La Bayadera: el desafío de bailar una obra que contiene dos mundos divergentes
La Bayadera. Ballet en tres actos basado en textos del poeta indio Kālidāsa. Libreto de Serguei Judekov y Marius Petipa. Música: Ludwig Minkus. Coreografía: Mario Galizzi, basada en los originales de Marius Petipa. Ballet Estable del Teatro Colón. Director: Mario Galizzi. Escenografía: Verónica Cámara. Vestuario: Valeria Montagna. Diseño de Iluminación: Rubén Conde. Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Dirección Musical: Manuel Coves. Teatro Colón. Funciones hasta el 29 de diciembre.
Nuestra opinión: Bueno
La Bayadera es otro ballet de Marius Petipa en el que un varón de la nobleza jura amor eterno en vano a una mujer en inferioridad de condiciones, porque está hechizada, es un hada o pertenece a otra clase social. Del mismo modo que en esas otras ocasiones, aquí tampoco cumple su promesa, porque decide quedarse con la mujer poderosa con la que lo emparejan por obligación, error o engaño. Y también aquí, luego se siente culpable y pide perdón a su amor verdadero en el entorno fantasmal de un acto blanco. Con estos componentes, el melodrama está asegurado y es un éxito como en miles de telenovelas que se han tratado de lo mismo. ¿Qué tiene de distinto La Bayadera? Que sucede en el contexto de la India Antigua. O en la idea de la India que se podía tener desde el Imperio Ruso en 1877.
El Ballet Estable del Teatro Colón cierra con esta producción la etapa bajo la dirección de Mario Galizzi que ha creado una versión más sintética que la original y en 160 minutos recorre dos mundos diametralmente opuestos. Ya que la música de Minkus, en tonos livianos y brillantes, nunca abandona los valses europeos y sostiene toda la acción entre andantes y allegros, las reminiscencias a la cultura de la India queda a cargo de la dirección de arte y de la coreografía.
La primera mitad de la coreografía es la más cercana al río Ganges y sus misterios. Hay tambores, fakires, danzas con cimitarras en alto. Por eso puede notarse que la versión de Galizzi le da más espacio a los momentos de danzas grupales entre varones, tal vez para equilibrar la energía etérea y soporífera del acto de las sombras.
Entre esos personajes masculinos, se destaca el Fakir Madgavaia encarnado con solidez por Emanuel Abruzzo, que juega con plasticidad felina, casi al ras de piso, la corporalidad de quien se siente inferior a todas las castas en escena. Y el otro rol que captura el cariño del público es el Ídolo de oro, un personaje escultórico que cobra vida en el cuerpo de Jiva Velázquez y alcanza alturas inhumanas en sus vuelos, sin perder los gestos estatuarios en las manos y las piernas de perfil.
En el vestuario de Valeria Montagna hay referencias a los vestidos tradicionales de dos piezas llamados lehenga cholis, lo que permite la disociación de las caderas de las bailarinas y refuerza algo más el contexto no occidental de la trama. Pero en el unísono blanco de tutús del acto de las sombras, toda la huella india queda en el olvido.
Más allá del sincretismo religioso del telón temporal que añade un Buda central a un templo con figuras eróticas, la fantasía de lo exótico queda principalmente en el rol protagónico de la Bayadera Nikiya, bailarina religiosa consagrada a la vida del templo, que nunca es dueña de su destino. Excepto cuando decide no tomar un suero antiofídico y dedicar su muerte al sultán Solor, que la ignora desde un trono al costado del escenario. Camila Bocca sostiene con eficacia la tarea de encarnar un personaje sufriente a lo largo de toda la trama. Es importante señalar que es mucho más interesante su trabajo en las escenas que tienen la riqueza del cruce con las danzas folclóricas de la India, y su torso pierde el eje vertical, para dejar espacio a su cadera, sus rodillas y la ilusión de que estuviera bailando descalza, aunque tenga las zapatillas de punta.
El dúo de amor con Federico Fernández (un Solor opaco) es melancólico y se siente atravesado por la tragedia inexplicablemente, pero apenas conserva algunos gestos del exotismo que fascinaba a los balletómanos del Siglo XIX. Cuando llega la segunda mitad, toda la obra pierde la conexión con el subcontinente Indio y se muda para siempre a un castillo europeo, donde las bailarinas visten tutú plato, y las variaciones y los pas de deux podrían pertenecer a cualquier otra creación petipaneana. En ese contexto, Ayelén Sánchez juega una cuerda de villanía para su Gamzatti, cercana a la energía pícara del cisne negro, atrapando en su red a un sultán que ya no se ve tan guerrero ni tan valiente.
Mario Galizzi deja su sello en la versión cuando decide prescindir del final catastrófico y los derrumbes, para centrarse en el momento del encuentro de las almas de los amantes. Aunque ese encuentro sea imaginario, ya que el perdón y el abrazo en la eternidad sólo suceden dentro del sueño inducido por fumar narguile. En ese momento alucinógeno del acto de Las Sombras, la sincronía del cuerpo de baile se luce más en los momentos enérgicos que en la dificultad de la quietud.
El Ballet Estable en su conjunto cumple con eficacia el desafío de bailar una obra que parece contener dos ballets divergentes en su interior. E incluso mostrar oficio para resolver imprevistos de utilería de todo tipo.
Programar La Bayadera cumple la función casi turística de completar la temporada y dar funciones a un público que quiere conocer el Teatro Colón más allá del contenido con el que se encuentra en el escenario. Los aplausos y favoritismos de la audiencia delatan la presencia de público fascinado con la sincronía de las multitudes y los momentos más tradicionales de la danza académica y los tutús. Pero también cumple con la función museística de seguir reponiendo los clásicos para que no se pierda el patrimonio universal. Conservando los testimonios del pasado, ojalá la próxima temporada podamos avizorar otro futuro.