El Ballet del Colón en “Giselle”, un clásico irresistible: casi dos siglos después, la emoción permanece
Giselle. Coreografía: Gustavo Mollajoli (sobre las originales de Jean Coralli, Jules Perrot y Marius Petipa). Libreto: Théophile Gautier. Música: Adolph Adam. Por el Ballet Estable del Teatro Colón. Dirección: Mario Galizzi. Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, con la dirección de Javier Logioia Orbe. Supervisión artística: Elizabeth Platel (Ópera de París). Escenografía: Nicola Benois. Iluminación: Rubén Conde. Próximas funciones: 16, 17, 18, 19, 22, 23 y 25, a las 20; domingo 20, a las 17. En el Teatro Colón.
Nuestra opinión: Muy bueno
Como dice la canción, el corazón no pasa de moda. Sus vicisitudes, tampoco: Giselle, estrenado en 1841 con éxito continuo e imperecedero, sigue abriéndose a tantísimas lecturas que hacen link con el presente. El Ballet Estable del Teatro Colón volvió a escena por quinta vez en veinte años con una reposición clásica para este título, que contó con la supervisión de la ex étoile y actual directora de la Escuela de la Ópera de París Elisabeth Platel, abocada principalmente a transmitir a las protagonistas el estilo de este paradigma del ballet romántico.
Desde el punto de vista narrativo, el cuento se cuenta perfectamente: en un valle cercano al Rin, en Alemania, una joven de salud frágil se enamora de Albrecht, duque de Silesia, que se hace pasar por un campesino para conquistarla, pero tras descubrir la verdad ella enloquece y muere. Será en el plano fantasmagórico de la noche, en un cementerio habitado por espíritus de mujeres que padecieron la traición (las Willis), donde él vaya a buscar el perdón y tenga que bailar hasta… salvarse o morir.
Que cualquier espectador siga la historia sin el más mínimo de los interrogantes habla del logro interpretativo de la compañía, que hasta fin de año conduce Mario Galizzi. Sin pantomimas exageradas –por su puesto, mutis: más que nunca aquí es la danza la que habla, relata-, desarrollan tramo a tramo el derrotero de amor, engaño, muerte y perdón. En ese sentido, hay que destacar no solo el trabajo comprometido de la pareja protagónica en la primera función, Camila Bocca (una bailarina cuya vara no baja nunca de lo correcto) y Juan Pablo Ledo (que ha sabido encontrarle nuevos detalles, matices sutiles, a un rol que conoce sobremanera), sino de Emanuel Abruzzo como Hilarión, el guardabosque desplazado en la carrera por ganarse el corazón sensible de Giselle, quien no precisa de verbo alguno: su actuación completa cualquier punto suspensivo con admirable expresividad. Si bien es cierto que cada Giselle (este año son cuatro, varios debuts) goza de una bienvenida libertad artística para dar temperamento del personaje, tal vez a la escena de la locura le haya faltado un poco más de espesura dramática. Técnicamente, los bailarines principales, el cuerpo de baile y la pareja de la variación conocida como pas de paysan (una vez más, bravo al despliegue virtuoso de Jiva Velázquez, aquí junto con Stephanie Kessel) lograron un muy buen desempeño, realzado por el marco de una compañía afinada.
El primer acto transcurre en colores: del aparentemente inocente coqueteo, la fiesta de la vendimia con los amigos y la irrupción de una corte que trae a la hija del príncipe y prometida de Albrecht, hasta el drama del final. El segundo, en cambio, en blanco y negro, con el ambiente sombrío junto a la tumba, en un bosque poblado de almas. Con las doce campanadas, responde el séquito de Willis a la convocatoria de Myrtha, su reina, la más severa: un rol femenino casi tan importante como el de la propia Giselle. Ayelén Sánchez encontró ese carácter, bien secundada por Natalia Pelayo y Caterina Stutz (como Zulma y Moina), todas con un trabajo de torso y líneas destacable. Una fina sintonía se estableció también en el triángulo decisivo de Giselle, Albrecht y Myrtha, quien con su desplante altivo les da vuelta la cara a cada pedido de piedad y redención. Merecen en conjunto las veinticuatro Willis el reconocimiento por su labor, “como un solo cuerpo que respira” (decía, días atrás, una de ellas), en un magnífico acto blanco, leve y siempre desafiante. Con la luz del nuevo día, Albrecht deja caer una a una las flores: 183 años después, la emoción permanece.