encarar el proyecto de El rey de la comedia era todo un desafío, un material atípico para el director, una clara incursión en la comedia más negra y una mirada cruel y bastante despiadada sobre la sociedad contemporánea.
El trabajo con De Niro resultó abrumador –el propio Scorsese declaró luego que el hecho de no haber colaborado con el actor en los siguientes siete años, hasta Buenos muchachos (1990), se debió a lo “emocionalmente devastadora ” que fue la experiencia-, sin embargo el director afirmó que había sido la mejor actuación que había dado el actor en una de sus películas. Gran parte de las interacciones entre De Niro y Jerry Lewis se coordinaron en el set y la escena en la que el Pupkin aparece en la casa de Langford fue improvisada entre ambos actores. Kim Chan, quien interpretó a Jonno, improvisó la extensa llamada por teléfono a Jerry al igual que sus dificultades para abrir la puerta de entrada, mientras que Lewis ideó allí su inesperada reacción. Sandra Bernhard, exmanicura de Beverly Hills que había oficiado de comediante en el under y apenas había incursionado en el cine en papeles menores, improvisó casi todos sus diálogos como la fan desquiciada que acompaña a Pupkin, siguiendo las indicaciones de Scorsese de alcanzar la mayor naturalidad posible.
“Aposté porque fueran los personajes los que llevaran el peso de la película”, cita Monterde las declaraciones del director a propósito de la dinámica que buscó en la historia al igual que en el rodaje. La idea de confrontación que recorre a la película no solo responde al progresivo enfrentamiento que se produce entre el irritable Langford y el delirante Pupkin sino -y en definitiva- a la vocación del segundo de ocupar el lugar del primero. Scorsese modeló a Langford tanto en la personalidad del Lewis comediante como también en su condición de último exponente de la tradición del cine cómico mudo que los Estados Unidos no valoraba en su justa medida y Europa consagraba en retrospectivas y festivales. La mirada de Pupkin no dejaba de ser la del fan que apenas veía la superficie del fenómeno, la pátina popular de la marioneta televisiva que ocultaba su espesa condición de genio pero también de artista incomprendido. El uso de los colores de la vestimenta y el mobiliario de Langford, los atrezzos que visten su casa y estudio, los disfraces de Pupkin y Masha durante el secuestro, la música que acompaña la escena de la máquina de escribir en la que Pupkin entra por primera vez a la oficina de Langford, recuerdan el universo de las películas de Jerry Lewis, sobre todo de su etapa madura en El terror de las chicas (1961) y El profesor chiflado (1963).
Y De Niro ofrece a Pupkin esa condición de vacuo sustituto, imitador de la estrella que cree que mediante el reconocimiento de su pretendido talento para la comedia se le abrirán las puertas del mundo. La fama y el éxito es aquello que lo hace alguien, no un fracasado al que nadie lo quiere y lo humilla su propia madre. Es el televisor el único espejo en el que cree ver cumplidas todas sus fantasías de triunfo. Una de las escenas claves para capturar la dimensión patética del arribismo de Pupkin es aquella en la que él y Rita (Diahnne Abbott), esa novia a la que quiere conquistar con su éxito, visitan sin invitación la mansión de Langford y el resultado es de una crueldad desgarradora. “Podría considerarse uno de los momentos más violentos –aún sin sangre- de todo el cine de Scorsese”, explica Monterde. El rodaje de esa escena llevó dos semanas y estuvo inspirado en una situación que el propio director vivió en el año 1979. “Mientras preparaba Toro salvaje recibí la visita de un mitómano, acompañado de una chica, que decía ser Richard Gere y quería un papel en la película. En ese mismo año, De Niro recibió varias llamadas telefónicas de un individuo que quería charlar y tomar algo con él. Cuando acordaron el encuentro, también se presentó con una mujer. De ahí surgió la inspiración para Pupkin y su anhelo de conquistar a Rita a través de su acercamiento con Langford”.
La estética definida para El rey de la comedia resultó contraria a la exuberancia y el barroquismo formal que había caracterizado a la obra anterior de Scorsese. “La gente había reaccionado frente a Toro salvaje de tal manera –recordaba el director- que decidí que mi próxima película tendría el estilo del cine primitivo, del año 1903, un poco a la manera de Life of an American Fireman de Edwin S. Porter, sin ningún primer plano. Eso fue lo que he intentado hacer en El rey de la comedia”. La decisión de concentrar la puesta en escena en las pautas de la realización televisiva le permitió afirmar su autoría aún en un territorio diferente, sostenido en cierto estatismo y distanciamiento de la cámara, en la relación entre los personajes y los decorados, haciendo expresivo ese cruel enfrentamiento por la vanagloria mediática. La posproducción de la película fue un proceso largo y complejo que llevó once meses, en los que Scorsese y su legendaria montajista Thelma Schoonmaker dieron con la forma perfecta para ese despiadado cuento de hadas.
Luego de su estreno en los Estados Unidos en febrero de 1983, El rey de la comedia fue elegida como película de apertura del Festival de Cannes, recibida con cierta tibieza por parte de la crítica, ignorada en los Oscar y apenas galardonada con el premio al mejor guion en los BAFTA. Sin embargo, con el tiempo se convirtió en una de las obras más representativas de la mirada crítica de Scorsese sobre la sociedad de su tiempo, un retrato implacable de ese mundo narcisista y desesperanzado en el que la misión de Rupert Pupkin ya no tiene finalidad redentora como la de Travis Bickle en Taxi driver, sino la letal confirmación de la alienación mediática. Todo lo que Scorsese había ensayado en clave trágica y operística aquí adquiría su versión farsesca y patética, elevando cualquier posible consagración a la condición de simulacro. Su vigencia no solo se evidencia en la cantidad de acólitos que han recogido el humor cáustico de El rey de la comedia como enseñanza última de esa aguda mirada, sino en el genuino valor que ofrece hoy reencontrarse con la película y descubrir que su potencia sigue intacta.