Cuando el sonido de un timbre significa esperanza

ERA COMO SI ALGUIEN NOS DIJERA: “NO SON INVISIBLES. HAY ALGUIEN QUE LOS AMA”.

El timbre sonó una tarde de mediados de diciembre. En aquellos primeros días tras la muerte de mi marido recibía visitas inesperadas, a veces traían la cena, a menudo con lágrimas. Pero cuando mi hijo de 6 años abrió la puerta, no había nadie.

En su lugar, en el tapete de la entrada, había una caja triangular, un kit para hacer una casa de pan de jengibre, adornada con una cinta plateada y gruesa, y una nota que decía: “En el primer día de Navidad...”.

Un misterio.

Sam había muerto de manera repentina en otoño. Suicidio. Había tenido estrés laboral, como la mayoría de la gente; dolor de espalda crónico, que llevaba controlando desde la adolescencia; preocupaciones económicas, como muchos padres que tienen hijos pequeños, una hipoteca y un perro. Cuando se quitó la vida aquella tarde azul y despejada de octubre en Los Ángeles, y me dejó viuda y madre soltera de nuestros dos hijos, de 6 y 8 años, no pude preverlo.

Mis hijos y yo ya habíamos superado la Noche de Brujas, que adquirió un carácter espeluznante, la celebración del bar mitzvah de un sobrino y nuestro primer Día de Acción de Gracias sin papá, cuyos detalles se me escapan ahora, pero que sin duda incluía una mezcla de cocina tradicional estadounidense con platos navideños cubanos y judíos, una fiesta unificadora para la familia judía de mi marido y la mía que es cristiana.

Aun así, temía la Navidad. ¿Cómo pudo haber llegado diciembre sin mi marido? No ponía música festiva ni saqué los adornos navideños. Había mañanas en las que, después de acompañar a Danny y Jason a la escuela primaria, quería volver a meterme en la cama y no salir hasta que llegaran del colegio. Si hacía algo de los deberes o me acordaba de dar de comer al perro, daba el día por ganado.

La noche siguiente, el timbre volvió a sonar. Otro paquete. Dos tazas de muñeco de nieve, un paquete de chocolate caliente dentro de cada una, atado con la misma cinta plateada y con la misma tarjeta blanca que decía: “En el segundo día de Navidad...”.

No oímos el motor de un auto, ni pasos que se alejaban, ni una risita ahogada. No vimos a nadie alejarse a toda prisa. Ni una figura, ni una sombra.

Estaba desesperada por hacer realidad la Navidad para mis hijos, pero no podía darles lo único que querían, así que me concentré en los juguetes. Si rezaba por tener algo aquellos días, era un Wii, el limitado y codiciado videojuego de 2007. A base de tenacidad y suerte, mi madre encontró uno.

Mi madre también había colgado nuestros calcetines en la repisa de la chimenea. Como no sabía qué hacer con el de Sam, lo volvió a meter en la caja, como si pudiéramos olvidar que estaba muerto si su calcetín no estaba.

Lo saqué y lo colgué en la repisa con los nuestros.

La tercera noche, encendí la luz de la entrada de la casa y apagué las luces de la sala para que pudiéramos ver quién dejaba los regalos, luego los chicos y yo nos sentamos en el sofá y esperamos. Pero a medida que oscurecía, se aburrían y luego tenían hambre.

Fui a la cocina a preparar la cena. Cuando sonó el timbre, Danny y Jason corrieron a la parte delantera de la casa, pero lo único que encontraron al abrir la puerta de golpe fueron tres grandes bastones de caramelo. La misma cinta plateada. El mismo papel de notas. El mismo mensaje con el mismo rotulador negro: “En el tercer día de Navidad...”.

El laborioso duende entregó la ofrenda del cuarto día mientras estábamos fuera de la casa, quizá en terapia, donde íbamos a menudo aquellos días, individualmente y en familia. Llegamos a casa y encontramos cuatro pequeños adornos para el árbol, envueltos en la cinta plateada. El mismo pedazo cuadrado de papel de notas. Esta vez la tinta era de otro color y la letra, más infantil.

De repente, esto me pareció el tipo de cosas que coordinaría mi amiga Caren, así que le mencioné lo del amigo invisible, pero ella insistió en que no lo había orquestado.

“En serio”, me dijo. “Ojalá hubiera sido yo”.

No solo eso, sino que sus hijos tenían edades similares a las de mis hijos, y dudaba que pudieran guardar un secreto así. ¿Quién, entonces?

Durante las dos noches siguientes, mis hijos merodearon cerca de la puerta principal todo lo que podían, pero invariablemente el portador de los regalos elegía el momento en que se marchaban para acercarse sigilosamente.

Cuando estaba embarazada de nuestro primer hijo, Sam quería saber si sería niño o niña. Iba a ser feliz de cualquier manera; solo quería estar preparado. Como padres primerizos, albergábamos la fantasía de que podíamos estar preparados para cosas como los bebés y la paternidad.

Dos años más tarde, cuando esperaba a nuestro segundo hijo, Sam quiso saber el sexo del niño otra vez, pero para entonces yo ya me había acostumbrado a la idea de no saberlo. El día de la ecografía, el bebé tenía las piernas cruzadas para que el médico no pudiera determinar el sexo y me fui con mi hijo escondido en el útero. No programé ninguna ecografía de seguimiento. El bebé nos lo haría saber a su debido tiempo.

El duelo también exige su propio desconocimiento, sin la ventaja de una fecha en la que todo será revelado. No sabía por qué Sam había puesto fin a su vida, qué le había parecido imposible, cómo había caído de manera tan profunda en la desesperación. No sabía que era eso que no vi, en qué fallé, si podría haberlo detenido, cómo seríamos nuestros hijos y yo sin él. En algún momento, tendría que aprender a vivir con tantas incógnitas. Y lo hice.

Había una cosa que sí sabía. En aquellos oscuros días de intenso dolor, alguien nos iluminaba con un mensaje sencillo pero poderoso: “No son invisibles. Hay alguien que los ama”.

Durante la semana siguiente, recibimos ofrendas cada noche. Siempre sencillas —seis manzanas, siete naranjas, ocho paquetes de chicles—, cada una adornada con el característico lazo plateado, la nota escrita en el pedazo cuadrado de papel blanco y la letra infantil.

Podría haber sido un esfuerzo coordinado, un proyecto familiar o un amigo muy inteligente. No lo sabía y ya no quería saberlo. Había algo en el desconocimiento que me atraía. Empecé a acorralar a los chicos en la cocina del fondo de la casa por las tardes, sobornándolos con postre o un capítulo extra de “El milagroso viaje de Edward Tulane”, para que el donante anónimo pudiera seguir siéndolo. Mi misión era proteger su acto sagrado y generoso.

Era una sensación extraña, sentirse tan desgarrada por el dolor y la oscuridad, por un lado, y tan atraída hacia la luz y la esperanza, por el otro. Sentirse despojada y abandonada, pero también sostenida, arraigada y apoyada.

Así era esta época, como suele decirse. La oscuridad era abrumadora, aterradora y completamente injusta cuando el tierno recién nacido entró en escena. Es difícil imaginar que la esperanza de un bebé pueda cambiar las cosas. Pero ahí está.

Después de 11 días de ofrendas, no estábamos seguros de qué esperar cuando nos acercamos a casa esa duodécima noche. Confiaba en que habría algo, pero después de todas las noches previas a ese momento, ¿se decepcionarían mis hijos? ¿Me decepcionaría yo? Se preguntaban en voz alta qué nos esperaría en casa. ¿Chocolates? ¿Una docena de galletas?

Dos meses antes, dos policías y un sacerdote me habían recibido en la entrada de mi casa para darme la noticia de la muerte de mi marido. Era difícil no revivir aquella explosión de pánico al girar desde la calle y subir la ligera pendiente de mi entrada, sin saber lo que podría encontrarnos al llegar.

A menudo contenía la respiración cuando llegaba a la casa. Aquella noche, me oí exhalar y sentí la familiar opresión en las mejillas mientras se me llenaban los ojos de lágrimas.

Parecía como si alguien nos hubiera entregado el contenido de un trineo entero.

Los chicos abrieron las puertas del auto y corrieron a la entrada de la casa, donde encontraron doce paquetes exquisitamente envueltos: cuatro para Danny, cuatro para Jason y cuatro para mí. Todos los tipos de papel, todos los colores posibles de cinta, varios estilos de letra. Juguetes, juegos, golosinas y una gorra de béisbol de los Bruin en mi tono favorito de azul claro.

La tarjeta blanca decía: “¡Feliz Navidad!”.

Quince años después, esos dos niños tienen 21 y 23 años y están en casa para celebrar Navidad. En cuanto a mí, que llevo mucho tiempo de haberme casado de nuevo y he sido madre de una familia mixta de cuatro hijos que han llegado a la edad adulta, he llegado a saber algunas cosas. Pero sigo sin saber quién nos dio esos doce días de esperanza en medio de nuestro dolor.

Y me alegro de no saberlo. Incluso mientras sucedía, no saber se convirtió rápidamente en mi parte favorita. Era una luz misteriosa que se abría paso en nuestra oscuridad inefable. No es un milagro. No es magia. Solo amor humano, generoso y desinteresado.

Si tienes pensamientos suicidas, llama o envía un mensaje de texto al número 988 para comunicarte con la Línea Nacional de Prevención del Suicidio o visita SpeakingOfSuicide.com/resources para obtener una lista adicional de recursos.

c.2022 The New York Times Company