Tomar acción ante el abandono: cómo superar el ‘ghosting’ de alguien que me interesaba mucho

Se le dice ghosting al acto de desaparecer súbitamente como un fantasma. Esta es una exageración, porque en realidad no se desaparece de la faz de la tierra, sino se decide cortar comunicación de manera total y sin aviso previo, algo relativamente fácil de hacer dado que una buena parte de nuestras interacciones se realizan de manera virtual, otorgando la ilusión de que, aunque exista distancia física, la disponibilidad emocional y social es perpetua.

Ghostear es un acto comunicativo: lo que no puedo decirte con palabras, te lo digo con ausencia.

Lo que queda ante el silencio es un hueco de sentido que hay que llenar a todo lugar y no es raro que ese pozo se llene con culpa, sea hacia uno mismo (“si no puedo explicarme tu desaparición, seguramente es porque hice algo para merecerlo, soy una mala persona”), hacia la otra persona (“si no puedo explicarme tu desaparición, seguramente es porque no hice nada para merecerlo, eres una mala persona”) o hacia ambas.

La culpa tiene formas crueles de operar. Desde la culpa, toda intención propia se vuelve patética, lastimosa o, de plano, indigna; toda intención ajena se vuelve perversa, maquiavélica o, de plano, absolutamente malvada.

Para la persona ghosteada, la ausencia súbita se suele percibir como una agresión personal, un embate de desprecio violento hacia los nobles y prístinos sentimientos que antes le habitaban. Como respuesta, la imagen idealizada de la persona que ghostea se deforma hasta terminar siendo una caricatura: donde antes se veía interés, ahora se ve manipulación; donde antes se veía independencia, ahora se ve egoísmo; donde antes existía un ser humano complejo, ahora sólo queda el villano de nuestra historia amorosa. La culpa es la más productiva fábrica mental de teorías de conspiración.

El ghosting duele. ¿Cómo no habría de hacerlo? Es un acting del abandono, una representación inmediata y observable del momento exacto (con fecha, hora y dos palomitas) en que una persona decidió romper el contacto con uno.

No sorprende que para muchas personas la experiencia del ghosting se experimente como la recreación de un posible trauma primigenio de abandono.

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El ghosting convierte a las conversaciones digitales en botellas con mensajes en el mar, esperando ser recogidas, leídas y respondidas en un futuro próximo. Aunque todos los indicadores presagien que eso no sucederá, no lo vemos, porque tenemos esperanza. Y muchas veces “esperanza” es un eufemismo para un sesgo que no se nombra.

Lo curioso es que la persona que ghostea lo suele hacer menos como una decisión pensada y más como un impulso ansioso, como si dijera: “la angustia que me provoca este vínculo es tan grande que prefiero tomar distancia que arriesgarme al dolor del encuentro”.

El ghosting tiene un homólogo con el mecanismo de defensa conocido como “retirada apática” en el que “el individuo se enfrenta a conflictos emocionales y a amenazas de origen interno o externo a través de la desmotivación, el desinterés y la indiferencia apática”.

Otro homólogo: la respuesta de huida del ciclo de “lucha o huida” del estrés, quizás incluso del congelamiento: “la angustia que produce el contacto es tanta que me vuelvo incapaz de ejecutarlo”.

Claro, el ghosting también tiene la potencia de ser un mecanismo de violencia deliberada.

Una persona puede hacer promesas de manera presencial y quebrarlas todas con el silencio digital. La ley del hielo es una de las máximas formas de castigo que existen, porque no otorgarle una mirada de vuelta a quien la busca es una forma de decirle “para mí, no existes”, y en el ghosting es que esta macabra forma de manipulación se puede manifestar en lo virtual.

La manipulación narcisista puede utilizar el ghosting como una forma de generar angustia en una persona para luego llenarla de atención y atender la herida deliberadamente provocada.

A pesar de esto, es posible que una buena parte de las respuestas ansiosas que se manifiestan como una conducta de evitación suelan tratarse menos de lastimar al otro y más de comprarse la teoría de conspiración personal de que, eventualmente, ese dolor será inevitable y que la única manera de prevenir la hecatombe es alejándose de inmediato. Que algo duela no significa necesariamente que sea violencia, incluso si la herida cala profundamente. Y esa distinción es importante, porque nos permite descubrir el camino para sanar lo que quedó.

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La narrativa que adorna al ghosting no suele concederle matices, en parte por la comodidad que confiere asumir el dolor desde una posición de víctima: ¿Por qué me enfrentaría al silencio cuando un mejor analgésico inmediato es tirarme en cama a ver videos todo el día, llorando por un amor maldito? ¿Por qué echarme bálsamo en los labios cuando puedo arrancarme con los dientes el pellejito que se está saliendo? ¿Por qué pensar en las áreas grises cuando puedo quedarme con la estabilidad del blanco o del negro?

¿Podemos hablar menos de la posición de víctima y más de la capacidad de respuesta inherente a nuestra condición humana que tenemos ante las situaciones comunicativas dolorosas? Yo mismo he caído en el sesgo de centrarme en la primera parte.

En 2020, la primera vez que escribí sobre el tema (y de donde saco algunas líneas que repito en este texto), cerré diciendo: “Supongo que podría terminar el texto con algún consejo práctico o palabra amable para cerrar el tema. Darle un respiro a la angustia. Pero no. Otro día para eso: la incertidumbre es lo que es y a cada quién le toca aprender y reaprender a lidiar con ella como puede”.

Lidiar con la incertidumbre. Se dice fácil, pero hacerlo es, de hecho, otra cosa. No existe una fórmula única para semejante tarea, pero creo que, al menos, con el ghosting una forma de enfrentar esta situación es regresarnos el poder que perdemos cuando dejamos en la otra persona la responsabilidad de mantener la comunicación. De ahí viene la herida: una respuesta que se espera y que no llega. No es que “se deje de esperar”, si eso pudiera hacerse, si pudiéramos tener control tan sencillo sobre nuestros deseos, entonces este texto no tendría motivos para ser escrito. No es dejar de esperar como deseo, sino dejar de hacerlo como acción.

Tomar la decisión de reaccionar, de asumir que el silencio que viene del otro lado es una acto, consciente o inconsciente, malintencionada o ingenua, pero acto al fin y al cabo. No es necesariamente una decisión, pero sí algo frente a lo que podemos decidir.

Reaccionar al ghosting, tomar acción ante el abandono, implica, en un primer momento, aceptar que la otra persona está comunicando algo con su ausencia, y que ante ese algo probablemente desconocido e innombrable (por lo tanto, inclasificable y desconocido) se puede responder.

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Responder: dejar de esperar una respuesta.

Responder: asumir que al silencio siempre se le puede vencer con la palabra.

Responder: buscar la confrontación entre dos deseos.

Responder: darle un respiro a la angustia.

Responder: nombrar la ausencia como lo que es.

Responder: aceptar que no tener la última palabra de una conversación no significa perder y que, de hecho, la última palabra la tiene en realidad la persona ghosteada, pues llega un punto que ante el silencio del otro uno tiene que decidir tomar postura, mirar al vacío y decidir si se enfrenta con un grito o dándole la vuelta.

“Todo abismo es un espejo: el ghosting nos refleja lo que queda de nosotros cuando nos quedamos sin respuestas”. Así cerré el texto de 2020. Y sí, pero hoy, a dos años de distancia, agregaría una última cosa: Ante el silencio del ghosting, siempre queda la posibilidad de una respuesta final: la nuestra.

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