Adicción a la comida
Los índices de obesidad en Latinoamérica no han hecho más que aumentar en los últimos tres años. Muestra de ello es que México y Chile se encuentran en la lista de los 10 países con mayor obesidad a nivel mundial. Pero, como ocurre casi siempre, las soluciones que se proponen en este lado del mundo son reactivas y remediales. Es decir que no estamos enfocados en la comprensión, la educación y la prevención sino que esperamos que el sistema de salud ofrezca remedios para problemas aislados cuando se han salido de control.
Cada vez que se habla de una “epidemia de obesidad” pienso que el término es muy desafortunado porque da la impresión de que se trata de una simple cuestión de salud, cuando en realidad es más complejo y se origina desde diversos ámbitos. En primer lugar está la industria alimentaria que ofrece alimentos de pésima calidad en empaques vistosos con leyendas engañosas. Después vienen los medios de comunicación cuya programación alterna noticias angustiantes y violentas con anuncios de comida “reconfortante”. En tercer lugar está la educación, tanto en casa como en la escuela: no hay un menú balanceado, no se enseña a relacionar la salud, la economía y las elecciones alimentarias, y tampoco se valoran el esfuerzo y las ventajas de preparar los alimentos en casa.
La forma en que planteamos los problemas influye en las soluciones que puedan surgir. Creo que plantear la obesidad como una epidemia es una salida alarmista que si bien brinda soluciones a corto plazo, no permite actuar a profundidad, donde están la raíces del problema. Una alternativa menos sensacionalista es la que propone la neurobióloga Nora Volkow, directora del National Institute of Drug Abuse en Bethesda, Maryland, EEUU. Volkow se ha enfocado en mostrar que el problema de la obesidad proviene de una adicción a la comida, semejante a la que se da con el alcohol y otras drogas.
La investigadora ha invertido años estudiando la relación entre el cerebro y las adicciones; gracias a la tecnología, ha podido observar y analizar imágenes del cerebro, particularmente el sitio donde se dan las reacciones a los estímulos placenteros. La evolución de esa zona del cerebro ha sido muy importante para nuestra sobrevivencia como especie, es ahí donde se genera la sensación de la “recompensa”. Lo curioso es que esa zona se activa tanto con el sexo como con el alcohol, las drogas y la comida chatarra. Al recibir dichos estímulos, el cerebro libera químicos que nos hacen sentir bien, como la dopamina. Sin embargo, en algunas personas cuya estructura cerebral es más dada a la adicción, la sensación de recompensa ocurre a destiempo, como en el caso de los comedores compulsivos.
El descubrimiento de Volkow es interesante porque describe cómo es que se genera y se perpetua el ciclo de la adicción a la comida. Por ejemplo: cuando un comedor compulsivo come un pastel de chocolate, no se siente satisfecho con una rebanada sino que quiere dos, tres, cinco... Porque el “placer” (la liberación de dopamina) no se da cuando se siente satisfecho sino que la “recompensa” a nivel cerebral ocurre mientras siente antojo. Cuando está dañada la conexión entre el antojo y la “recompensa”, la persona come sin parar con la esperanza de alcanzar un estado de satisfacción. Cuando el antojo se transforma en urgencia y en ansiedad, genera un comportamiento adictivo.
Este descubrimiento me parece importante porque ayuda a entender la obesidad de otra forma, no como una epidemia sino como la consecuencia de una adicción. Y las adicciones no se entienden solo como un problema personal sino que tienen una profunda relación con una realidad familiar, social, económica, política y cultural.
Si la obesidad en América latina se está convirtiendo en un problema de salud pública, me parece que la mirada de Volkow nos ayuda a pensar en otros acercamientos y soluciones. Por ejemplo, una forma de empezar a trabajar desde la prevención está en regular la publicidad de comida chatarra en la televisión. Me explico:
Durante miles de años el cerebro humano recibió el estímulo del anotjo (aromas, colores) cuando estaba ante la presencia inminente de la comida. Había poca distancia (tiempo y espacio) entre la expectativa y la satisfacción. Ocurre que en los últimos treinta años las imágenes de comida aparecen en los monitores con una frecuencia inusitada, pero estímulo no es saciado en ese momento sino que queda “en pausa” hasta el momento en que se tiene acceso a la comida. Pienso que este exceso de imágenes de comida contribuye a dañar la conexión entre el antojo y la “recompensa”, alargando el periodo de expectación o de urgencia y aumentando la ansiedad de comer. En otras palabras: nuestro cerebro está siendo estimulado constantemente y no recibe la satisfacción que espera. Pienso que en personas con alguna forma de codependencia, esta sobreestimulación puede detonar una adicción a la comida y, en consecuencia, en un problema de obesidad.
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