Teatro Colón: András Schiff y un acontecimiento único e irrepetible que ya se postula para ser uno de los conciertos del año

András Schiff en el Teatro Colón
András Schiff en el Teatro Colón

Recital de András Schiff, piano. Programa: obras de Bach, Haydn, Mozart y Beethoven. Ciclo Grandes Intérpretes. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente

Más allá de que la afirmación podría aplicarse para cualquier concierto de música de cualquier género y en cualquier geografía, no es erróneo sino estrictamente veraz y fundado afirmar que András Schiff no ofrece recitales sino que genera eventos únicos e irrepetibles. Esta unicidad irrefutable proviene del hecho de que, desde hace ya un tiempo, cada concierto que presenta está generado especialmente para esa ocasión. Los contenidos devienen de su propia necesidad, de sus vivencias y de sus convicciones interiores y también en concordancia al contexto general y artístico que lo rodea. Esa sumatoria es la que lo hace determinar la elección de las obras que ha de interpretar.

En el programa de mano del Colón de su concierto de este lunes, en ese sitio donde se consignan los compositores, los títulos de las obras y sus movimientos, si los hubiere, sencillamente aparecía el texto “Obras de Johann Sebastian Bach, Franz Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven. Las obras serán anunciadas y comentadas por el intérprete”. No es ocioso decir, además, que Schiff no es sólo un pianista excepcional, sino un estudioso metódico, riguroso y profundo de la historia de la música en su sentido más amplio y que posee las herramientas técnicas para llevar delante de manera impecable y coherente cada obra según las conclusiones interpretativas a las que ha arribado En este sentido, parece perentorio comentar, ordenadamente, qué obras fueron escogidas para armar este recital y qué lectura aplicó a cada una de ellas. Pero además, para resaltar la singularidad absoluta de este acontecimiento musical, es menester decir que para darle organicidad y sentido a su recital, consideró pertinente dejar de lado cualquier “pequeñez” y no escatimó esfuerzos ni se atuvo a tiempos normales. La primera parte del concierto se extendió por ochenta minutos (habitualmente, el tiempo de un recital completo) y la segunda, por una hora. Como respuesta a esa generosidad y a esa noble munificencia, esta crítica será, consecuentemente, una extensa crónica de los avatares de una noche que, se insiste, nunca se repetirá.

Schiff, con ese andar parsimonioso y esa mínima sonrisa indeleble que nunca lo abandona, ingresó lentamente al escenario y, sin mediar palabras, se sentó frente al teclado y tocó el “Aria” (el tema) de las Variaciones Goldberg, de Bach. Con un toque absolutamente claro, al que le agregó mínimos golpecitos expresivos del pedal sobre algunas notas, expuso y cantó cada una de las melodías de esa textura milagrosa de Bach con un fraseo de inflexiones casi imperceptibles y con un refinamiento excelso. La noche mágica había comenzado.

Micrófono en mano y en italiano, tras excusarse de que no hablaba español, explicó que iba a interpretar una obra juvenil de Bach, el Capricho por la partida de un hermano amado, la única obra programática de toda su creación en la que, en cada movimiento, se describe alguna situación, algún recuerdo vinculado a uno de sus hermanos mayores, músico también, que partía para trabajar en Suecia. Obviamente su ejecución fue impecable, destacando pulcra y conscientemente cada una de las líneas del entramado polifónico. La fuga final, el sexto movimiento, enérgica y majestuosa, tuvo una interpretación definitivamente asombrosa y conmovedora.

El camino de Schiff continuó con la suma continuada del “Ricercar a 3″ de la Ofrenda musical, de Bach, ahora, una obra de madurez, y la Fantasía en do menor, K.475, de Mozart. Docente práctico y sencillo, Schiff mostró la similitud del tema de la Ofrenda musical con el de la Fantasía. La interpretación del “Ricercar”, en realidad, una complejísima fuga a tres voces, no fue sólo un despliegue admirable de Schiff sino también, es de suponer, la oportunidad de mostrar el extraordinario arte de Bach. Sin aplausos en el final de esta obra y con sus manos suspendidas en el aire, Schiff cambió el chip y, sin pausa, comenzó con la Fantasía en do menor atendiendo a cada una de las situaciones teatrales y operísticas con las que Mozart construyó esta extensa obra tan sorprendente como poco interpretada. Su toque dejó de ser bachiano y el dramatismo clásico de Mozart tuvo una interpretación cabal, sin aplicar exageraciones inapropiadas o románticas de ningún tipo.

Para finalizar la primera parte, Schiff consideró que si a Mozart se lo tiene como un gran poeta, a Haydn habría que definirlo como un filósofo que se explayaba en prosa. Para demostrar las bellezas y la profundidad de la elocuencia haydniana decidió exponer la Sonata para piano Nº20 en do menor, la primera de Haydn escrita concretamente para el piano, y no, como las anteriores, para clave o piano. Obra temprana de 1771, Schiff, como se indica en la partitura, en los movimientos rápidos, repitió la segunda sección, la del desarrollo y la reexposición, incluyendo, sabio y creativo, ornamentaciones no indicadas según la práctica de la época. Y seguidamente, trajo Andante con variaciones en fa menor, una obra fantástica en la cual Haydn se aparta del modelo estándar de las variaciones de ocho compases para navegar libremente (o filosofar, según Schiff) alternando tonalidades, modalidades compositivas y expresiones de una manera prodigiosa. A lo largo de los quince minutos que dura la obra, Schiff, según los momentos, lució señorial, elegante, trágico, cantable y, anticipadamente, beethoveniano. Hablar de las perfecciones técnicas y de la capacidad para concretar cada una de sus ideas es innecesario. La primera parte del concierto, sobresaliente, había concluido.

La segunda parte estuvo dedicada a Beethoven. En primer término, para continuar con un concierto que estuvo en las antípodas de cualquier idea de complacencia para ofrecer obras taquilleras o de recepción asegurada, ofreció la última obra de Beethoven para piano, las Bagatelas, op.126, una colección de seis piezas de caracteres disímiles y construcciones cambiantes. Schiff, concentrado en las peculiaridades de cada una de ellas, presentó al maravilloso Beethoven del último período en todas sus variantes: el dramático, el expresivo, el heroico y el misterioso inmerso en modulaciones y giros inesperados. Pero, atento al nombre de la colección, también descontracturado y con exactos toques humorísticos.

Y el final fue extraordinario. Schiff interpretó como sólo el lo puede hacer, la monumental y célebre Sonata Waldstein, la vigésima de las treinta y dos que compuso. A lo largo de casi media hora, Schiff trajo al Beethoven heroico, fogoso, volcánico del período medio, ese compositor que también era poético e íntimo como nadie. De principio a fin, con todos los recursos y con un conocimiento cabal y completo de la obra, se mostró potente (y sin ninguna aglomeración), etéreo, sólido, feroz y lírico cada vez que fue necesario. Con todo, si hubo un momento sublime, ése fue el del segundo movimiento. Ese “Adagio molto” fue creado mágicamente por Schiff, nota a nota, con infinitas variantes dinámicas y con silencios plenos de tensiones y vida. Sin que éste haya sido su objetivo, podría convenirse que con su versión de la Waldstein, Schiff desbarató ampliamente a quienes le observan que su atención al detalle va en desmedro de una expresividad más intensa o de una mayor opulencia sonora. Esta interpretación fue gloriosa.

A las ovaciones que estallaron en el final, Schiff respondió con una gestualidad casi zen, con sus manos frente al pecho e inclinando el torso mínima y respetuosamente hacia los distintos sectores de la platea y de los palcos. Fuera de programa, trajo a su adorado Schubert, con la Melodía húngara en si menor, y el primer movimiento de la “inocente” Sonata para piano en Do mayor, K.545 de Mozart. Cerca de las 23, concluyó un concierto para piano que no sólo apunta para estar entre lo mejor del año sino que es digno de ser incorporado, también, a lo mejor de la larga historia del Teatro Colón.