¿Por qué los años pasan más rápido a medida que envejecemos? La ciencia tiene la explicación
Sentada aquí, contemplando el hecho de que estamos a punto de entrar en el año 2025 de Nuestro Señor, siento que un profundo cansancio se instala en mi envejecido cuerpo. Tal vez sea el hecho de llegar al cuarto de siglo, pero la sola idea de que exista el año “2025” —¡dos mil veinticinco!— suena absurda. No es posible que sea un año real; parece salido de algún cuento de viajes en el tiempo, de las películas ambientadas en un futuro espacial, o de las novelas distópicas que pintan un panorama sombrío del desmoronamiento de la sociedad en las próximas décadas. Es imposible que esté ocurriendo ahora.
Sin embargo, el calendario no miente. Estamos a punto de llegar a 2025, me parezca o no temporalmente posible. Parece que el paso del tiempo juega malas pasadas, porque la pandemia, indudablemente, fue hace solo un par de años. Los Juegos Olímpicos de Londres fueron hace cinco años, y el milenio fue hace una década, como mucho —estoy segura.
No soy la única persona que ha experimentado la sensación de que los años pasan a un ritmo cada vez más rápido a medida que envejezco. Mientras que Albert Einstein popularizó el concepto de que el tiempo es relativo —una hora pasada con alguien que te gusta termina en un momento, y un instante pasado con la mano sobre una plancha ardiente se alarga interminablemente—, las investigaciones demuestran sistemáticamente que nuestra percepción de lo rápido que pasa el tiempo realmente se acelera a medida que nos hacemos mayores. Según un estudio reciente de la Universidad John Moores de Liverpool, la inmensa mayoría de los habitantes del Reino Unido tenían la sensación de que la Navidad se acercaba cada año más deprisa, por ejemplo, mientras que los iraquíes, por su parte, sentían que el Ramadán llegaba antes.
“El tiempo físico no es el tiempo mental”, como afirma el profesor de ingeniería mecánica y autor de Time and Beauty: Why Time Flies And Beauty Never Dies, Adrian Bejan, quien también expresa: “El tiempo que tú percibes no es el mismo que percibe otro”.
Una parte de la ecuación para explicar este fenómeno es fisiológica. ¿Recuerdas cuando, de niño, las vacaciones de verano te parecían elásticas, un fajo interminable de chicles que no dejaban de extenderse a medida que las horas se derretían en las tardes perezosas? Hay una ciencia real detrás de eso. “El cerebro recibe menos imágenes de las que estaba entrenado para recibir cuando era joven”, argumenta Bejan. Según su teoría, la velocidad a la que procesamos la información visual disminuye con la edad; a medida que aumentan el tamaño y la complejidad de las redes de neuronas de nuestro cerebro, las señales eléctricas deben recorrer mayores distancias, lo que ralentiza el procesamiento de las señales. ¿El resultado? Percibimos menos “fotogramas por segundo” a medida que envejecemos y, por tanto, tenemos la sensación de que el tiempo pasa más deprisa. Es como un libro animado: cuantas menos imágenes, más rápido se llega al final.
“La gente suele sorprenderse de lo mucho que recuerda de días de su juventud que parecían eternos”, afirma, y añade: “No es que sus experiencias fueran mucho más profundas o significativas, es que se procesaban con mucha mayor rapidez”.
Además, mientras menos tiempo hayamos vivido, un periodo determinado representará una mayor proporción de nuestras vidas. Por ejemplo, para un niño de cuatro años, un año representa un porcentaje mucho mayor de su vida que para una persona de 40 años, por lo que no es de extrañar que le parezca más largo y significativo.
Aunque no hay mucho que podamos hacer sobre estos elementos fisiológicos, hay otros factores importantes en juego sobre los que tenemos cierto control. Otra razón por la que el tiempo parece más largo cuando somos más jóvenes es que el cerebro está programado para fijar nuevas experiencias, dice Bejan, y cuando somos jóvenes, estamos teniendo nuevas experiencias todo el tiempo. Un niño tiene mucho que absorber y digerir cada día, en un mundo que para él es nuevo. Al fin y al cabo, al principio, estamos haciendo todo por primera vez.
Cuanto más envejecemos, más probable es que vayamos acumulando cada vez menos experiencias nuevas con cada año que pasa. Esto se debe en parte a que, naturalmente, cuantas más cosas experimentamos, menos cosas nuevas hay para experimentar. Pero en parte se debe a la naturaleza humana; con la edad, podemos quedarnos estancados en viejos hábitos; podemos sentirnos demasiado cómodos con lo conocido y poco dispuestos a buscar la novedad o a desafiarnos a nosotros mismos para adentrarnos en lo desconocido. Incluso probar un nuevo alimento puede parecer demasiado.
Sin embargo, si hacemos las mismas cosas semana tras semana, no estamos ofreciendo a nuestros cerebros nada interesante o destacable para recordar. Con pocos recuerdos frescos, las semanas se funden en meses, y los meses se funden en años, con poco para diferenciarlos. El tiempo, a todos los efectos, se ha acelerado.
Por el contrario, cuando recordamos un periodo repleto de acontecimientos, “parece que el tiempo se alarga, y se siente muy largo”, según Cindy Lustig, profesora de psicología de la Universidad de Michigan.
Con pocos recuerdos frescos, las semanas se funden en meses, y los meses se funden en años.
La rutina es enemiga de la expansión de tu tiempo; cambiar las cosas, ya sea simplemente recorrer un nuevo camino hasta la tienda, iniciarse en una nueva afición o diversificarse y escuchar un tipo de música diferente, podría ser la clave para alargar cada año en lugar de echar la vista atrás a un borrón cada vez menos definido.
“Frena un poco, oblígate a hacer cosas nuevas para salir de la rutina”, dice Bejan. “Regálate sorpresas. Haz cosas inusuales. ¿Has oído un buen chiste? ¡Cuéntalo! ¿Tienes una idea nueva? Haz algo. Crea algo. Expresa algo”.
Y luego está esa temida palabra: “mindfulness”, o atención plena. Si el tiempo es una cuestión de perspectiva, entonces asegurarse de que pasamos parte de él viviendo el momento —y estando intencionadamente presentes— es fundamental para vivir la vida más larga que podamos en el tiempo que tenemos. “Ninguno de nosotros sabe cuánto tiempo tiene, pero, curiosamente, sí tenemos mucho control sobre cómo experimentamos ese tiempo”, afirma Lustig.
Darle vueltas constantemente a los errores del pasado o preocuparte por los posibles problemas del futuro es una garantía de que te estás perdiendo lo más importante de tu vida hasta el momento: el aquí y ahora.
Traducción de Sara Pignatiello