Teatro Colón: Fausto consigue multiplicar la fuerza de las dimensiones irreconciliables en pugna
Fausto, ópera de Charles Gounod. Dirección musical: Jan Latham-Koenig. Dirección de escena: Stefano Poda. Director del Coro Estable del Teatro Colón: Miguel Martínez. Elenco: Liparit Avetisyan (Fausto), Aleksei Tikhomirov (Mefistófeles), Anita Hartig (Margarita), Vinicius Atique (Valentín), Juan Font (Wagner), Florencia Machado (Siebel), Adriana Mastrángelo (Marta). Producción del Teatro Regio di Torino, la Ópera de Israel y la Ópera de Lausanne, con la colaboración de la Embajada de Italia en el ciclo Divina Italia. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: muy bueno.
Si fuera cierta esa presunción de que las piezas de Shakespeare son tan poéticamente poderosas que logran abrirse paso aun en la traducción más infiel, frente al Fausto de Charles Gounod habría que preguntarse si triunfa Goethe o si triunfa en cambio la infidelidad del compositor. Para responder no hace falta llegar tan lejos como ese crítico alemán de entreguerras que, según cuentan, obligado por su oficio a ir al teatro, pero ofendido por la afrenta francesa, leía como antídoto el original goetheano en los entreactos. No hace falta, diría el régisseur Stefano Poda, y agregaría tal vez que esa protesta del crítico revela además incomprensión. Para él, para Poda, toda esta cuestión de la traducción operística del Fausto (d’après Goethe) estuvo siempre mal encarada. En sus propias palabras: “En el Fausto de Gounod, no se puede elegir entre Goethe y la grand opéra. Hay dos dimensiones irreconciliables que a veces incluso trabajan juntas cuando la ironía surge del desapego. No es fácil devolverle su fuerza a esta contaminación…” Es irrelevante discutir en qué medida puede defenderse esa presunción; lo que importa es qué hizo con ella. La puesta de Poda para el primer título de la temporada lírica de este año del Teatro Colón consigue admirablemente, a fuerza de una estricta unificación, multiplicar la fuerza de esas dimensiones irreconciliadas.
Esta unificación empieza en el anillo que rige la puesta; empieza y termina en él. Ese objeto orbicular (del estilo de la cinta de Moebius que Poda usó la temporada pasada en Nabucco), duplicado por la rotación en el escenario, tiene una función dramática literal y otra alegórica; de ahí precisamente procede la multiplicación de lo unificado. El anillo es muchas cosas: es el estudio de Fausto en el primer acto y es la montaña del Harz y la prisión de Margarita en el quinto; con la misma licitud, puede ser emblema de lo inescapable, y también, hacia el final, vía de glorificación cuando se admite ser visto, en su más pura blancura, como una custodia del Santísimo.
El acierto de Poda es implicarnos en la tragedia, llevarnos de la literalidad a la alegoría y en devolvernos, cambiados, de la alegoría a la literalidad; el cambio consiste en que ya sabemos entonces qué hay detrás -o debajo, o arriba- de la literalidad. Hay numerosas inscripciones en la escenografía; una de ellas, al pie de la plataforma giratoria, está tomada del Prólogo en el Teatro, del Fausto de Goethe: “…Allein sie haben schrecklich viel gelesen” (“leyeron mucha basura”). El “Director”, quien habla ahí, podría ser Poda, que no recurre a argucias literarias. Fausto no es aquí ni un alquimista medieval ni un científico a cuya ambición se le impute la bomba atómica. Poda no lo trae de otro tiempo ni lo lleva a otro. La acción no es algo que haya ocurrido una vez; pasó una vez que es todas las veces. El ocasional estatismo de la puesta es la propia del mito. La fricción escénica entre la eternidad iterativa del anillo y los relojes de arena que vemos al principio y al final es la fricción del mito: lo que pasó sigue pasando y el mal de la escena sigue después de la función. Por otra parte, Poda se sirve con la habilidad de la segunda parte del Fausto goetheano, y extrae de ahí la famosa frase que lleva Mefistófeles como divisa, como blasón, en su capa: “Man hat Gewalt, so hat man Recht” (“Si se tiene el poder, se tiene el derecho”).
Claro que esta invención de Poda pide un alineamiento musical. El Mefistófeles de Aleksei Tikhomirov tuvo rotunda solidez vocal y mantuvo bien a raya la tentación bufa, que lo habría convertido en un personaje meramente inofensivo. Esto es evidente en el rondó del becerro de oro, y más todavía en la escena con Marta (excepcionalmente compuesta por Adriana Mastrángelo) en la que la obscenidad de la farsa es siempre un poco ominosa. Anita Hartig, a veces turbia en los graves, brilló en su aria de las joyas O Dieu! que de bijoux! El Fausto de Liparit Avetisyan fue creciendo, incluso después de la cavatina. Notablemente, los momentos mejores de Hartig y Avetisyan sucedieron en los dúos o en los números de conjunto. Impecables estuvieron también Vinicius Atique (Valentín), Florencia Machado (Siebel) y, un escalón debajo de ellos, Juan Font como Wagner.
Una mención aparte merece el coro magníficamente preparado por Miguel Martínez. El nivel de la Orquesta Estable, salvo una desafinación en la cuerda hacia el final, fue altísimo, con un rendimiento sobresaliente de la sección de maderas. Pero los méritos de Jan Latham-Koenig fueron más allá: un nítido perfilamiento de los motivos, el punto exacto de expresión y, por eso mismo, el melodismo más auténtico, aquel que no necesita ningún subrayado sensiblero. Es, como el de Poda, un paisaje acerbo, austero, que saca su fuerza de una riqueza que se resiste a ser mostrada.