Lucía: ¿podemos ser amigos?

(Parte 1 de 4)

Mi padre es una de esas personas que no cree en las amistades entre hombres y mujeres. Él afirma que algo así no puede ser posible porque, tarde o temprano, uno de los dos involucrados va a querer algo con el otro. Además de que no se puede ser objetivo con alguien del que está enamorado. Al igual que otras lecciones de mi padre, crecí negando esta idea y tratando de buscar mil y un ejemplos exitosos de buenas amistades entre géneros opuestos.

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No obstante, hace unos años, estuve a punto de ceder mi posición y aceptar que mi papá tenía razón. En ese tiempo, yo tenía una muy buena amiga, Irene, a quien le contaba todos mis problemas y trataba de ser recíproco al respecto. Irene y yo trabajábamos en una empresa que empleaba a más gente del número de autos que podía albergar en su estacionamiento, por lo que rentaban uno alternativo que estaba a varios kilómetros del edificio corporativo. Todas las mañanas teníamos que dejar el coche allí, para después tomar un camión —conducido por un hombre de por lo menos 90 años—, que nos llevaba a la oficina.

Un día subió una chica a la que no habíamos visto antes. Era joven, tenía el pelo sujetado con una liga y traía puesto un abrigo grueso con capucha para hacerle frente al intenso frío del amanecer. Sus ojos eran enormes, de un color que se debatía entre el verde y el oro. Estaba absolutamente concentrada en la música que reproducía su iPod y ni siquiera notó nuestra presencia.

—Ha de ser nueva —me susurró Irene—. ¿Te gustó verdad?

Asentí con la cabeza; mi amiga me conocía bien.

La mañana siguiente me quedé dormido y llegué muy tarde al trabajo. Me subí al transporte en el estacionamiento alterno y me encontré al conductor dormido. Lo desperté y de inmediato el viejo echó a andar el camión. En ese momento se escuchó un chiflido estruendoso que pasó desapercibido por los oídos del chofer. Le señalé que venía alguien corriendo detrás de nosotros y detuvo su vehículo. Agitada, subió la joven del iPod del día anterior.

—Gracias —dijo recuperando el aliento—, pensé que no llegaba.

Se sentó en la fila atrás de mí y se presentó.

—Soy Lucía.

—Anjo— dije yo.

—Mucho gusto —contestó Lucía antes de volverse a poner los audífonos.

—¿Qué escuchas? —interrumpí.

—De todo, ahorita Hombres G.

—Me encanta Hombres G, crecí con ellos —respondí emocionado.

Durante el breve trayecto platicamos de cualquier cosa y antes de que nos bajáramos le pregunté:

—¿Cuál es tu extensión?

Cuando le platiqué más tarde a Irene de esto, mi amiga se me quedó viendo incrédula.

—¿Le pediste su extensión? No hay nada más oficinista que eso —me dijo.

—Ya sé, no se me ocurrió otra cosa —respondí avergonzado.

—Jamás saldrá contigo —sentenció ella.

Irene tenía uno de los diagnósticos más acertados en cuanto a relaciones, pero, por fortuna, con Lucía se equivocó. Le marqué a su extensión y tras una negociación intensa me invitó a un karaoke en la noche. También fui con ella el siguiente fin de semana a comprar una hamaca y a tomar unas cervezas. Incluso me pidió que la acompañara a una boda que tenía en unos días.

—Y, ¿ya la besaste? —preguntó Irene al enterarse de nuestros planes.

—No, no se ha dado el momento —le respondí.

—Eso es porque eres su amigo —me contestó enfática—. No le gustas.

—¿Y la boda? —especulé—. Invitar a alguien a una boda es especial.

—Sí, cuando no tienes nadie más con quién ir.

Ignoré a mi amiga y de todas formas fui a la dichosa boda. Pasé por Lucía puntual y, mientras la esperaba afuera de su casa, acomodé el nudo de mi corbata y revisé que mi traje estuviera impecable.

—Qué guapo —me dijo al salir.

—Gracias, tú también te ves muy bien —respondí.

A pesar de que no soy un asiduo a ese tipo de eventos, encontré la ceremonia emotiva. Lucía me platicó que los novios eran de países y religiones diferentes, y que ese matrimonio era la consagración de muchos infortunios. Con semejante contexto la fiesta no decepcionó, y todos los familiares y amigos cercanos a la pareja entraron en modo festivo. Todos menos Lucía.

—¿Quieres bailar? —le pregunté.

—No gracias, me matan los tacones —respondió.

Nos quedamos solos en la mesa viendo al resto de los invitados acribillar la pista. Lucía se veía cansada, fastidiada e inmersa en sus propios pensamientos. De repente rompió el silencio.

—¿Te puedo preguntar algo? —me dijo.

—Claro —respondí.

—¿Crees que besar a alguien en la primera cita es muy osado?

Me quedé pensando en si quería que la besara, pero recordé que esta no era nuestra primera cita. Lucía siguió:

—Ayer salí con un chavo que me gusta mucho. Nos pusimos borrachos y lo besé. ¿Estuvo mal?

Sentí una mezcla entre rabia, envidia y frustración, al tiempo que recordaba los sermones de mi padre. A pesar de la situación, seguía firme en mi postura, pensé que sí se puede tener amigas mujeres, sólo que yo no quería una más. Después de esa noche decidí no volverle a hablar, pero Lucía tenía otros planes.

(Continuará el próximo martes...)

Twitter: @AnjoNava

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