Te amo, así que, por favor, encuentra a alguien más
“EN LA SALUD Y EN LA ENFERMEDAD” PUEDE SONAR ROMÁNTICO... HASTA QUE QUEDAS RELEGADO POR UNA ENFERMEDAD CRÓNICA.
Estaba de pie junto a la ventana buscando el camión de los helados, lo cual no sería tan extraño, pero estaba desnudo y eran las 4 de la mañana.
“¿Qué haces, amor?”, preguntó mi mujer, Lauren, en la bruma previa al amanecer.
“Me pareció oír algo”, dije mientras volvía a la cama tras decidir que quizá no era el mejor momento para admitir que había estado alucinando.
Cuando entró en vigor la orden de quedarse en casa durante la pandemia de COVID, Lauren y yo bromeamos diciendo que nada cambiaría para nosotros. Como personas hogareñas de East Hollywood que pasaban cantidades absurdas de tiempo juntas, parecía como si hubiéramos estado esperando este momento toda la vida.
Afrontamos la situación cocinando elaboradas comidas reconfortantes y adoptando un chihuahua rescatado. Todas las personas que conocíamos habían sobrevivido a la pandemia de COVID sin problemas, así que, cuando dimos positivo dos años después del inicio de la pandemia, cerramos nuestras laptops y nos acurrucamos en el sofá, preguntándonos cuántas películas de “Misión imposible” podríamos ver antes de recuperarnos.
Pero después de 435 días de enfermedad, le dije al amor de mi vida que buscara otra pareja.
Semanas después de que superamos la infección aguda, me di cuenta de que mi cerebro no podía procesar las tramas más básicas de las películas, lo cual suponía un pequeño problema para mi carrera de guionista. Lauren sugirió que viéramos programas de naturaleza, pero mi sistema nervioso estaba tan afectado que ver a una orca cazar una foca me hacía estallar en llanto.
Supuse que algo de ejercicio me haría sentirme más como mi yo anterior, pero no sabía que el virus me había ocasionado malestar posesfuerzo, algo típico del COVID prolongado, lo cual consiste en que incluso un esfuerzo leve puede incapacitarte durante días… o semanas… o reducir permanentemente tu capacidad de funcionamiento.
Mi sesión en una bicicleta fija había detonado algo. Al día siguiente, como en una versión de terror de “Un viernes de locos”, me desperté con un cuerpo que no reconocía.
Había oído hablar de la fatiga debilitante del COVID prolongado, que hace que lavar los platos se convierta en un maratón que requiere varios descansos y una siesta. Sin embargo, no sabía que la enfermedad desencadenaría en mí una dolorosa reacción alérgica a la luz solar, o una neuralgia del trigémino (se siente como usar una malla eléctrica en la cara), o la decena de otros síntomas extraños que me hacían sentir como si se me hubiera soltado un tornillo esencial para mantener unido todo mi cuerpo.
Me quedé confinado en casa de la noche a la mañana. Tenía 37 años.
Amar a tu pareja “en la enfermedad” suena muy noble, incluso romántico. En realidad, es desgarrador. Para Lauren, significaba tener que sonreír durante una reunión por Zoom y al minuto siguiente tener que hablar conmigo para calmarme y hacerme salir de una espiral de ansiedad épica. Significaba convertirse en el único sostén económico de la familia y, al mismo tiempo, encargarse de cocinar (algo que yo hacía antes), limpiar y todo lo demás. A veces la oía en el baño, con la puerta cerrada y el grifo abierto para ahogar el sonido de su llanto. Eso es lo que también significaba amarme en la enfermedad.
Confinados entre las paredes de estuco de nuestro pequeño búngalo, añorábamos nuestra vida sin enfermedades. Desesperados por volver a ella, pusimos mi cuerpo y la mayor parte de nuestros ahorros en manos de especialistas médicos.
Los médicos me soltaron varios acrónimos de los que nunca había oído hablar mientras me aseguraban que mi salud era buena en teoría. Fue como si chocaran las manos conmigo mientras yo me ahogaba.
Lo que querían decir era que tenía una enfermedad crónica que no aparecía en los análisis, que nadie comprendía realmente y para la que no existía cura conocida.
Adaptarse a una enfermedad crónica es muy pesado. La luz y el sonido me provocaban migrañas, así que se acabaron las idas al parque para perros de Silver Lake. Se acabaron las aventuras culinarias por Los Ángeles, ya que la mayoría de los alimentos me destrozaban el intestino. El sexo se volvió doloroso, así que dejamos de tenerlo.
Pero lo peor de todo es que dejamos de hablar de ser padres o de viajar o de planear algo más allá de la cena, ya que era difícil creer en un futuro en el que algo de eso fuera posible.
Por la noche nos tomábamos de la mano, un consuelo que nos resultaba familiar en una vida que se había vuelto extraña para nosotros. Los dedos de Lauren, entrelazados con los míos, eran un ancla que me impedía perderme en el mundo de mi enfermedad. En esos momentos me olvidaba del dolor y las limitaciones, y me sorprendía a mí mismo sonriendo, perdido en los días felices antes de que todo cambiara.
Pero el COVID prolongado es, valga la redundancia, largo. Dura meses, quizás años, o posiblemente es para siempre (repito, nadie lo sabe a ciencia cierta). Tener que lidiar con los mismos síntomas un tedioso día tras otro te quiebra mentalmente, y luego te rompe el corazón.
Con el tiempo, mis pensamientos empezaron a oscurecerse. Cuando Lauren sintió que no era seguro dejarme en casa mientras se iba de viaje de trabajo, supimos que teníamos que mudarnos con mi familia en el norte de California. Los padres de Lauren volaron desde Colorado Springs hasta Los Ángeles la semana siguiente para ayudarnos a empacar nuestra vida en cajas y llevarlas al norte.
Y así, justo después de cumplir 38, me encontré sollozando en el sofá de mis padres en Marin County.
Lo primero que ves al entrar en casa es nuestra foto de boda. Los brazos de Lauren me rodean por los hombros. Me mira con lágrimas de alegría, diciéndome que es el mejor día de su vida. Yo le sonrío, a punto de decirle lo mismo.
Allí estaba yo: el hombre sano y prometedor con el que se había casado. El tipo que, durante una de nuestras primeras citas en un piano bar, la vio cantar “La vie en rose” en francés perfecto y se enamoró perdidamente.
A los 20 años, Lauren era para mí como una mística. Era muy segura de sí misma, prefería leer un libro a salir y se dormía en cuanto sus rizos apretados y brillantes tocaban la almohada. Yo era neurótico, propenso al insomnio y me gustaba salir de fiesta. Éramos la pareja dispareja perfecta.
Durante los 12 años siguientes, nuestro vínculo nos hizo enfrentar juntos altibajos de la universidad, mudanzas, la muerte de amigos y familiares y, finalmente, nos llevó al altar.
Fue un gran golpe ver cómo el día de nuestra boda entraba en colisión con ese momento, el día en que admití mi derrota ante la enfermedad crónica. Ya no me veía en aquella foto y traté de apartarme de ella mirando hacia otro lado cada vez que pasaba por donde estaba colocada en el pasillo.
Luego me aparté de Lauren. Había perdido tantas partes de mi vida que creía seguras que me había convencido de que la siguiente sería ella. Me había convertido más en una carga que en un compañero. ¿Cómo podía esperar que soportara mi salud frágil toda la vida con la conciencia tranquila?
Así que una noche le dije a la persona que significa más para mí que nada en el mundo que debía seguir adelante con su vida. No era la primera vez que lo decía, pero era la primera vez que lo decía en serio.
Lauren dejó el libro que leía y se volvió hacia mí en la cama. “No te corresponde a ti decidir cuánto puedo aguantar. Es mi decisión”.
“No sé a dónde me llevará esto”.
“Lo sé”.
“Si encontraras a otra persona, te perdonaría”.
“Pero esa persona no serías tú”.
Tú. Sus palabras me hicieron ver algo por primera vez. Donde yo veía a una persona que ya no reconocía, Lauren veía al mismo hombre al que amaba, quien resultaba estar sufriendo una enfermedad. Me recordó que, pese a mis síntomas, seguía siendo yo.
Había proyectado en ella mi peor temor. Sí, mi salud la había arrastrado al infierno, pero ella se mantuvo firme. Estuvo a mi lado durante los múltiples viajes a urgencias. Estuvo allí para frotarme la espalda cuando se me agudizaba el dolor, para cubrirme con una manta cuando el cansancio no me dejaba levantarme del sofá.
Lauren ya había superado el duelo por nuestra antigua vida y se había abierto a las posibilidades de la nueva. Solo estaba esperando a que yo hiciera lo mismo.
Me aterrorizaba tanto perder más partes de mi vida, que me había disociado de ella por completo. Y, en el proceso, me había insensibilizado a la alegría, a la pena, a cualquier sentimiento. Por fin comprendí que mi enfermedad no era la amenaza para nuestro matrimonio: era yo, que me alejaba del amor de Lauren.
Con el tiempo, dejé de aferrarme a mi antiguo yo. En el momento en que más odiaba mi cuerpo, empecé a practicar la bondad hacia mí mismo, y el trabajo arduo y constante de intentar amar mi cuerpo tal como es me ha llevado gradualmente a aceptar mi estado. Hemos abandonado nuestro antiguo mantra —“Recuperaremos nuestras vidas”— y lo hemos sustituido por “Nos las arreglamos”.
Al final, mi enfermedad nos ha acercado más a nuestra humanidad y, a su vez, el uno al otro. En lugar de esperar mis días buenos, intentamos saborearlos todos, incluso aquellos en los que estoy en posición horizontal y lo único que podemos hacer es ver una película en la cama.
Por si te lo preguntas, hemos visto todas las películas de “Misión imposible” varias veces. Ahora incluso puedo seguir la trama.
c.2025 The New York Times Company