Los siete samuráis: la obra maestra del cine, que casi deja a Akira Kurosawa afuera de la industria

Seven Samurai, de Akira Kurosawa, encabeza la lista de 100 títulos de todo el mundo (excepto Estados Unidos).
BBC Culture

Durante buena parte del siglo XX, pensar en cine japonés era invocar el nombre de Akira Kurosawa. De una extensa filmografía en la que se destacan piezas imprescindibles como Rashomon, El cielo y el infierno o Vivir, puede que Los siete samuráis sea una de las más emblemáticas. Pero esta colosal épica de más de tres horas, supuso un desafío no solo para el cineasta, sino también para la industria cinematográfica japonesa, que debió estar a la altura del visionario realizador.

Una historia sencilla

En una biografía ilustrada sobre Kurosawa, el autor Victor Santos destaca un momento especialmente crudo de su infancia. Cuando tenía trece años, su ciudad natal, Kanto, sufrió un terremoto y un posterior incendio en el que murieron centenares de personas. Los cadáveres calcinados inundaban las calles en una postal que parecía salida del infierno, y ante este truculento paisaje, el pequeño Akira cerraba los ojos. Pero su hermano mayor, le dijo que debía mirar el horror a la cara porque si se escondía nunca iba a dejar de sentir miedo. Esa idea de no bajar la mirada ante aquello que asusta o somete, dominó en gran parte la obra del futuro director. De este modo, sus personajes en buena medida tienen que ver con esta idea de no acobardarse y de luchar hasta morir si es necesario. Este espíritu es el que explora Los siete samuráis, una película a gran escala, que irónicamente partió del deseo por narrar algo pequeño.

Los fabulosos Baker Boys: un guionista testarudo, una estrella en ascenso y dos hermanos en pugna

Por parte de su familia paterna, Kurosawa era descendiente de samuráis. La figura de aquellos míticos guerreros, símbolos perfectos del honor, eran retratados en el cine de manera elegante y glamorosa. Prácticamente nunca un director se había animado a mostrar el lado más íntimo de esos nobles luchadores y por este motivo, Akira consideraba que había llegado el momento de humanizarlos, de contar cómo era su cotidianidad. Nada de combates con espadas, duelos a muerte o misiones imposibles, el objetivo era reflejar el día a día de un típico samurái. ¿Cómo se cortaba el pelo, qué solía comer, a qué hora se levantaba? El autor pretendía un film con esa premisa, cuya escena final mostraría al protagonista realizándose el harakiri. Sin embargo esta idea no prosperó, principalmente por la falta de documentos históricos que le permitieran saber realmente cuestiones tan sencillas como las que quería reflejar. Shinobu Hashimoto, guionista y uno de sus colaboradores habituales, le propuso escribir un film episódico centrándose en las batallas más importantes de cinco samuráis emblemáticos de la historia de Japón. A Kurosawa esa alternativa tampoco le pareció viable y cuando todo parecía perdido, el productor Sojiro Motoki llegó con una idea sencilla, pero de gran potencial.

El método Kurosawa

Motoki le contó a Kurosawa sobre varias investigaciones que daban cuenta sobre algunos samuráis que ejercían como protectores de algunos pueblos. Por lo general, no eran precisamente samuráis sino ronins, nombre con el que se conoce a esos guerreros cuando pierden a su amo. Sin honor ante los ojos de los nobles, muchos de esos ellos vagaban por pueblo rurales y en algunos casos se dedicaban a protegerlos a cambio de casa y comida. A partir de esa idea, el director pensó una trama centrada en 6 samuráis que eran contratados por humildes campesinos para que los defendieran del ataque de un grupo de ladrones y asesinos.

Kurosawa tenía un ritual habitual al momento de escribir sus películas, que consistía en instalarse en una cabaña junto a su coguionista para dedicarle algunas semanas a la escritura del libreto. Para este proyecto utilizó ese método. El realizador junto a los guionistas Hashimoto y Hideo Oguni se encerraron en ese ese lugar durante 45 días, en los que se entregaron a una escritura frenética. Poco a poco, el grupo le daba forma a esa historia cuyos protagonistas, en mayor o menor medida, se inspiraban en samuráis históricos. En este sentido, el más importante de ellos fue el personaje de Kuyzo (Seiji Miyaguchi), basado en Miyamoto Musashi, una figura de enorme relevancia y objeto de decenas de films, novelas y cómics. Pero en esta instancia, Kurosawa reparó en un detalle fundamental: sus 6 protagonistas eran guerreros muy serios y solemnes, necesitaba otra figura para descontracturar el tono del relato. Ahí entró en escena el actor Toshiro Mifune, quien era el único invitado con acceso a la cabaña en donde estaban aislados los tres guionistas. Con él en mente, surgió el séptimo samurái.

Toshiro y Akira

Puede que ninguna dupla cinematográfica sea tan prolífica como la de Kurosawa y Mifune. Ningún actor y director se mimetizaron de manera tan contundente como ellos, borrando los límites entre realidad y ficción, y convirtiéndose uno en el alter ego del otro. Y si bien Martin Scorsese/ Robert De Niro o François Truffaut/ Jean-Pierre Léaud tengan mucho de eso, ninguna de esas sociedades trabajó de forma tan intensa. Mifune y Kurosawa hicieron dieciséis películas a lo largo de diecisiete años. El realizador no era demasiado paciente con sus estrellas y solía perder el temperamento cuando no lograba que un actor encontrara el tipo de registro que él buscaba. Debido a eso, le gustaba trabajar con un elenco estable y en este sentido, Mifune era el número uno. Él comprendía rápidamente lo que buscaba Kurosawa y su versatilidad le permitía componer personajes muy distintos como se ve en El perro rabioso, Yojimbo, o Barbarroja. Mifune hacía todo y lo hacía bien. En una de sus ocasionales visitas a la cabaña, el realizador le dijo que no iba a personificar a uno de los 6 samuráis, sino que iba a interpretar a un séptimo guerrero, cuyo objetivo era darle un matiz de comedia a la historia. El director confiaba tanto en Mifune, que simplemente le dijo: “Kikuchiyo va a ser tu personaje, así que trabajalo como más te guste”.

Muy consciente de las habilidades interpretativas de Mifune, Kurosawa presenta a Kikuchiyo como un personaje de comedia para luego llevarlo hacia un lugar de tragedia. Se trata de un desclasado que se pretende samurái, cuyo desparpajo esconde un profundo drama que de manera muy sutil y conmovedora el actor expone. Pero la libertad que le dio el director a Mifune también implicó un gran esfuerzo: “Fue probablemente la película más dura que hice. ¿No es curioso cómo uno recuerda las experiencias difíciles, pero suele olvidarse de las más felices? Kurosawa era el tirano más duro del mundo y nunca estaba satisfecho hasta que todo estuviera perfecto. Pasamos casi dos mese filmando la batalla final, entre la lluvia y el barro. Pasaba frío todo el día, y prácticamente no tenía ropa de abrigo. Cuando terminé con eso, necesité pasar un par de semanas en el hospital hasta recuperarme”. Y tal como asegura el actor, el rodaje de Los siete samuráis fue una verdadera batalla.

El temor de una cancelación inminente

Kurosawa era un perfeccionista. A medida que su fama crecía, desde la productora Toho le permitían concretar producciones más ambiciosas. Y él se permitía caprichos que a fin de cuentas, terminaban por encarecer y demorar la finalización de sus piezas. Claro que nunca se arriesgó tanto a la posibilidad de ver un proyecto cancelado (o peor aún, en manos ajenas), como le sucedió con Los siete samuráis. Como la trama transcurre prácticamente en un pueblo rural, decidió no utilizar los decorados habituales sino mandar a construir una villa entera. Toho se opuso de forma tajante, pero el director los convenció argumentando, entre otras cosas, que “esa construcción iba a impactar en la autenticidad de las actuaciones”. En el libro El emperador y el lobo, de Stuart Galbraith IV, el biógrafo revela el obsesivo proceso creativo de Kurosawa al desarrollar no solo al septeto de protagonistas, sino también a cada uno de los aldeanos que formaron parte de esta aventura. El realizador elaboró un registro de 23 familias que componían la totalidad de quienes vivían en ese pueblo y les exigió que pasaran tiempo juntos con el fin de desarrollar un vínculo. Aunque quizás no tuvieran ningún parlamento en el transcurso de la película, el director quería que esos extras sintieran un sentimiento de comunidad. Por eso era importante que en las escenas de batalla, esos intérpretes anónimos se comportaran como miembros de una familia y no como individuos que corrían de fondo mientras todo se prendía fuego.

Kurosawa llevaba adelante el rodaje sin privarse de ninguna idea y pronto sucedió lo inevitable. El rodaje debía culminar el 18 de agosto, con el objetivo de estrenar en octubre de 1953. Pero a tres semanas de la fecha en la que debía terminar la filmación, el director solo tenía un tercio terminado y de un presupuesto de 150 mil dólares, ya había gastado 130 mil. Los ejecutivos de Toho sabían que la película se les había ido de las manos y que debían hacer algo con ese proyecto. Sin un horizonte claro, Los siete samuráis quedó en pausa.

Durante septiembre, Kurosawa no sabía dónde estaba parado y sentía que su lugar en la industria corría peligro. Para colmo, algunos rumores indicaban que el film iba a ser terminado por un director del montón, de esos que eran capaces de estrenar cuatro películas en un año. Luego de algunos días de angustia e incertidumbre, decidió que lo mejor era dejar de preocuparse y aprovechó el descanso obligatorio para dedicarse a la pesca. Mientras tanto, en las oficinas de Toho la situación era dramática. El desembolso de yenes que podía suponerles terminar Los siete samuráis, más otro costosísimo proyecto llamado Godzilla al que no le tenían demasiada fe, ponían en jaque los números del estudio.

Finalmente, en octubre Kurosawa recibió el llamado que tanto esperaba. Desde Toho, le confirmaron que podía seguir con la película y que iba a recibir una suma extra de dinero. Seis meses después, Los siete samuráis estaba lista. De la inversión inicial de 150 mil dólares, el presupuesto ascendió a 560 mil dólares, convirtiéndose en el film japonés más costoso hasta ese momento. Toho aún no lo sabía, pero ese título, junto a la mencionada Godzilla, la convertirían en la productora japonesa más rentable, y en la dueña de dos largometrajes que le darían millones y millones en términos de ganancias.

Un legado ineludible

Coppola, George Lucas y Akira Kurosawa en 1980, durante el rodaje de una de las producciones de American Zoetrope, Kagemusha.
Coppola, George Lucas y Akira Kurosawa en 1980, durante el rodaje de una de las producciones de American Zoetrope, Kagemusha.


Coppola y George Lucas eran grandes admiradores de Kurosawa, al punto que impulsaron la producción de uno de sus últimos films.

Kurosawa dirigió un título perfecto, que revolucionó el chambara (como se conoce a los films de samuráis) y estableció reglas fundacionales para el cine de acción moderno. El autor llevó adelante una épica que se alejó de las elegantes coreografías de batalla, para plasmar una guerra desprolija, sucia, en la que todos se sumergían en el barro dispuestos a matar o morir.

Los siete samuráis dejó a sus espaldas un legado que no deja de hacer eco. George Lucas, director que le debe a Kurosawa buena parte de las ideas que empleó para La guerra de las galaxias, la destacó como su película favorita. El film tuvo varias remakes oficiales y no oficiales, entre las que se destaca Los siete magníficos, de John Sturges, y más cerca en el tiempo, el cuarto episodio de la primera temporada de The Mandalorian. Las muchas relecturas que tuvo Los siete samuráis a lo largo de las décadas, habla de la universalidad de su historia y de un inoxidable esquema centrado en el bien contra el mal, y cómo los héroes se animan a ir contra una amenaza que los excede. A Kurosawa siempre le interesó explorar el significado de la humanidad aún en los contextos más desoladores, esos que lo marcaron tanto de niño, cuando aprendió a mirar a la muerte a los ojos para dejar de tenerle miedo.