Tratado de realpolitik, oráculo mafioso, inventor del Nuevo Hollywood: por qué El padrino es mucho más que una película
“El padrino es el I Ching. El padrino es la suma de todo el conocimiento. El padrino tiene la respuesta a cualquier pregunta”, le dice Joe (Tom Hanks) a Kathleen (Meg Ryan) en una de sus conversaciones a través de los entonces novedosos mensajes instantáneos en la comedia de Nora Ephron Tienes un e-mail (1998). La respuesta que la película de Francis Coppola ofrece a la pregunta que desvela a Kathleen (¿cómo salvar a su pequeña librería de la quiebra tras el desembarco de una gran cadena a la vuelta de la esquina?) es “vete a los colchones”, es decir, “prepárate para la guerra”. La expresión se refiere al momento en que los soldados de las familias de mafiosi se resguardan en sus escondites, sobre colchones tirados en el suelo, antes de enfrentar a una familia rival. El personaje de Ryan se muestra atónito ante este código compartido exclusivamente por los varones: el film de Coppola funciona como uno de los grandes relatos que ofrecen un modelo para descifrar el mundo. El marxismo cayó, el cristianismo pierde relevancia, El padrino continúa.
Vigencia
La capacidad oracular del film de Coppola es inagotable. Se le puede formular hasta el interrogante más urgente del momento, ¿cuál es la mejor estrategia para enfrentar a Vladimir Putin?, y el caporegime Peter Clemenza tiene una respuesta: “Hay que pararlo en el comienzo, como debieron parar a Hitler en Munich y no dejar que se saliera con la suya”. Así como Los Simpson demostraron la insólita capacidad de predecir el futuro, El padrino puede explicarnos el presente, no solo como el I Ching o el psicoanálisis que nos presentan enunciados crípticos que se convierten en luminosos cuando son convenientemente interpretados, sino también, y sobre todo, porque contribuyó de manera decisiva a darle forma.
Esto es especialmente cierto para el cine actual. La película fue uno de los grandes sucesos de los años 70 y el primer blockbuster tal como se lo entiende hoy: un triunfo de taquilla sin precedente que generó secuelas y spin off. Está claro que no fue el primer gran éxito del cine norteamericano, ni la primera película que tuvo una segunda parte (aunque antes de los años 70 eran raras), pero esta conjunción abrió la puerta para éxitos similares como La guerra de las galaxias, Rocky o Tiburón, que también rompieron récords de boletería y se les adjudica, en conjunción con el devastador fracaso de Heaven’s Gate (1980) de Michael Cimino, haber iniciado el cine para adolescentes que domina la cartelera en la actualidad y haber desencadenado la clausura del llamado Nuevo Hollywood.
Tal es el nombre que recibió un nuevo tipo de cine norteamericano -cuyo punto de partida acaso haya sido Bonnie & Clyde (1967) de Arthur Penn y cuya figura más representativa quizás sea el recientemente desaparecido Peter Bodganovich- que llevó a la producción de los grandes estudios la estética y sensibilidad de las nuevas olas de los cines europeos, así como la noción, hasta ese momento esotérica en el cine industrial, de que una película es, ante todo, el estilo que le impone su director, el único autor del film. Este breve período de poco más de una década es visto por muchos nostálgicos como el mayor apogeo artístico del cine de los grandes estudios, una era dorada en la que un drama exclusivamente para adultos, con la ambición de ser Arte, podía también conquistar la boletería. El padrino convirtió a Coppola en uno de los titanes del Nuevo Hollywood y, a la vez, en uno de los artífices de su final.
Even after 50 years, The Godfather is still the Don Corleone of movies https://t.co/05MSoMRVAY pic.twitter.com/ofz9ELmKAf
— City A.M. (@CityAM) March 8, 2022
En un artículo a contramano del sentir generalizado, Richard Brody, uno de los críticos de la revista The New Yorker, afirma que el verdadero “nuevo cine” que se estaba produciendo en los Estados Unidos en las décadas del 60 y 70 era el cine de guerrilla de John Cassavetes, mientras que el film de Coppola miraba hacia el pasado, ya que se limitaba a conjugar de modo eficaz las convenciones del Hollywood clásico: un guion de hierro que expresa puntualmente las implicaciones psicológicas, políticas y sociales de la obra, imágenes magistralmente compuestas e interpretaciones manieristas de gran teatralidad. Por esto, considera que la película de Coppola, más que el pico del Nuevo Hollywood, fue la inventora de la “Peak TV” de la actualidad, la era de oro de las series, con su evidente apropiación en Los Soprano como la confirmación de esta teoría. En todo caso, esta mirada contraria nos confirma que El padrino tiene algo para ofrecer a cada uno: es cine clásico y es nuevo cine, es un blockbuster y es una obra de arte.
Basada en el best seller que hizo millonario al hasta entonces fallido novelista Mario Puzo, tuvo tal éxito que su influencia escapó a la esfera de la producción artística. añosEn una de las escenas finales, Don Corleone (Marlon Brando) se lamenta de que Michael (Al Pacino), su hijo dilecto que está en camino a convertirse en el nuevo Don, haya tenido que seguir sus pasos en lugar de conquistar el lugar respetable para el que estaba preparándose: “Senador Corleone, Gobernador Corleone”, enumera el padre con tristeza. “Ya llegaremos ahí”, contesta Michael. Y tuvo razón. No en el hecho de que fuera a alcanzar un cargo en la función pública sino en que la política fue a su encuentro: el nuevo “padrino” nunca se volvió un político, pero la política sí se volvió inapelablemente mafiosa.
Un código moral propio
El padrino puede ser vista como un curso veloz y contundente sobre el manejo del poder, con lecciones concretas y de rápida aplicación (“nunca dejes que alguien de afuera de la familia sepa en qué estás pensando”, “aquel que venga con la propuesta de negociar es el traidor”). El hecho de que su presentación del ejercicio del poder sea magistral y cautivante no implica que tal cosa sea deseable como una práctica real. La influencia de la película es, por decirlo de un modo familiar a la política local, claramente “no positiva”. Los protagonistas son criminales, responsables de algunos de los actos más inexcusables y violentos que se puedan imaginar, como continuas traiciones y un nutrido catálogo de variaciones sobre el tema del asesinato por la espalda. El relato, sin embargo, nos reclama que nos identifiquemos con ellos. Para lograr esta alquimia, recurre a un truco que, a la vez, proporciona a la política su coartada moral favorita. Los personajes son criminales a la luz de la legalidad convencional, pero al mismo tiempo viven bajo un estricto código ético particular, una moralidad alternativa que se presenta como más justa que la que rige a la sociedad.
La primera escena nos presenta a un inmigrante, Amerigo Bonasera (Salvatore Corsitto), que cuenta una historia. Aunque educó a su hija con los valores de una familia italiana, ella se buscó un novio norteamericano. Junto con otros dos jóvenes, el novio intentó abusar de su hija pero la chica se resistió y, por ello, la golpearon hasta desfigurarla. Como buen ciudadano, Bonasera fue a la policía y un tribunal condenó a los violadores a tres años prisión, pero inmediatamente suspendió la sentencia, dejándolos libres en el mismo día. En ese momento, Bonasera comprendió su situación: “Para obtener justicia, tengo que ir a Don Corleone”. Aunque el inmigrante había hecho su fortuna en Estados Unidos, sabe que esa sociedad está sesgada en su contra: hay una legalidad que no es justa y favorece a unos en detrimento de otros. Para esos otros, Don Corleone ofrece un sistema de justicia mucho más equitativo que la ley escrita y que ni siquiera está ladeado en favor de quien reclama su intervención: el padrino se niega a matar a los abusadores, como reclama Bonasera, dado que ellos no mataron, pero garantiza que sufrirán, tal como sufre su hija.
Este código moral propio, que se refuerza todo el tiempo -cuando Don Corleone se niega a traficar drogas o exige a su hijo Sonny (James Caan) que se ocupe de su familia- es otra de las muchas lecciones que nuestros políticos parecen haber aprendido del film: con una acrobacia mental no demasiado compleja se convencen a sí mismos de que coimas o desvíos de fondos pueden ser “delitos” para una ley parcial, obsoleta y desconectada de la realidad pero son un mal necesario o una recompensa merecida en una cruzada inclaudicable por un bien superior, generalmente una imaginaria lucha contra un “sistema” que posterga a los más necesitados. Como lo resumió un exsecretario de gobierno en una declaración pública, la supuesta corrupción tan solo se trata de “la comisión que se le cobra al Estado por hacer las cosas bien”. El padrino propone una conveniente combinación del realpolitik y relativismo moral. En el mundo real, para enfrentar al poder real y lograr resultados, habría que romper las reglas que ese mismo poder consolidó como “legalidad” para perpetuarse.
Los Corleone cometen actos criminales, desde luego, pero jamás contra alguien que no merezca su destino. En una de las escenas más justamente célebres, el consigliere Tom Hagen (Robert Duvall), visita al magnate cinematográfico Jack Woltz (John Marley), basado en Harry Cohn, el fundador de Columbia Pictures, para pedir un favor: que Johnny Fontaine (Al Martino), un cantante popular inspirado en Frank Sinatra, protagonice la nueva producción de Woltz International, un film que podría convertirlo en una estrella. Pero el productor quiere hundir a Johnny porque el cantante sedujo a una de las protegidas de su estudio: “¡Ella era joven, era inocente, era el mejor culo que tuve en mi vida!”, grafica Woltz. La negativa al pedido de Don Corleone tiene un final conocido que resignifica la expresión “pura sangre”: Woltz despierta esa noche bañado en las vísceras de su caballo de carreras favorito, con la cabeza cortada del animal a su pies. Acto seguido, Johnny obtiene el papel -así como Sinatra fue contratado por Cohn para De aquí a la eternidad-. Sin embargo, antes de llegar a este primer momento de crueldad que nos dice que Don Corleone es un enemigo implacable, queda establecido que Woltz es un pedófilo, una transgresión moral tan atroz ante la que el sacrificio de un animal resulta insignificante. Semejante razonamiento es una justificación totalmente normalizada en la arena política local: los acusados no suelen argumentar que son inocentes de los delitos que se les imputan, sino que sus rivales son mucho peores.
Sin embargo, la película no excusa a sus protagonistas. Si hay una idea que la saga quiere transmitir claramente es que el precio del acceso al poder es la pérdida de la propia humanidad. En la impactante secuencia final vemos como Michael se deshace de todos sus enemigos. Se trata de un montaje paralelo de aliento operístico que plantea una oposición: el bautismo del hijo de su hermana Connie y el homicidio de los jefes de las familias rivales. Es decir, por un lado, el ritual católico de purificación del alma del recién nacido, que permite su acceso al paraíso y por el otro, la pérdida del alma de Michael, quien mata a todo el que se ponga en el camino de la consolidación de su poder.
Las puertas del cielo y de cualquier vínculo humano literalmente -encarnados en la figura de su esposa Kay, interpretada por Diane Keaton- se cierran para el nuevo padrino en la última escena del film. Esta última lección es una que los poderosos acaso prefieran pasar por alto, mientras se repiten el mantra más famoso de la película, que promete una poco convincente expiación: “No es algo personal, son negocios”.
En el 50 aniversario del film, la versión remasterizada se puede ver en salas de cine y la versión original está disponible en HBO Max.