Gretel: romance que nace torcido
(Parte 1 de 4)
Dicen que nadie experimenta en cabeza ajena, pero también había quienes decían que el mundo se acabaría el pasado 21 de diciembre. A través de los años uno comete errores y obtiene una experiencia de ellos, pero existe un atajo en el largo camino del desarrollo humano, un truco tan sencillo como aprender de los tropiezos que cometen otros. Los amigos son una gran fuente de equivocaciones y calamidades, y de ellos se pueden escribir tomos enteros para anticipar los resultados de las diferentes decisiones que tomamos en la vida.
Durante la preparatoria hice grandes amigos y amigas que fueron, de igual forma, maravillosos maestros. En esa época mi amiga Gretel era toda una influencia para mí. Era culta, guapa y arriesgada. Decía lo que pensaba y me inculcó varios de los gustos que aún disfruto. Gretel estudiaba en un colegio cercano al mío y nos veíamos por varias horas cuando salíamos de clases.
No puedo negar que en su momento me sentía atraído por ella, sin embargo, mi amiga estaba perdidamente enamorada de un tipo de su escuela —a quien le dedicábamos gran parte de nuestras conversaciones—, por lo que decidí que, si Gretel no podría ser mi novia, yo me convertiría en su mejor amigo, y así seguir aprendiendo de ella.
Después de graduarnos, Gretel se fue un año a Francia para tratar de descifrar lo que seguiría para ella, al mismo tiempo que perfeccionaba el idioma local. Aunque en esa época ya existían los correos electrónicos, me escribía elaboradas postales, contándome sus aventuras por Europa. Cada palabra era tan divertida como inspiradora.
A su regreso, su padre la presionó para entrar a la universidad. Mi amiga era del tipo de personas que les costaba comprometerse con una sola cosa, y la elección de carrera era una de ellas. Se inscribió en Comunicación pensando que era lo suficientemente ambigua y amplia. En su primer día de clases, y a pesar de sus convicciones, Gretel conoció a Javier, un tipo cuya familia se acababa de mudar de Monterrey y también había perdido un año académico en el proceso. De inmediato se enamoraron y en menos de una semana ya eran novios.
—Es como si fuera mi total opuesto —me contó una tarde sobre su nuevo romance—, pero entiende exactamente cómo soy.
—Se supone que los opuestos se atraen —dijo yo, por decir algo.
—No, no. Es mucho más complejo que eso. Javier es un chico tradicional, de valores muy bien forjados —explicó mi amiga—. A mí no me gusta la gente así, pero él me fascina. El otro día, por ejemplo, me llevó a conocer a su familia a un lugar muy formal y me tuve que poner vestido, pero en lugar de encontrar la idea aberrante, sabes que odio usar vestido, me pareció un detalle encantador.
La formación de Gretel no había sido tan alejada de la de Javier, ella también creció en un ambiente estricto y algo conservador. Su padre era un diplomático retirado que vivía de las exportaciones y su madre un ama de casa resignada. Gretel, en cambio, al ser la mayor de tres hermanos, se había resistido a crecer bajo los ideales que su padre le impuso y el ejemplo que le dio su madre.
—Creo que tú y Javier no son tan diferentes como piensas —le dije esa tarde —. La pregunta es si, ¿no es una forma de conciliar tu propia crianza?
—Puede ser —respondió.
Los años pasaron y Gretel y Javier se convirtieron en una pareja envidiable. Se veían siempre contentos, enamorados y entrelazados, como si estuvieran hechos de una sola pieza. ¿Por qué había personas para la que el amor era fácil y natural y otros que teníamos que luchar mucho por él? Pero su relación dio un giro súbito y Gretel, a punto de titularse, me dio una de las mayores lecciones de mi vida.
—Javier se regresa a Monterrey —me dijo en el café al que nos habíamos hecho asiduos.
—¿Cómo? ¿A qué? —pregunté.
—Se va a hacer cargo de uno de los negocios de su padre —contestó sin cambiar su semblante—. Quiere que me vaya con él.
—Qué repentino —dije yo.
—En lo absoluto —me interrumpió—, hace un par de años lo sacó en una conversación, pero yo no le hice caso.
—Si ya lo sabías, ¿por qué seguiste con él?
—No lo sé, porque lo amo, creo.
Al ver a mi amiga tan abatida entendí que durante cuatro años permaneció una relación que siempre estuvo condenada a su propia ruptura. Era como construir un edificio a través de los años con cimientos frágiles, sabiendo que no resistirían el pasar del tiempo. No importaba lo bien que se hacían el uno al otro, ni lo compatibles o no que eran, sus planes de vida eran distintos y por cuatro años habían decidido ignorarlos por completo.
—Y ¿qué vas a hacer?
—Seguir mi propio sueño, creo que nunca te había dicho esto, pero mientras estuve en París estudié algo de cocina y voy a tratar de poner un restaurante —confesó—. Espero que le vaya muy bien a Javier.
Jamás había escuchado a alguien hablar con tanta resignación y determinación.
(Continuará el próximo martes...)
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