Roger Waters: las contradicciones de un artista que aún apela a los viejos códigos de la cultura rock
El 6 de septiembre Roger Waters cumplió 80 años. Llevaba un tiempo ya embarcado en la que denominó su gira de despedida de los escenarios, This Is Not a Drill (Esto no es un simulacro), la misma que lo trajo una vez más a Buenos Aires. Pero el contexto en el que aterrizó en esta oportunidad fue distinto. No tanto por producirse apenas 48 horas después del balotaje presidencial sino por llegar precedido por una serie de dichos tan desafortunados como repudiables.
Mientras la DAIA (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas) presentó ante la Justicia un amparo con un pedido de medida cautelar con la solicitud de que se suspendieran los recitales de Waters en Buenos Aires, noticias que llegaban de su presentación en el Centenario de Montevideo daban cuenta de su odio confeso hacia el Estado de Israel. Al tiempo que insiste en que no es antisemita (le faltó decir aquello de que tiene amigos judíos), no mide con la misma vara lo que sucede de un lado y del otro de la Franja de Gaza. “Una sola persona en el mundo sabe si Roger Waters es un antisemita o no. Y esa persona es Roger Waters. Yo sé muy bien lo que siento en el corazón y no he tenido un solo pensamiento antisemita en toda mi vida. Lo que condeno es lo que hace el gobierno israelí y lo seguiré condenando porque está mal. No es la guerra contra mí lo que me importa, sino la carnicería de hermanos y hermanas en Gaza”, señaló días atrás en una entrevista que sostuvo con Página/12. Lo cierto es que en ningún momento, ni en los shows de su gira actual ni en las declaraciones que realiza públicamente casi a diario, tuvo palabras de repudio para con la organización terrorista Hamas.
Viejo zorro de mil batallas, Waters intentó vestir el traje de víctima además del vestuario y los papeles que desarrolla en sus shows. El hecho de que algunos hoteles lo declararan “persona no grata” tanto en Montevideo como en Buenos Aires le sirvió para lanzar una extensa diatriba que aburrió a las más de 70.000 personas que colmaron por dos noches consecutivas el Monumental de Núñez. ¿En serio se tuvo que quedar en San Pablo porque no consiguió hospedaje en ninguna de las orillas del Río de la Plata? Para centrarnos en suelo porteño: ¿su equipo de trabajo o la productora local de sus conciertos no pudo reservar en ninguno de los hoteles de la ciudad? “Todas las veces que visité esta hermosa ciudad pasé grandes momentos y siempre me he sentido bienvenido en Buenos Aires. Esta vez es un poco distinto... Esta vez hubo gente que no me dejó hospedarme en un hotel”, señaló a lo largo de casi cinco minutos en la que fue su peor elección de la noche. La otra, la de su concierto en sí, estaba milimétricamente probada, ensayada y tocada.
Aunque dijimos en varias oportunidades que esta era la gira de despedida de uno de los fundadores de Pink Floyd, él mismo se encargó de contar que tal vez no era tan así, que seguía componiendo y que se trataba de un truco de la industria. Bueno, el truco ya está lo suficientemente gastado como para repetirlo, Roger. Kiss lo hizo hace poco y vino dos años consecutivos con su “último show”.
Pero pasemos al capítulo que debería ser el central, el del contenido en sí del concierto. Por un lado, de carácter revisionista de una vida y de una trayectoria que se encarga de decir que empieza mucho antes de Pink Floyd, con la amistad misma entre Syd Barrett y él. Por el otro, de corte político, como casi siempre son sus espectáculos.
Vayamos por parte. Waters decide recordar el día en que su amigo Syd y él se tomaron un tren desde Cambridge hasta la gran ciudad, Londres. Allí vieron a uno de los héroes de la generación del rock and roll, Gene Vincent y a unos jovencísimos Rolling Stones. En el tren de vuelta al pago planearon formar una banda. En pantallas se suceden imágenes de la primera formación de la banda y es un momento particularmente muy emotivo cuando suena en vivo “Shine on you Crazy Diamond”, la canción que él y David Gilmour le dedicaron a Barrett. El único “inconveniente” es que en el repaso de una de las bandas más grandes de la historia del rock no hay mención alguna para su “enemigo íntimo”, para el genial guitarrista al que detesta con su alma al punto tal que este año lanzó una nueva edición de The Dark Side Of The Moon en la que minimizó los aportes decisivos de Gilmour. Es como si el Indio Solari reeditara un álbum de Los Redondos y bajara a cero el volumen de la guitarra de Skay.
Tiene algo de concierto de otra época el de Waters. Más allá del cerdo y la oveja que vuelan, los sonidos envolventes de los helicópteros y todos los tics y señales a la obra de Pink Floyd; más allá de los nombres de las víctimas de guerras que desfilan por cada una de las cuatro pantallas y de las víctimas de la represión policial (de Buenos Aires se recuerda a Lucas González, el chico que se fue a probar a Barracas Central y que a la salida fue asesinado por una brigada policial), el clima de show político recuerda el lugar que la cultura rock tuvo tiempo atrás. No mucho tiempo atrás. Ese mismo clima fue el que encendió a parte del público en el intervalo (el concierto es de dos horas y media) a cantar espontánemante: “Y ya lo ve... el que no salta votó a Milei; o: “Milei, basura, vos sos la dictadura”. Aquella propuesta de la cultura rock de “gritar pidiendo verdad en lugar de auxilio y comprometerse con un coraje que no se está seguro de poseer”, que supo describir Townshend, voló rasante en el estadio de River las noches del martes y miércoles. Se podía sentir a la salida, en grupos de amigos, familiares o compañeros de trabajo que habían asistido juntos a un ritual que no necesita de papel picado ni de pulseras de colores para calar hondo en la gente. Los conciertos de Waters como en su momento fueron los de Pink Floyd son una experiencia que modifica, que provoca tanto un primer análisis inmediato como otro más reposado al día siguiente, cuando irremediablemente nos levantamos decididos a buscar el vinilo de Animals o el de The Wall.