Alfredo Alcón: a 10 años de su muerte, anécdotas, recuerdos y pasiones de un actor que se animó a todo
“Soy hijo único de madre viuda. Mi papá murió cuando yo tenía tres años. Tengo algunos recuerdos, pocos, pero muy intensos, de mi padre. Uno de ellos es una escena que sigo repitiendo: era un anochecer de verano, cuando la luna parece estar tan cerca que podés hacer así [estira la mano] y la agarrás. Mi madre estaba tejiendo en el patio y mi papá daba vueltas por ahí. Entonces vi la luna y le pedí que me la alcanzara. Mi papá fue al fondo de la casa, buscó una escalera y se subió como para traérmela. Cuando llegó al último escalón, se empezó a reír con mi mamá. Me quedé con esa imagen. Años después, el psicoanalista me dijo que sigo pidiendo la luna. Me la pido a mí y se la pido a la mayoría de la gente que me rodea”.
Sorteando su timidez, esto confesaba el gran Alfredo Alcón a LA NACION en una nota de 2005. Acababa de ganar el Estrella de Mar de Oro en Mar del Plata, la ciudad en donde se había topado con el fracaso del público y en donde volvió a ser premiado cuando fue a hacer una comedia con Guillermo Francella. En aquel verano de 2005 en el que protagonizaba una obra junto a Nicolás Cabré le dedicó el premio “a los que creyeron en mí porque yo no me tengo confianza”.
Este jueves 11 de abril se cumplen 10 años de su muerte, producto de problemas respiratorios que se fueron agravando con el paso del tiempo. Aquella noticia conmovió a todo el país y produjo que, para sus despedida, tanto su público, sus colegas, representantes de organismos de derechos humanos, de docentes que él había apoyado en momentos de conflictos varios y políticos se acercaran al Congreso para despedir a este verdadero maestro de la actuación que siempre aseguraba que “el que se cree un maestro es un pelotudo”. Detalle no menor, él nunca se la creyó.
En el libro Alfredo Alcón, biografía en primera persona, texto escrito por su compañero Jorge Vitti, se amontonan anécdotas de su vida, narradas de singular manera por esta persona que lo acompañó durante décadas. Fue él el que oyó decirle “no quiero actuar más”, antes de que este intérprete único -que tendió un puente entre Margarita Xirgu (lo dirigió en Yerma) y Charly García (participó del disco Alta fidelidad)- muriera, a los 84 años. En su homenaje el Teatro San Martín, en donde protagonizó obras que quedaron en la historia del teatro, hoy se inaugurará una muestra fotográfica con imágenes de obras que interpretó en esa sala, se presentará el documental La voz infinita y se proyectará la película El pibe cabeza, de Leopoldo Torres Nilson, que protagonizó junto José Slavin, Raúl Lavié, Emilio Alfaro y Hedy Crilla, entre otros grandes.
De tropiezos, changas y pisotones
Según cuenta el libro, Alcón estudió el secundario en un industrial. Era uno de los peores alumnos. En esos días leyó un cartelito que anunciaba el llamado a audiciones para el Conservatorio Nacional de Arte Dramático. Se anotó con la complicidad de su madre. Tenía 16 años, dos menos de lo permitido. “Me llamaban la ‘Junta Elevadora de Granos’, porque era alto, flaquito y lleno de granos. Daba pena. Ingresé al Conservatorio porque a Cunill Cabanellas le parecí lindo”, reconoció hace años en Mar del Plata cuando estaba haciendo temporada de El gran regreso, junto con Nicolás Cabré. En el conservatorio que dirigía el catalán Antonio Cunill Cabanellas, figura clave del teatro, el bailar no era lo suyo. Tampoco lo fue un poco más grande. De hecho, cuando filmó La Maffia, otra película de Torres Nilson, en una escena tuvo que bailar un tango con Thelma Biral a quien llenó de pisotones. Su tiempo de revancha para el baile era en la intimidad de su casa de Palermo. Ahí ponía a todo volumen los discos de The Alan Parson Project o Supertramp.
Así como fue un mal alumno en el industrial tampoco fue los mejores del Conservatorio. Fue Cunill Cabanellas quien lo llevó al programa de radio Las dos carátulas, en Radio del Estado y el que lo hizo actuar en el desaparecido teatro Odeón. Hasta el momento, la primera plata que había ganado fue gracias a desempeñarse como cadete en una imprenta y, luego, vendiendo corbatas en la tienda Harrods. El primer salario como actor fue leyendo el boletín del Mercado de Hacienda. También hizo fotonovelas (”no estaba mal, pero a nadie le gusta que le salgan globitos de la cabeza con un texto escrito”). En varias obras hacía de lindo. Era tapa de Radiolandia y Antena; y lo fotografiaban en casas lujosas para ese galán que siempre vivió en el mismo departamento junto a su madre.
A principio de los años 50 se fue a probar suerte a España. Vivía en una pensión con una prostituta. Su novia, Nani Freire, fue a buscarlo, para convencerlo de volver. Se casaron en Madrid. Al poco tiempo, quedó embarazada. Su hijo nació muerto y, poco más tarde, se separaron.
Un trágico en medio de una comedia de enredos
En 1964, para rendir homenaje a William Shakespeare, el gran David Stivel grabó para la televisión una versión de Hamlet. El afiche lo hizo Ronald Shakespear, diseñador icónico. Antes del lanzamiento, una tarde sonó el teléfono de su casa. “Hola Alfredo, habla Shakespear”, escuchó del otro lado. Le cortó pensando que era una broma. El elenco se completaba con Eva Dongé, Erneste Bianco, Bárbara Mugica y Juan Carlos Gené, entre otros. Aunque cueste creerlo, la tragedia escrita en 1603, que se emitió en horario central por Canal 13 de un día viernes y que duraba 113 minutos, fue el programa más visto en esa franja horaria.
Alfredo, a secas, tenía su carácter . Una vez, cuenta en el libro, estaba haciendo una muestra en el Teatro Cervantes de la obra La importancia de llamarse Ernesto. A lo pocos minutos de empezar alguien le gritó: “¡Más fuerte!”. Sin pensarlo, huyó del escenario. La actriz Eva Vallejo tuvo que entrar de apuro. Luego le dijo: “Mocoso de mierda, ¡no te lo voy a perdonar nunca”. En España, se verá más adelante, tuvo un arranque de furia peor en pleno escenario que dejó helado al mismísimo Antonio Banderas (”Alfredo era un animal hecho para el teatro, una potencia enorme”, aseguró el actor español en 2014).
Evita, la Triple A, Alfonsín y Cristina
El galán de cara bonita fue uno de los tantos actores amenazados por la Triple A (la Alianza Anticomunista Argentina, que actuó durante el gobierno de Perón-Perón). Llegó a tener un policía en la puerta del edificio y otro en la puerta de su departamento. Lo acusaban de propagar ideas judeo-marxistas seguramente por haber interpretado textos de Arthur Miller. En 1975, estaba haciendo en televisión el unitario Pájaro Ángel, de Juan Carlos Gené, junto a gente como Juan Carlos Carella, Pepe Soriano y Juana Hidalgo. Recibieron una amenaza: en 48 horas debían dejar el país, cosa que finalmente no sucedió con él.
El 24 de marzo de 1976 comenzó la dictadura; muchos de sus amigos tuvieron que irse. En ese contexto, apareció en su vida una persona insospechada: Isabel Sarli. El galán de la época, que se mandaba con textos molestos para el momento político, no conocía a la diva de tantas películas sensuales. Pero fue Sarli quien lo llamó por teléfono para decirle que, si se tenía que ir del país, ella se iba a hacer cargo de sus abuelos y sus padres. De ese gesto, nunca se olvidó.
Nunca se afilió a un partido político, pero desde su infancia en Ciudadela idealizó al peronismo. Una vez, desde la azotea, vio pasar por la Avenida General Paz a Evita. Por un segundo, según recuerda en el libro, se miraron y ese instante él lo guardó para siempre. Años después, conoció a Isabelita Perón en la Quinta de Olivos para una función privada de Nazareno Cruz y el lobo, de Leonardo Favio. Le dijo que cada vez que iba a trabajar a España, Perón le hablaba de él. En 1980 estaba en Mar del Plata haciendo Historia del zoo, de Edward Albee, con Jorge Rivera López, que era el presidente de la Asociación Argentina de Actores y que estaba prohibido por la dictadura. Fue Daniel Tinayre, director de la obra, quien había conseguido que ambos pudieran trabajar. Una noche, entre el público, apareció Jorge Rafael Videla, presidente de la dictadura, para ver la función. Tampoco nunca pudo olvidarse de eso.
Años después, viajó a Madrid como parte de la comisión que presidió Raúl Alfonsín. Presentó De pies y manos, de Roberto Cossa. Del elenco formaba parte Cristina Banegas. Durante este tiempo expansivo de la llamada “primavera alfonsinista” los dos iban a El Dorado o Cemento, lugares nocturnos claves de la época, como a los recitales de Sumo y Los Redondos de Ricota. Ya convaleciente, hubo otro llamado: el de Cristina Fernández de Kirchner, quien en ese momento ocupaba el sillón de Rivadavia. Lo llamó para preguntarle por su estado de salud. Él se quedó confundido porque justo el día anterior había tenido un sueño en el que aparecía ella. Durante unos minutos, no sabía si todo eso era parte de un sueño o de la realidad.
De encuentros y desencuentros
Lejos del territorio del campo minado de la política, dos veces en la vida este caballero de la actuación se dijo “hasta acá llegué”. Una vez fue trabajando en España, junto con un director que no quería a gente pensante a su lado. La segunda, en el Teatro San Martín, el espacio que amaba. Fue a poco de comenzar los ensayos de Rey Lear, que dirigió Jorge Lavelli. Apenas se inició el proceso creativo se dio cuenta que la idea de ese director que tanto admiraba no coincidía con la suya. Salió del teatro y se fue a su casa pensando que nunca más lo iba a llamar. Su papel quedó en manos de Alejandro Urdapilleta.
Cuando hizo Rey Lear en España, el diario El País le hizo una nota con una foto que a él le gustó mucho. En el epígrafe, se lo trató de “octogenario” actor. “No me importó que dijeran que era el mejor actor de habla hispana. Estuve deprimido varios días…”, reconoció. Pero su estadía en Madrid tuvo su yapa: allí conoció a Mercedes Sosa con quien terminó entablando una amistad.
Hubo otras situaciones que lo superaron. El santo de la espada, la película de Torre Nilsson basada en la vida de José de San Martín sobre la cual siempre tuvo una mirada muy crítica, se filmó durante la dictadura. Los militares mandaban gente a la filmación para supervisar todo. En un escena en la montaña, a él se le ocurrió apoyar la pierna sobre una piedra. “¡Eso no es pose de un general!”, protestó un enviado del poder megáfono de por medio. Se arrancó la nariz postiza, el maquillaje y largó todo. Había otro “detalle”: Alcón no sabía andar a caballo. De eso se dio cuenta Torre Nilsson en plena filmación. En Nazareno Cruz y el lobo su personaje debía acariciar una serpiente. Para él, algo imposible. “¿Pero no leíste el libro”, le gritó el director desde la cámara. En vez de una serpiente, apareció una paloma.
Más fuerte fue el encontronazo que tuvo con el catalán Lluis Pasqual, quien lo dirigió en varias obras estrenadas en Europa y en Buenos Aires. “Yo había incluido en Los caminos de Federico un trozo de La zapatera prodigiosa y le propuse hacerlo en andaluz, porque debía dar gracias. Pero él siempre se las ingeniaba para no ensayar esa parte hasta que un día dije basta […] y le terminé diciendo la frase que no tenía que decir: ‘Alfredo, no todo es San Juan de la Cruz en la vida’-contó a LA NACION el director que forma parte del homenaje a Alcón-. Estalló en un ataque de ira mítico de los suyos, diciéndome que él no sabía hacer reír, que era una actor limitado y todo ese rollo”. Hubo un largo silencio de una hora, hasta que empezó a decir el texto con acento andaluz. Con esa obra actuó en el María Guerrero, de Madrid; el Odeón, de París; en el Godoni, de Venecia; en el Municipal, de La Paz. En una y otra ciudad los aplausos y las excelente críticas se multiplicaron. “Dios existe”, tituló un diario parisino. El productor Carlos Rottemberg tuvo la idea de llevarlo a Mar del Plata. Fue un soberano fracaso.
Su admirado Lluis Pasqual había conocido a Alcón en una obra que se presentó en Madrid, en la que a él le deba vergüenza salir a saludar porque sabía que no era lo esperado. Al poco tiempo, estrenaron en la temporada de 1983 La vida del rey Eduardo II de Inglaterra, de Christopher Marlowe, que protagonizó Alcón junto a Antonio Banderas y un numeroso elenco del Centro Dramático Nacional. Ese monumental trabajo se presentó en el Teatro Nacional Cervantes en una puesta que pasó al recuerdo. En medio de una puesta decididamente vanguardista, el personaje de Alcón, el del rey, se enamora de un chico, papel del actor almodovariano. Tenían una escena de carácter sexual que terminaba con un beso en la boca. En una función de Madrid para un colegio secundario, alguien gritó: “¡Maricón!”. Alcón miró fijo a Bandera, se acercó a la platea y contestó. “¡Maricón tu padre!”. Abandonó el escenario en medio de un escándalo.
La unión entre el director catalán y el argentino fue tan intensa que el texto que envió a esta redacción el mismo Pasqual fue el que leyó Joaquín Furriel en el Cementerio de la Chacarita, para el entierro de Alcón. Llevaba como título: “Ha muerto un príncipe del arte del actor”.
Al príncipe en cuestión, eso de ser catalogado como un actor shakesperiano le molestaba, como le fastidiaban todos lo encasillamientos . “Mirá el caso de Alejandro Urdapilleta. ¿Lo abarcás afirmando que es un actor del underground? ¡Nooooo! Es un actor que hizo Shakespeare o Mein Kampf extraordinariamente. Por suerte uno se puede escapar de esos rótulos y hay tipos, como Adrián Suar, que te lo permiten”, comentaba con vehemencia a LA NACION en una nota compartida con Alfredo Casero con quien estaba haciendo la serie Vulnerables.
En 1998, fue su amigo Adrián Suar quien lo llamó para hacer la película Cohen vs. Rosi, junto con Laura Novoa, Pepe Soriano y Virginia Inocentti, entre otros. El actor y productor se atrevió a pedirle que interpretara el personaje de Américo, un homosexual que por momentos elige el travestismo.
Nuevo salto en el tiempo cuando, tal vez, Alfredo ni se imaginaba que iba a hacer de Américo. En la previa de El amor nunca muere, de 1955, se necesitaba a un galán joven para hacer acompañar a Mirtha Legrand. Para la prueba, lo tiñeron de rubio, aunque la película era en blanco y negro. Quedó, y él siempre estuvo agradecido por los consejos que le dio la señora de los almuerzos. En algún momento tuvo que decidir entre hacer de guapo o de cura en dos proyectos cinematográficos. Su madre apostó por verlo de cura. Al parecer, de guapo no lo veía. “Si no cree en usted, al menos crea en mí”, le dijo Torre Nilsson, el director de El guapo del 900, que fue una marca en la carrera de actor de Alfredo Alcón como lo fue Agustín Alezzo en el teatro.
El “príncipe del arte del actor” también se animó a los grandes escenarios del Teatro Colón o el Luna Park. Fue con Julio Bocca dirigido por Norma Aleandro, persona clave en su vida con quien vivió cuatro años, los que juntos imaginaron una vejez compartida y los que transformaron el amor de pareja en una amistad permanente. En 1990, esos dos jóvenes que en los 70 eran tapas de las revistas de actualidad hicieron Escenas de la vida conyugal, el texto de Ingmar Bergman. Siete años después, Aleandro dirigió a Bocca y Alcón en Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía, de García Lorca, en un montaje producido por Lino Patalano, otro productor cómplice sus aventuras como lo fue Pablo Kompel, de La Plaza; y el gestor Kive Staiff, del San Martín. Para esa época, según se cuenta en el libro, empezó a tener pánico escénico. Durante la primera función en el Luna, llegando al final, sintió que su lengua se pegaba al paladar. Terminó desmayado adelante de miles de personas y el desconcierto de Julio Bocca. Cosas que pasan…
La espera, la fobia, la despedida
Su último trabajo fue Final de partida, el texto de Samuel Beckett en el que compartió escena junto con su amigo Joaquín Furriel . Corría 2013 y ya no estaba bien de salud. Alfredo entraba a escena antes de que ingresara el público, tapado con una sábana blanca. Entre una situación y el inicio de la obra podían pasar 20 minutos. A él la daba pánico que le pasara algo. Pero allí, a un costado, estaba Ana María Converti, la asistente de dirección que ya había trabajo junto a Alfredo en el San Martín en 4 obras y que él mismo pidió en esa obra que todo indicaba que era su despedida.
En diálogo con LA NACION, su amiga recuerda ese protocolo de esconderlo en el escenario y dejarlo allí durante largos minutos, mientras se acomodaba el público hasta que aparecía él: “Alfredo le tenía pánico a esa situación y todo eso se fue complicando por su estado de salud”, recuerda. Habían hecho un trato: ella, vestida de negro, siempre iba a estar ahí para salir a socorrerlo en silencio, atenta al mínimo gesto si hiciera falta. El juego funcionó aunque, en verdad, a la experimentada trabajadora del San Martín le agarró un pico de presión porque le resultaba muy duro verlo atravesando ese dolor en medio de una obra que hablaba de la muerte. Para colmo, en esos momentos el San Martín no era un lugar grato porque estaba atravesado por varios conflictos. Algunas funciones debieron suspenderse porque la calefacción no funcionaba o por problemas con la sala tomada en el Cultural San Martín. Otras veces, se suspendió porque Alcón estuvo internado. Joaquín Furriel siempre estuvo ahí, dentro y afuera del escenario.
“Yo lo extraño. Para todos los del San Martín, Alfredo no era Alcón, era Alfredo, o Alfredito. Era una buena persona, un buen tipo de esos que ponían a hablar con nosotros de lo cotidiano. Y a él le gustaba trabajar en el San Martín porque sabía que podía llegar a todos los públicos. Todos en el Teatro lo extrañamos”, apunta Ana María Converti. En el libro, él reconoce: “Creo que pude llegar a hacer una buena temporada gracias al afecto de los trabajadores del Teatro”.
Fueron los trabajadores del San Martín quienes impulsaron recordarlo con un documental, que llamaron Alfredo Alcón, la voz infinita, de Pablo Littieri, que estará disponible en la página del Complejo Teatral. Allí aparecen testimonios de Juan Gil Navarro, Eleonora Wexler, Nicolás Cabré, Joaquín Furriel y Fabián Vena, quien trabajaron con Alfredo en el San Martín. Aparece, claro, también él. “Hacer teatro es tener miedo -afirma en la zona de camarines en el que uno lleva su nombre-. En el Conservatorio yo fui uno de los peores alumnos”. Y acto seguido, como en un gran paso de comedia, comenta que una vez una profesora contó a sus alumnos que por allí pasaban muchos burros. Y puso como ejemplo aquel que cuando le consultaron sus preferencias en teatro, en vez de citar autores o directores habló de sus dos salas teatrales predilectas. “Señora, ese bruto era yo”, corrigió Alfredo Alcón.
En el documental, Juan Gil Navarro, que trabajó con Alcón en Rey Lear, recuerda que la primera vez que lo fue ver fue en Enrique IV, de Pirandello, dirigido por Rubén Szuchmacher. Había llevado a su madre, quien de adolescente estaba enamorada de él. “Recuerdo que Alfredo venía de una discusión con otros personajes, como el Diego esquivando a todos los jugadores en el gol contra los ingleses. Y en un momento, con esa misma precisión y poesía futbolística, frenó la discusión y se quedó mirando un farol que le pegaba encima y dijo: ‘Cuando yo era chico, pensaba que el reflejo de la luna en el agua era la luna´”.
Tal vez sea la misma luna que fue a buscar su padre, trepado a una escalera luego de que él se la pidiera, a él y a la mayoría de la gente que lo rodeó durante toda su vida.