Cariño, regreso por ti a las dos de la mañana

Algunos padres, preocupados por que sus hijos se queden en casa de otros, optan por los llamados “sleepunders” —recoger a los niños justo antes de la hora de acostarse— o incluso quedarse a dormir con ellos. (Junjun Chen/The New York Times)
Algunos padres, preocupados por que sus hijos se queden en casa de otros, optan por los llamados “sleepunders” —recoger a los niños justo antes de la hora de acostarse— o incluso quedarse a dormir con ellos. (Junjun Chen/The New York Times)

La infancia de Brianna Michaud en los años noventa estuvo llena de piyamadas en casa de amigos. A veces, su madre entraba en casa y charlaba unos minutos con los padres, pero no se hablaba de temas delicados como la autonomía corporal, la seguridad con las armas o el uso de la tecnología, salvo la norma de no ver nada clasificado PG-13 o para personas de más edad.

“Eran otros tiempos”, afirmó Michaud, que ahora tiene 35 años.

No es de extrañar que en la actualidad los padres experimenten más ansiedad en general. Hay una mayor conciencia respecto a temas como el abuso sexual y la violencia armada, comentó Christy Keating, asesora autorizada de crianza filial que vive en el área de Seattle. Casi la mitad de los padres estadounidenses se describen como sobreprotectores, según una investigación de Pew publicada el año pasado.

Y quizá ninguna situación ponga más a prueba la vigilancia de un padre que la posibilidad de permitir que su hijo duerma en casa de otra familia. Para algunos padres, una solución es el “sleepunder” —también llamado en inglés “lateover”—, una práctica en la que los niños van a jugar a la casa del amigo, pero no se quedan a dormir.

Qarniz F. Armstrong, madre de tres hijos de 12, 14 y 20 años, nunca ha permitido que sus hijos pasen la noche lejos de ella, ni siquiera con otros miembros de la familia. Sin embargo, quiere que sus hijos vivan experiencias normales en la infancia, así que se ha conformado con dejarlos asistir a fiestas si puede llevarlos a casa a la hora de acostarse, aunque eso pueda ser a las 2 o las 3 de la madrugada. Considerando la alternativa —decir que no a todo—, Armstrong, que tiene 43 años y vive en Murrieta, California, cree que ese es “un buen consenso”.

Su hijo mayor, Mecca, tiene una opinión diferente. Aunque cree que sus padres buscaban lo mejor para él, dice: “Definitivamente me sentí excluido muchas veces”. Recuerda haber rogado a su madre durante dos horas cuando tenía 15 años para que lo dejara ir a dormir a otra casa, pero ella dijo que no. Para entonces, las invitaciones se habían ido agotando, y él “realmente no quería ser el chico que tuviera que irse antes de tiempo”.

Algunos padres, preocupados por que sus hijos se queden en casa de otros, optan por los llamados “sleepunders” —recoger a los niños justo antes de la hora de acostarse— o incluso quedarse a dormir con ellos. (Junjun Chen/The New York Times)
Algunos padres, preocupados por que sus hijos se queden en casa de otros, optan por los llamados “sleepunders” —recoger a los niños justo antes de la hora de acostarse— o incluso quedarse a dormir con ellos. (Junjun Chen/The New York Times)

Esa fue quizá la parte más dura y solitaria: no necesariamente que lo recogieran antes de tiempo, sino ser el único chico que no se quedaba a dormir. “Me habría sentido mejor si los padres de otros niños hubieran hecho lo mismo”, aseguró.

Armstrong calcula que sus hijos han hecho entre diez y doce “lateovers” cada uno. Y sigue un protocolo: primero llama a los padres para preguntarles quién va a estar allí, si tienen armas y qué piensan hacer esa noche. Luego, ella entra a la hora de dejar a los niños, saluda a los padres y a quien esté allí. “Tengo que despreocuparme de lo que piensen los demás sobre cómo protejo a mis hijos”, afirmó.

No todos los padres protectores recogen a sus hijos. El pasado marzo, Michaud organizó una “piyamada con mamá y yo”, con otra madre y dos niños en su casa de Silverdale, Washington, antes de que su familia se trasladara a San Diego. Consideró que era una manera estupenda de que sus hijos, de 5 y 7 años, y sus amigos pasaran la noche juntos en un entorno seguro y familiar, comentó.

También era una buena manera de conectar con otro padre y no ser molestada por sus hijos. Mientras los niños jugaban con el cachorro de su familia, bailoteaban en la “fiesta de varitas luminosas” y veían “Sing 2: ¡Ven y canta de nuevo!”, Michaud pudo relajarse un poco y ponerse al día tomando una copa de vino con la otra madre. “Tienes la oportunidad de mantener conversaciones adultas que de otro modo no tendrías”, dijo.

Pero, ¿qué pierden potencialmente los niños por no pasar la noche en otro sitio? “Las piyamadas son una parte bastante normativa de la cultura infantil estadounidense”, afirmó Sarah Schoppe-Sullivan, profesora de Psicología Familiar en la Universidad Estatal de Ohio, “y dan a los niños una oportunidad de independencia real”. En su propia experiencia, estar expuesta a diferentes estilos de vida y costumbres en las casas de sus amigos durante su infancia inspiró una pasión de por vida por el estudio del funcionamiento de las familias y sus efectos en la sociedad.

Las piyamadas pueden ser divertidas y beneficiosas para los niños, pero los padres también obtienen algo: una noche libre de su hijo si se queda hasta la mañana siguiente. “Es una gran manera de intercambiar el cuidado de los niños”, explicó Keating. “Y un modo estupendo de conectar con otras familias”.

El truco, dijo Schoppe-Sullivan, es tratar de encontrar un equilibrio en el que uno sea cauteloso pero no sobreprotector. “Los padres que son excesivamente cautelosos” con las piyamadas, dijo, “suelen serlo también con otras cosas”, y eso puede causar problemas de ansiedad en los niños, a los que se prohíbe asumir riesgos apropiados para su edad y, por lo tanto, desarrollar un sentido sano de la resiliencia y la autonomía.

Dorina G., madre de 43 años de Los Ángeles, nacida en Irán y criada en Suecia, ya ha organizado casi doce piyamadas para sus hijos, de 5 y 7 años, y sus amigos y familiares. Le encantan, sobre todo porque los adultos se reúnen —a veces con servicio de comida, platillos que cada quien lleva o vestidos de etiqueta— hasta que termina la película de los niños, a eso de las diez de la noche, momento en el que todos se van a casa a dormir.

Dorina, que pidió que no se revelara su apellido por razones de privacidad, y su marido organizaron una vez una piyamada para padres e hijos en el patio trasero de su casa, en la que los padres dormían afuera en tiendas de campaña con los niños mientras las madres se retiraban a la comodidad de sus camas.

Para Dorina y su familia, las piyamadas tradicionales no serán una opción hasta que sus hijos tengan al menos 13 o 14 años. Cuando era niña en Suecia, “disfrutaba mucho” pasar la noche en otras casas, pero “sabiendo lo que sabemos ahora”, dijo, su actitud y la de su marido han cambiado.

“Soy mucho más la madre preocupona”.

c.2024 The New York Times Company