Todavía no sé por qué dije que sí
EN EL LENGUAJE DE LA FÍSICA, FUIMOS UN FENÓMENO DE ENTRELAZAMIENTO CUÁNTICO.
En física cuántica, el “entrelazamiento” describe una relación entre las propiedades fundamentales de dos partículas que no podría haberse producido por casualidad. Es un vínculo invisible entre dos objetos que les permite afectarse mutuamente de formas que la física clásica no puede explicar.
Conocer a Utsav me pareció un acontecimiento de entrelazamiento cuántico. No podíamos ser más diferentes, pero algo a nivel subatómico nos unió.
Utsav era un espíritu libre que no había tenido un trabajo tradicional en tres años. Yo era el ejemplo perfecto de una adicta al trabajo: recién salida de la universidad, ahogada por la presión de emprender un negocio respaldado por inversionistas. Él era seguro de sí mismo y carismático, y lo sabía. Yo era muy nerviosa y torpe.
Los días de Utsav eran lentos y tranquilos: dormir hasta tarde, jugar vóleibol, relajarse en el parque. ¿Los míos? Un torbellino de compromisos sociales agendados entre reuniones de Zoom, apenas manejables gracias a un calendario de Google meticulosamente codificado por colores.
“¿De verdad pronuncias así tu nombre?”, fueron las primeras palabras que me dirigió en la fiesta de un amigo en común, lo que desencadenó una conversación sobre la crianza indio-estadounidense que compartíamos. Pronto me dejé llevar tanto por nuestro debate sobre novias de inteligencia artificial que no me di cuenta de que todo ese tiempo estuve tirando latas de un contenedor de reciclaje desbordado que había detrás de mí.
Pasamos las siguientes seis horas juntos: una terraza, una cena, un mirador. En la cena, me psicoanalizó mientras yo intentaba contenerme para no pedir todos los rollos de salmón del menú (relacionó mi obsesión por el salmón con los recuerdos de haberlo cocinado con mis padres).
Tres días después, le enseñé a Utsav la ventana rota de la puerta de mi departamento, a la que había arrojado mi teléfono (antes de darle un cabezazo), una noche en la que años de ira, dolor y estrés habían sido demasiado para contenerlos.
No sé en qué estaba pensando cuando me puse a mostrarle pruebas de mi rabia desquiciada e impotencia. Era vergonzoso, aterrador, vulnerable. Iba a pensar que estaba loca, y con razón.
Su respuesta casual: “Eso debió haberte hecho sentir muy bien”.
Tenía razón. Sí me hizo sentir bien. Y oírlo fue liberador.
Unas noches después, estábamos sentados en el suelo de su habitación a las tres de la madrugada. Yo estaba agotada, pero mi mente seguía inquieta. Él me observaba atentamente mientras yo fingía leer uno de sus libros, intentando evitar su mirada.
Apenas había pedido mi Uber de regreso a casa cuando Utsav por fin expresó sus sentimientos por mí. La salvedad: pronto se iría a un retiro de un mes y no quería comenzarlo con ningún tipo de compromiso romántico. Sugirió que siguiéramos viéndonos hasta que empezara su retiro y luego romper por lo sano.
“Creo que hay mucho que podrías aprender de mí, y yo de ti”, dijo.
Me pareció pretencioso, y me molestó aún más porque tenía algo de razón.
¿Por qué dije que sí? Quizá tenía curiosidad. Tal vez sabía que pensar en la posibilidad de lo que habría pasado entre nosotros me comería viva si no lo hacía. Quizá podía sentir en mis huesos que nuestros encuentros transformarían a la persona en la que me estaba convirtiendo.
En muchos sentidos, fue liberador no tener que contemplar nuestras posibilidades a largo plazo. No tenía que preocuparme de lo que mis amigos y mis padres pensarían de él o de cómo sería un futuro compartido. Pero eso no eliminó la profundidad: no se trataba de una aventura casual.
Aquella noche, tras revelarme sus sentimientos por mí, me dijo: “También estoy preocupado por ti. Te presionas con una intensidad increíble, pero me preocupa que eso sea insostenible. Y, francamente, no confío en que sepas cuidarte”.
Le contesté con mis respuestas habituales: me gusta la intensidad, me estoy cuidando (mira, hoy hice ejercicio), lo estoy controlando, todo va genial. Pero mis contestaciones parecían falsas.
“Quiero que seamos responsables de nuestra propia felicidad en esto, Shobha”, dijo. “Quiero ser responsable de la mía y que tú seas responsable de la tuya. La mayoría de la gente sería feliz con tu 80 por ciento, pero yo no quiero conformarme con tu 80 por ciento. Quiero el 100 por ciento de ti. Y eso solo puede ocurrir si te cuidas mejor”.
Mi reacción me impactó en oleadas de conmoción, ira y pánico. ¿Cómo podía este desconocido señalar de inmediato algo que ni siquiera mis amigos más íntimos habían visto? ¿Quién se creía que era? ¿Y cómo lo sabía?
A medida que aprendía más cosas sobre Utsav, me daba cuenta de cómo podía verme con tanta claridad: conocía mis heridas porque eran un reflejo de las suyas, y reconocía mis miedos porque también eran los suyos.
Me carcomían los miedos. ¿Qué podía ofrecerle a alguien que parecía tan completo sin mí? ¿Por qué quería estar conmigo, con todos los defectos que tenía?
Mis dudas se colaban en todas nuestras interacciones. Las cosas más insignificantes —calentar la cena, las indicaciones al conducir— se convirtieron en confrontaciones indirectas de mis inseguridades. Se convirtieron en una danza que yo conocía muy bien: escudriñarme para evitar pasos en falso, buscar peleas por el peso de mi propio juicio e irme antes de que él pudiera ver mis insuficiencias. Eso era más fácil que quedarme para afrontar lo que podría ser real.
En varias ocasiones, presioné hasta que su compostura dio paso a suspiros intensos y preguntas punzantes que yo no estaba dispuesta a responder. Cada vez que ocurría eso, yo estaba segura de que sería el final, de que finalmente decidiría que no valía la pena ir cuesta arriba para estar conmigo. Pero, de algún modo, encontrábamos el camino de vuelta a tierra firme.
Mientras conducíamos en silencio una tarde, yo estaba absorta criticándome por algo que ahora ni siquiera recuerdo. Sabía que Utsav se daba cuenta de que algo estaba mal. Finalmente, me obligué a decirlo: “No creo estar a la altura para esto”.
Parpadeó confundido. “Nunca se me ha pasado por la cabeza que no estés a la altura”, dijo. “Lo único que quiero es que seas como eres”.
No le creí.
Mayo se convirtió en junio, y mi temor aumentó a medida que se acercaba la partida de Utsav. Una semana. Cinco días. Cuatro.
Una noche, en un bar ruidoso, Utsav parecía diferente, nervioso e inseguro. Me llevó a un sofá y el ruido a nuestro alrededor se amortiguó, como si estuviéramos dentro de un capullo.
“Necesito que sepas algo”, me dijo.
Sentí un agujero en el estómago: había llegado el momento. Por fin veía lo que yo había intentado demostrarle todo ese tiempo: no era suficiente para él.
“¿Tu amor por mí?”, dijo. “Eso es cosa tuya. Es un reflejo de tu propia capacidad de amar. No depende de mí ni de nada que yo haga para merecerlo. Proviene de ti”.
Mi mente daba vueltas mientras escudriñaba su rostro. Finalmente, algo se movió en mi pecho y empecé a comprender. Si mi amor procedía de mi interior, entonces el suyo también procedía de su interior, entregado de la misma manera voluntaria. No era cuestión de merecer. Era cuestión de permitirme ser vista con todo y asperezas.
Me acordé de todos los momentos en que me había censurado y criticado por pensar que tenía que ser diferente, mejor, más. Recordé cuando le enseñé mi ventana rota, todos los momentos en que había bajado la guardia y que él había presenciado, y por los que se había quedado.
Qué equivocada había estado en todo. Al esforzarme tanto por ser “suficiente”, perdí de vista lo que ya estaba ahí.
Por primera vez, dejé de esforzarme, dejé de demostrar, dejé de actuar. Solo me senté junto a él plenamente presente.
He aquí algo más sobre los fenómenos de entrelazamiento cuántico: cuando dos partículas se entrelazan, permanecen conectadas aunque estén separadas por enormes distancias.
Mientras escribo esto, Utsav está al otro lado del país en su retiro. Yo sigo en San Francisco, viviendo la vida que tenía antes de conocerlo, pero todo parece diferente.
Hablamos una vez a la semana. Nos contamos cómo nos ha ido, recordamos cosas o nos sentamos en un silencio expectante. Evitamos hablar de lo que podría ocurrir cuando vuelva. Terminamos cada llamada con un “Te amo”. No sé lo que quiero ni lo que pasará. Creo que él tampoco.
Lo que sí sé es que algo fundamental ha cambiado en mí. Estoy construyendo una vida basada en lo que quiero, no en lo que creo que debo hacer. He asumido la responsabilidad de mi felicidad, y estoy viendo cómo eso no se opone a la conexión, sino que me permite apoyar de mejor manera a las personas que me importan. Estoy aprendiendo que la inseguridad no es una razón para cerrarme al amor.
Sin importar lo que ocurra, nuestras seis semanas me enseñaron que las conexiones más profundas no surgen de intentar demostrar nuestro valor, sino de tener la valentía de ser exactamente quienes somos mientras confiamos en que nos pueden amar así. Provienen de compartir momentos de nuestras vidas con alguien sin obligación, simplemente porque queremos hacerlo.
Como partículas entrelazadas, existimos plenamente en nuestros estados, pero también resonamos unos con otros, no porque debamos hacerlo, sino porque juntos desbordamos posibilidades.
c.2025 The New York Times Company