Una telaraña entre su cuerpo y el mío

Una telaraña entre su cuerpo y el mío. (Brian Rea/The New York Times)
Una telaraña entre su cuerpo y el mío. (Brian Rea/The New York Times)

DURANTE DÉCADAS, NOS CONECTAMOS CASI TODOS LOS DÍAS. UN MOMENTO TERRIBLE LO CAMBIÓ TODO.

La enfermera tuvo que quitar las vendas que sujetaban los injertos de piel para que Miriam pudiera ir al baño. Yo acababa de llegar al hospital —la primera visita no familiar desde el accidente— y llegué en un momento tan oportuno que pude ver a mi mejor amiga desnuda por primera vez en nuestros muchos años juntas.

Miriam se rio, sujetándose la barriga mientras intentaba ponerse de pie. “Está bien que me vea así”, le dijo a la enfermera, “porque de todos modos no tenemos secretos”.

La enfermera se rio y sostuvo a Miriam mientras se dirigía al baño. La puerta se cerró y yo me quedé allí, pegada al suelo, sin saber aún cuál era mi papel.

Desde el accidente, había estado trabajando con el marido de Miriam para establecer un calendario de visitas. Cuando estás en la unidad de quemados, solo puedes recibir una visita al día además de la de un familiar. Y cuando has sufrido quemaduras de tercer grado en todo el cuerpo y en un lado de la cara, pasa un tiempo hasta que incluso eso se permita.

Fue, en efecto, un día para celebrar. Las dos primeras operaciones de injerto habían sido un éxito y creíamos que las cosas iban mejor.

Cuando regresamos a Miriam a la cama, la enfermera empezó a colocarle de nuevo las vendas y a ayudarla a acomodarse. Vi que la mesa auxiliar estaba cubierta de golosinas azucaradas de amigos que quizá no sabían que le habían diagnosticado diabetes un par de años antes.

Miriam tomó una de las cajas y, con una sonrisa de complicidad, me ofreció un chocolate. Sabiendo que no diría que no, tomó uno también y mordimos las trufas pegajosas, suspirando de placer culpable, sabiendo que el azúcar era malo para ella, pero ni de lejos tan malo como el motivo por el que estaba aquí.

“Kate es la mejor de todas las enfermeras”, comentó Miriam. “Sabe cómo vendarme sin hacerme daño. Sé que no debería comer demasiados de estos dulces, pero hoy es un día para celebrar. Por fin puedo recibir visitas”.

Aunque le costaba mover la cabeza porque la quemadura le había rodeado el cuello, se inclinó hacia Kate y le dijo: “Y tengo mucha suerte porque mi mejor amiga ha sido la primera en llegar”.

Éramos amigas desde que nos conocimos en el trabajo 23 años antes, ambas muy avanzadas en el embarazo de nuestras hijas. Ella y su marido se estaban preparando para mudarse a Washington D. C. y ella intentaba averiguar qué haría después de que naciera el bebé. Nuestras hijas llegaron con un mes de diferencia, parecían primas —ambas con grandes ojos cafés— y nuestras familias empezaron a fundirse.

Los primeros días de nuestra amistad transcurrieron a través de largas y llamadas telefónicas para contarnos chismes. Miriam había sufrido una profunda pérdida de audición a causa de la enfermedad de Ménière y nuestras conversaciones eran lentas, pues yo me esforzaba por hablar alto y claro y ella, por oír.

Durante los nueve meses que nuestra familia vivió debajo de la suya en un dúplex mientras nuestra casa estaba en obras, pudimos estar más tiempo juntos en persona, lo que profundizó nuestra amistad. Nuestros maridos también estaban muy unidos, jugaban póquer y compartían la experiencia de haber vivido en la misma “yeshiva” en Israel al mismo tiempo muchos años antes.

Llegó un momento en que los mensajes de texto se convirtieron en un método de comunicación más fácil para Miriam y para mí y empezamos a mantener largas conversaciones de texto todos los días. Conocíamos a los protagonistas de la vida de la otra; había una taquigrafía para todo. Como trabajábamos en el mismo campo —la recaudación de fondos sin fines de lucro—, también entendíamos los problemas y logros laborales de la otra. Incluso compartíamos el mismo libro infantil favorito, “La telaraña de Carlota”, y ella me citaba a menudo sus últimas líneas: “No es frecuente encontrar a alguien que sea una verdadera amiga y una buena escritora. Charlotte era ambas”.

A Miriam le encantaba cocinar y dar de comer a sus amigos. Habíamos pasado muchas fiestas judías y el Día de Acción de Gracias en su casa, con espléndidos banquetes y una casa llena de amor y risas. Y siempre me preparaba un postre de chocolate.

La noche del accidente estaba preparando la cena solo para su marido y para ella. Aún no se había cambiado la ropa de trabajo y llevaba una blusa vaporosa. La manga rozó uno de los quemadores y se prendió en fuego. En lugar de parar, tirarse al suelo y rodar, Miriam gritó y se quedó inmóvil. Su marido entró corriendo en la cocina y la vio envuelta en llamas. La roció con agua y llamó al 911.

Esa misma tarde yo volvía a casa tras una operación ambulatoria de rodilla. Cuando recibí la llamada de que estaban en el hospital, ya estaba en casa con la pierna en alto y sin poder hacer nada por ayudar.

La segunda y última visita que hice al hospital fue el día del cumpleaños 60 de Miriam. Varias semanas antes había estado planeando una fiesta, una reunión festiva para celebrar el fin de nuestro aislamiento pandémico. Pero en lugar de eso, estaba en la unidad de quemados, continuando su trayectoria de cirugías.

Esa mañana llegué con las manos vacías, pues los regalos que había comprado aún no habían sido enviados: dos pañuelos de seda que ella podría usar para envolverse holgadamente alrededor del cuello cuando estuviera fuera del hospital. Miriam se tomaba muy en serio su estilo y yo quería que se sintiera elegante y guapa. Cuando le hablé de los pañuelos, quedó encantada.

Después de aquel día había una larga fila de amigas íntimas que se apuntaban a las visitas y yo me resistí a ir otra vez, pensando que ya tendría tiempo con ella cuando volviera a casa. Empecé a prepararme para hacer un hueco en mi agenda para las visitas diarias, durante las cuales imaginaba que la ayudaría a andar, a moverse y a vestirse, todo lo que necesitara. Iba a ser un largo camino hacia la recuperación, pero las personas que la querían en su vida eran legión y formaríamos un equipo de apoyo y curación.

Después de la quinta operación, Miriam ya no se reía con las enfermeras. Había dejado de esforzarse por ser una buena paciente y su ánimo había decaído. Entonces, recibimos la noticia de que la darían de alta. La noche de su regreso a casa iba a ser la primera noche de Pascua.

Yo estaba celebrando un pequeño Séder con mi pareja y su hijo. Levanté la copa de Miriam —una nueva adición al Séder, normalmente llena de agua, que representa la liberación y la vida— y conté la historia de cómo Miriam la profetisa, la hermana de Moisés y Aarón, dirigió a las mujeres judías mientras cantaban y tocaban timbales, celebrando el cruce del mar Rojo y la libertad del pueblo judío. Luego brindamos por la liberación de mi Miriam, tras un mes en el hospital, esa misma noche.

Lo que yo no sabía es que, mientras estaba contando la historia de la Copa de Miriam, mi Miriam había llegado a casa, había entrado, se había tumbado y había muerto, tal vez de una embolia pulmonar. Su liberación nunca llegaría.

En el judaísmo, cuando alguien muere, la comunidad celebra un shomer con el cuerpo hasta el entierro, haciéndole compañía a su alma revoloteante e inquieta hasta que el cuerpo es enterrado, una tarea sagrada.

Me apunté para hacer el shomer y, cuando llegué a la funeraria, encontré la habitación en el sótano. Estaba junto al espacio donde se realiza la taharah, el suave lavado y vendado del cuerpo, también realizado por miembros de la comunidad que saben llevar a cabo el ritual.

En lugar de sentarme en el rincón del shomer con la pequeña ventana corrediza que te permite estar presente sin sentarte con el cuerpo, entré directamente en la sala de taharah —fría y blanca— y vi el cuerpo de Miriam, tan quieto, envuelto en una bolsa sencilla sobre una mesa de acero, que recordaba a las vendas que la habían envuelto en el hospital. Podía sentir su presencia: su alma estaba allí con nosotros, esperando una dirección.

Me senté en una silla a unos metros de distancia e intenté decir algo, pero por primera vez en nuestros muchos años juntos —chateando, riendo, enviando mensajes de texto— las palabras me fallaron. En lugar de eso, saqué el ejemplar de “La telaraña de Carlota” que había traído y le leí los últimos capítulos en voz alta, llorando porque no sabía cómo decirle a Miriam lo que significaba para mí y nunca volvería a tener la oportunidad.

Al leer la última frase del libro, cerré los ojos e imaginé que podía sentir los zarcillos de una telaraña tejerse entre su cuerpo y el mío. Y pude visualizar en medio de la habitación, fuera de la compleja telaraña que representaba nuestras vidas y nuestra relación, una palabra tejida en hilos pegajosos, brillante de rocío fresco: “Amiga”.

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