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¿Qué era el Twitter de Donald Trump?

Twitter dijo el viernes 8 de enero de 2021 que había suspendido permanentemente de su servicio al presidente Donald Trump "debido al riesgo de una mayor incitación a la violencia", con lo que le cortó efectivamente el acceso a su megáfono favorito para llegar a sus partidarios. (Captura de pantalla a través de The New York Times)
Twitter dijo el viernes 8 de enero de 2021 que había suspendido permanentemente de su servicio al presidente Donald Trump "debido al riesgo de una mayor incitación a la violencia", con lo que le cortó efectivamente el acceso a su megáfono favorito para llegar a sus partidarios. (Captura de pantalla a través de The New York Times)
La sede de Twitter, en la calle Market en San Francisco, el 19 de septiembre de 2019. (Jim Wilson/The New York Times)
La sede de Twitter, en la calle Market en San Francisco, el 19 de septiembre de 2019. (Jim Wilson/The New York Times)

Cada una de las grandes plataformas de redes sociales manejó los desafíos de la presidencia de Donald Trump de su propia manera, en una lucha por abordar o neutralizar varias preocupaciones urgentes y contradictorias de los usuarios, anunciantes, legisladores y ocasionalmente del propio presidente de Estados Unidos.

Sin embargo, había una idea que ninguno de ellos podía resistirse a intentar, por poco que hubiera ofrecido a la última plataforma que la usó: la etiqueta informativa.

Desde 2016, los usuarios de todas las plataformas han sido informados de que algunas cosas que estaban viendo o compartiendo eran disputadas por verificadores de hechos externos. En Facebook, los usuarios fueron dirigidos a artículos de Wikipedia para proporcionar información sobre las publicaciones que estaban leyendo. En YouTube, se añadió el contexto de Wikipedia debajo de algunos videos que trataban de teorías de conspiración y temas relacionados. En contraste con el contenido que debían modificar, estas etiquetas eran inertes, poco interesantes y frecuentemente absurdas.

Ninguna plataforma se apoyaba tanto en las etiquetas de advertencia como Twitter, que pasó el año anterior a las elecciones etiquetando los tuits del presidente con avisos cambiantes.

En mayo: “Infórmate de los hechos acerca de las papeletas de voto por correo”.

En junio: “Este tuit violó las reglas sobre el comportamiento abusivo”.

En agosto: “Este tuit violó las reglas de Twitter sobre la integridad cívica y electoral”.

El 5 de noviembre: “Parte o todo el contenido compartido en este tuit es disputado y puede ser engañoso sobre las elecciones u otro proceso cívico”.

Y el 16 de noviembre: “Parte o todo el contenido compartido en este tuit es disputado y puede ser engañoso sobre las elecciones u otro proceso cívico”.

Y finalmente: “Fuentes oficiales dieron el resultado de esta elección de manera diferente”.

Aunque algunas etiquetas de Twitter, a las que se denominaba “avisos de interés público”, tenían límites en las maneras en que los tuits podían ser compartidos en el servicio, hay pocas pruebas de que las etiquetas por sí solas hicieran gran cosa. Algunas solo condujeron a una reacción violenta.

¿Qué es la vida real? ¿Twitter forma parte de ella?

Tal vez hayas escuchado la frase “Twitter no es la vida real” en referencia a cualquier número de situaciones en las que el consenso de algún grupo de personas en el servicio chocó con una realidad externa (la campaña de Joe Biden, por ejemplo, adoptó el mantra antes y después de que Biden ganara las primarias demócratas).

La mayoría de las veces este punto se hace con los ojos en blanco: te apartas de la computadora, sales, hablas con gente que no está tuiteando todo el tiempo si quieres saber lo que realmente está pasando. Por supuesto, es el tipo de cosas que se escuchan sobre todo en Twitter, que alguna vez sonó a algo sabio pero, con el paso de los años, ha empezado a sonar, a veces, como una ilusión que raya en la desesperación, especialmente cuando viene de personas —y solo diré que estoy hablando de mí mismo aquí, otros reporteros pueden hablar por sí mismos— que deben tanto al servicio, profesionalmente, que hablar de este sin algún tipo de aclaración parece estar al límite de lo poco ético (imaginemos la etiqueta informativa: “Este reportero lee Twitter en su cama por la mañana y por la noche”).

Para ser justos, Twitter cambió rápidamente. En 2015, era novedoso, de interés periodístico, pero mayormente entendido como una broma cuando Hillary Clinton y Jeb Bush intercambiaron insultos en Twitter. En 2017, Trump intentaba hacer política fronteriza con tuits.

Tres años después, los legisladores, junto con hordas de usuarios habituales, utilizaban la plataforma para rogar al director ejecutivo de Twitter que cancelara la cuenta del presidente con el fin de mantener intacta la democracia estadounidense, pues la utilizaba para reclamar unas elecciones que había perdido. No se podía ignorar Twitter sin ignorar a Trump y definitivamente no se podía ignorar a Trump.

Gran parte de la planificación y de los preparativos para el asedio del Capitolio a manos de los alborotadores partidarios de Trump se desarrollaron a la vista de todos en Twitter, donde diferentes grupos de usuarios entendieron, de manera totalmente incompatible, que se trataba tanto de la “vida real” como de toda una charla; esta es una de las razones por las que el evento tomó a tanta gente por sorpresa, mientras que otros insistieron en que había sido inevitable durante años.

Twitter se usa en efecto para cosas diferentes. Es una herramienta invaluable para el activismo, como quedó claro, una vez más, mediante su papel en las manifestaciones de Black Lives Matter de este verano. También es un lugar donde la gente trata de obtener acciones bursátiles de poco valor. En su modalidad más efectiva, es una herramienta para convencer a la gente (así genera dinero, si se aplica esa estrategia para favorecer a las marcas).

En lo que se refiere a Trump, los medios estadounidenses adoptaron Twitter con más rapidez que los políticos estadounidenses, pero los políticos entendieron intuitivamente para qué servía. Es eficaz no para deliberar ni argumentar, como muchos usuarios prominentes de Twitter lo creen a pesar de su frustración, ni para construir comunidades duraderas, sino para hacerse ver, encontrar a tu gente y dejar que te encuentren, tomar prestado o construir un seguimiento a través del desempeño, así como para manifestar todo lo anterior en algún tipo de poder que, si no es exactamente externo, estaba conectado al mundo fuera de Twitter.

En otras palabras, Twitter es un lugar bastante atractivo para llevar a cabo cierto tipo de campaña política. Puedes decir lo que quieras, incluso si no es verdad. Puedes aparecer disponible y accesible mientras que también te niegas a interactuar con cualquiera, por cualquier razón. Es un lugar donde puedes realizar una falsa legitimidad lo suficientemente bien como para cosechar muchos de sus beneficios.

Las decenas de demandas de la campaña Trump relacionadas con las elecciones fracasaron en los tribunales, como lo demuestran los cientos de páginas de transcripciones extrañas y humillantes, pero lo hicieron muy bien en Twitter, donde existieron como una colección de símbolos de autoridad y acción legal, como reclamos flotantes de pruebas y como una fuente inagotable de promesas y actualizaciones.

Por útil que sea Twitter para las campañas —y esto podría decirse de la mayoría de las redes sociales contemporáneas— obviamente no es una gran herramienta para la administración del gobierno. Ha sido útil para los revolucionarios de todo el mundo como una vía para afirmar brevemente el poder contra los gobiernos; más tarde, los gobiernos lo utilizaron para reprimir a la oposición.

Trump siempre estuvo en un punto intermedio. Simplemente nunca dejó de hacer campaña, nunca se desconectó, publicó lo que quería, quiso decir lo que publicó, tuiteaba como un revolucionario en un momento y como la voz del Estado en el siguiente. Volvió su Twitter en contra de su propio gobierno y nadie pudo detenerlo hasta que sus partidarios empezaron a derribar las puertas del Capitolio.

Trump entendió que, a través de todo esto, Twitter era suyo para usarlo a su antojo: como una plataforma insurgente, como un púlpito de matones, como una arena de gladiadores, como una horca, como un escritorio ejecutivo y, finalmente, como un búnker.

El tuitero más especial hasta que dejó de serlo

Los medios que iniciaron la presidencia de Trump preguntándose si dejaría de tuitear después de la investidura (“Voy a ser muy comedido, si lo uso en absoluto, voy a ser muy comedido”, dijo como presidente electo en 2016) están terminando esa presidencia con conversaciones sobre el significado de su prohibición de la plataforma, que se efectuó a fines de la semana pasada. Esa conversación está acompañada por un esfuerzo casi de toda la industria tecnológica para cortar los lazos con el presidente, su oficina y su campaña.

La historia central es bastante simple. Twitter siempre fue capaz de cancelar la cuenta de Trump. Rompió las reglas que Twitter dice que hace cumplir a sus usuarios, reglas que Twitter impuso en primer lugar. Twitter había admitido repetidamente que esto era malo, pero, al igual que Facebook, decidió no expulsarlo, citando el interés público (sobre el cual ha asumido un papel de guardián).

Luego, después del asedio al Capitolio, Twitter presentó un nuevo argumento. Las razones que la compañía ofreció para la prohibición y las razones que han sido sugeridas por otros para mantenerlo se pueden resumir de la siguiente manera: es el presidente. También para la prohibición: pronto ya no será el presidente. Twitter le permitió romper las reglas y luego un día dejó de hacerlo.

En su declaración oficial sobre la prohibición, Twitter no solo aludió a sus propias reglas, sino al mundo exterior, al sugerir un riesgo inminente de mayor violencia (especificó dos de los tuits de Trump que “podrían inspirar a otros a replicar actos violentos” así como “los actos criminales que tuvieron lugar en el Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021”).

Twitter amplió esa idea en una actualización en la que dijo que había prohibido más de otras 70.000 cuentas (muchos grupos de ellas, aparentemente, dirigidas por una sola persona) por “compartir a escala contenido dañino asociado con QAnon”.

Sin embargo, si algo se acerca a una posición de consenso es que la cancelación de la cuenta del presidente por parte de Twitter es una prueba del poder sin precedentes e irresponsable de la compañía. Si esto es correcto, no lo fue el viernes, ni para Twitter ni para algunos de sus pares tecnológicos (mucho más grandes), quienes simplemente ejercieron un poder que han tenido por años.

El concepto de “precedente” no es más relevante en las plataformas sociales que los otros innumerables términos cívicos y legales que han tomado prestados a lo largo de los años —libertad de expresión, libertad de reunión, la plaza de la ciudad, “tribunales” con sistemas de “apelación”— en sus propias actuaciones descaradas de legitimidad. La capacidad de Twitter para vetar al presidente es increíble. También lo fue su capacidad de proveer, por cuatro años, una rama privada y supraejecutiva del gobierno destinada a un hombre que tanto la deseaba.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company