Cómo ser millonario antes de que muera la abuela retrata una brecha generacional que puede cerrarse con un gesto
Cómo ser millonario antes de que muera la abuela (Lahn Mah, Tailandia/2024). Dirección: Pat Boonnitipat. Guion: Pat Boonnitipat, Thodsapon Thiptinnakorn. Fotografía: Boonyanuch Kraithong. Edición: Thammarat Sumethsupachok. Elenco: Putthipong Assaratanakul, Usah Seamkhum, Sarinrat Thomas, Sanya Kunakorn, Pongsatorn Jongwilas, Tontawan Tantivejakul. Calificación: apta para mayores de 13 años. Distribuidora: BF Paris. Duración: 125 minutos. Nuestra opinión: buena.
En el día de los muertos, Amah (Usha Seamkhum) espera la comprometida asistencia de su familia para homenajear a los que ya no están. La ceremonia no es muy exigente: apenas requiere respeto y atención, una comida frugal en el paseo frente a las tumbas, las flores dispersas en el césped, una oración íntima y cierta constricción en lo espiritual. Sin embargo, sus tres hijos parecen ocupados en mirar sus celulares, acordar reuniones postergadas, un ensimismamiento egoísta que dibuja el presente de estos tiempos. Amah rezonga, sobre todo con su nieto M (Putthipong Assaratanakul), quien cumple con los rituales a desgano, esperando la hora del regreso para seguir jugando a los videojuegos.
Ese primer disparador asienta el eje de esta comedia agridulce, éxito inesperado en Tailandia y otros mercados asiáticos, como un retrato algo sentimental del estado de las familias y las diferencias generacionales que las atraviesan. Después de ese día de luto y la irrupción de un accidente absurdo que precipita a Amah a la guardia del hospital, unos estudios médicos revelan una enfermedad terminal. Para M, lo que podría ser el germen de una reflexión sobre la relación con su abuela, inicialmente se convierte en un oscuro oportunismo: cuidar a la anciana a la espera de ser el único heredero de una casita modesta en el barrio chino de Bangkok. Lo que a primera vista parece ser mera codicia se revela como una punzante incertidumbre sobre el futuro y un utópico anhelo de independencia que encuentra en el cuidado de Amah el medio para conseguirlo.
El director Pat Boonnitipat no se esfuerza demasiado en disimular el sustrato sentimental de su historia de reencuentro y reconciliación, y sigue a sus personajes con interés y honestidad. La dinámica entre nieto y abuela, definida por ciertos roces iniciales, la sospecha de Amah sobre el interés repentino de su familia, y los rencores guardados en el pasado que afloran a partir de la conciencia de un final cercano, son los verdaderos méritos de esta ópera prima. Esa claridad en las intenciones, la transparencia de sus personajes y la ágil concepción de su puesta en escena refuerzan el tono amable y conciliador de la película, que mantiene a raya los pasajes más lacrimógenos con una ternura bienvenida ante un panorama creativo tan cínico y descreído.
Pero, además, la película hace algo fundamental: representa un mundo concreto a partir de rituales y acciones, de una forma de vida como la de Amah que parece extinguirse con su despedida. Descubrimos que en su pasado debió afrontar sola la crianza de sus hijos vendiendo sopa de arroz, tarea que todavía realiza en horas del alba, que tiene amigas queridas, un vecindario del que se siente parte, y un mundo que sus propios hijos desconocían. Y esa materialidad que asoma en el horizonte de M es la que le permite resignificar la relación con su propia madre, la implicancia de sus decisiones, la verdadera herida del crecimiento.
La distancia que separa la virtualidad de los vínculos de M, concentrados en la pantalla, en sus aspiraciones como gamer, y en sus ambiciones económicas, de lo corporal del mundo de la vejez, el deterioro y el desgaste que paradójicamente lo hacen vivo –como le demuestra su prima al revelar los entresijos del cuidado de su abuelo-, es la que aborda con autenticidad Boonnitipat, y lo hace explorando la esencia comunitaria de ese pasado que parece haberse extraviado en la soledad del hoy.