Sara: ¿falda o pantalón?

(Parte 1 de 4)

A mi amiga Sara no la conocí, la heredé. La primera vez que la vi fue una noche en la que invité a su entonces novio a una fiesta. En ese tiempo, el tipo en cuestión y yo éramos muy amigos. Recuerdo que llegaron tarde. Después de saludar, cada uno se sirvió un trago y se sentaron en un sillón sin decir nada, expectantes de la concurrencia. Parecían un par de niños que los habían dejado quedarse un rato en la reunión que ofrecían sus padres. Pronto descubrí que esa sensación de incomodidad no era exclusiva al evento de aquella vez. Había algo raro en ellos. Siempre que los veía se notaban fuera de lugar.

Thinkstockphotos
Thinkstockphotos

Como era de esperarse no duraron mucho y, la verdad, mi amigo y yo tampoco. Poco a poco nos dejamos de frecuentar hasta que un día no sucedió más. Desde la separación, y a través de una serie de casualidades, Sara y yo nos volvimos muy cercanos. Siempre nos encontrábamos espontáneamente en festivales y conciertos de música, desafiando a las grandes multitudes que caracterizan esos eventos. Nos saludábamos y nos quedábamos platicando de su relación fallida con mi amigo. Fue cuando entendí que ella era la fuerte de la relación, la que llevaba la batuta y la que tomaba las decisiones sin decir mayor cosa. Manejaba su noviazgo como un director técnico da instrucciones en un equipo de fútbol. En nuestros encuentros casuales también hablábamos de grupos y canciones. Sara era una de las personas con uno de los oídos más refinados y vastos que yo haya conocido.

Yo había empezado a escribir de música y tenía que mantenerme al día con los diferentes actos que emergían en la ciudad. Un día me aventuré en un pequeño bar, en medio de una colonia no muy hospitalaria, a escuchar a un par de nuevas bandas. Pagué mi entrada y caminé por un largo pasillo que desembocaba en unas escaleras estrechas. Arriba me esperaba un salón rectangular tan amplio como sucio. El piso estaba cubierto de aserrín como en un establo y lo único que había de beber eran cervezas tibias. Vencido por la sed, pedí una en la barra. Al poco rato me encontré con unos amigos que, al saludarme, me preguntaron si estaba allí para ver a Sara. Les respondí que no y en ese instante se apagaron las luces.

Cruzaron por el escenario Sara y otras dos chicas. Tomaron sus respectivos lugares e hicieron ajustes en su equipo. Se veían minúsculas con relación a los instrumentos que estaban a punto de ejecutar. En ese momento, con un grito que retumbó en todo el lugar, la mujer de la batería contó hasta tres golpeando sus baquetas, para dar pie a que sus compañeras la siguieran. Con sonidos distorsionados y violentos, el grupo se hizo notar, haciendo que la poca gente reunida en el sitio se acercara al escenario. Cada canción era una declaración furiosa de guerra, empapada en temas feministas.

Veinte minutos más tarde se despidieron, asegurándose que su mensaje se hubiera impregnado en el foro. Después, salió Sara a saludar.

—No sabía que tocabas el bajo —le dije emocionado.
—Ni yo, acabo de empezar —respondió—. ¿Te gustó?
—Mucho. Fue tan breve como bueno.
—Así es el punk —explicó.

De la nada, un tipo pasó junto a nosotros, dándole una nalgada a Sara de lo más casual.

—¡Qué bien sonaron! —dijo el entrometido—. ¡Me encantó!
—Anjo, te presento a Vic —mencionó Sara incómoda.
—¿Qué onda, viejo? —me saludó él.

Extendí mi mano para estrechar la suya con desdén. Vic era un hombre flaco de facciones que me hacían recordar a las de una zarigüeya. Usaba un copete como de los años sesenta y una playera sin mangas acentuando su poca masa muscular.

—Oye, muñeca —se dirigió a Sara bajando la voz—, ¿me puedes dar dinero para otra cerveza?
—Toma —respondió ella mientras sacaba un billete de su pantalón.

Vic tomó el dinero y desapareció.

—Como puedes ver, yo soy el hombre de mi relación —aclaró Sara.
—¿Es tu novio? —pregunté asombrado.
—No, solamente me lo estoy tirando.

La miré confundido mientras saludaba a otras personas. Cuando se es joven y los padres tratan de inculcar algún tipo de enseñanza moral, suelen haber dos reacciones: aceptarlas o rechazarlas, dependiendo del criterio y las experiencias acumuladas hasta ese momento. Mi papá, por ejemplo, era un fiel creyente que el hombre debía ser el único proveedor dentro de una relación, idea que impugné rotundamente desde mi adolescencia, hasta en las últimas comidas familiares donde ha salido el tema a relucir. No obstante, lo que estaba presenciando ya rebasaba todo tipo de discurso y de debate. Era como si la liberación femenina hubiera dado un vuelco de 360 grados, y no hay que confundir la equidad de género con el buen gusto.

—Te va a caer bien Vic —añadió Sara—. Además es muy talentoso.
—¿Ah sí? —pregunté escéptico— Pues, ¿qué hace?
—Es nuestro mánager —afirmó.

(Continuará el próximo martes...)

Twitter: @AnjoNava

Quizás te interese:
La historia de Irene
La historia de Estela
La historia de Bea

Sigue las historias de Crónicas del Mejor Amigo todos los martes.