Carlos Rottemberg: la prehistoria impensada del dueño de 9010 butacas y 16 salas de teatro, que festeja sus 45 años en Mar del Plata
A fin del siglo pasado, cuando Carlos Rottemberg -dueño de varias salas, productor teatral y televisivo de infinidad de propuestas que marcaron hitos y defensor a ultranza del edificio teatral- cumplió 20 años en la profesión escribió No hay más localidades: cómo y por qué llegué a ser empresario del espectáculo a los 18 años, una verdadera joyita que merece una segunda edición actualizada. Cerca de cumplir las cuatro décadas en actividad, los periodistas Carlos Ulanovsky y Hugo Paredero publicaron Vivir entre butacas. Ambas publicaciones sirven para trazar la carrera de este señor que festeja esta temporada sus 45 años de actividad ininterrumpida en Mar del Plata. En algunas semanas, realizará el anuncio formal de los siete títulos previstos para el verano en un evento rodeado de actores, músicos, productores, directores, periodistas y, tal vez, algún dinosaurio (para evitar otras lecturas, los lagartos gigantes de otra época son los protagonistas de uno de los títulos previstos para la temporada 2022/23).
Referirse a Rottemberg como “el señor de los teatros” no es una exageración. En Buenos Aires es dueño del Multiteatro Comafi, que tiene cuatro salas; el Multitabarís Comafi, con otras tantas salas; el Liceo, el teatro privado más antiguo de América Latina; y el Metropolitan Sura, junto al grupo La Plaza, con dos salas. En Mar del Plata, posee el Complejo América/Atlas, el Mar del Plata y el Complejo Bristol-Lido-Neptuno, con tres salas. Si sumamos todo este circuito, este verdadero referente de la actividad teatral es el guardián de 9010 butacas en 16 salas, distribuidas casi en partes iguales entre una ciudad y la otra (dato al margen: recién supo el número total de butacas y la pareja distribución entre las dos ciudades en charla con este cronista). Desde hace 45 años, Mar del Plata es su “otro” lugar en el mundo. Su vínculo con la ciudad tiene su historia: de chico pasaba sus vacaciones con pensión completa en el Hotel Lima. La playa no era lo suyo, prefería los días nublados (en perspectiva, lo mismo que desea cualquier productor teatral, que el veraneante deje la playa y se decida ver un espectáculo). Hacer temporada en la llamada “capital del espectáculo de verano” es parte de su religión.
Pero mucho antes de gestionar las salas que posee actualmente, Carlos Rottemberg, o Carlitos, era una especie de nerd, freak o como se lo quiera denominar. Claramente, eso de ir a jugar a la pelota no era lo suyo. Por algo sus padres lo mandaron al psiquiatra para ver qué pasaba por esa cabeza. Los dos libros citados sirven para indagar en la fantástica (pre)historia del productor antes de convertirse en una pieza clave del teatro argentino, quien se la ha pasado construyendo, reciclando o preservando salas de teatro sin torres arriba ni un mínimo kiosko de golosinas en la vereda.
El principio de los principios
A los cuatro años, sus padres lo llevaron a ver la película Dumbo al cine Los Ángeles. Al parecer, poco lo importó lo que sucedía con el bebé elefante de un circo. Su mirada estaba puesta en lo que pasaba a sus espaldas. Se daba vuelta una y otra vez tratando de entender qué hacían esos niños en la sala, cuántas butacas había y cuántas de ellas estaban ocupadas mientras su madre le decía, preocupada: “Carlitos, mirá la pantalla”. A partir de ese tarde, su obsesión estuvo centrada en seguir el haz de luz hasta ese lugar mágico, misterioso y escondido desde donde se proyectaban las historias fantásticas. Preocupados, Miguel y Juana, sus padres, lo mandaron al psiquiatra imaginando algún tipo de problema. “Pensé que sufría alguna clase de obsesión (...). Terminé de preocuparme cuando, yendo por Lavalle, lo saludaban como a un viejo conocido”, reconoció mamá Juana en el libro de Ulanovsky y Paradero sobre ese pibe que fue construyendo su propio camino.
A los ocho años, Juana y la tía Rosita lo llevaron a ver La novicia rebelde, al Ambassador, cuando Lavalle tenía la densidad de salas por cuadra más alta del mundo. En el viaje de Mataderos al centro, el dato de que la película duraba tres horas mucho no lo entusiasmaba; pero la promesa de luego ir a la pizzería Roma convertía a la excursión en un verdadero planazo. Ya sentadito en el pullman, cuando vio a Julie Andrews en acción se emocionó. Desde esa primera aparición no paró de moquear durante toda la película (tampoco dejó de llorar frente a la pizza que chorreaba muzzarella). Al día siguiente, le pidió a su mamá que lo volviera a llevar al centro para ver la película. Fue papá Miguel Rottenberg (sí, con “n”, aunque su hijo use la “m”) quien, finalmente, lo acompañó. Y al día siguiente, ante su nueva insistencia, fue su abuela, la bobe, quien tomó la posta. Así sucedió otras once veces.
Algunos días, frente al Winco, se paraba sobre una silla y jugaba a dirigir la gran orquesta de la banda sonora La novicia rebelde. Con el paso del tiempo, las bandas de sonido de las películas se convirtieron en su propio universo sonoro que lo trasladaba a lo fantástico. Muchos años después, volvió a llorar paseando con su hijo Tomás, fruto del primer primer matrimonio de Carlos con la actriz Linda Peretz; cuando se le ocurrió poner en el reproductor del auto el CD de la música de la película mientras paseaban por San Francisco (no la ciudad cordobesa, sino la californiana). Y volvió a moquear a lo lindo cuando con Karina Pérez Moretto, su esposa actual y madre de sus otros dos hijos, recorrieron los escenarios de Austria en los que se filmó aquella película, que rompió récords de público y que ganó 5 Oscar.
Las obsesiones de un freak
La historia de este chico con un manual de estilo propio (”regordete, vago, introvertido, con dificultad para relacionarme con otros chicos”, se describe en Vivir entre butacas) arman un abanico con datos un tanto sorprendentes y hasta preocupantes para padres, tutores o encargados de un hijo con esta serie de conductas. De pibe, Carlos (o Carlitos) Rottemberg se sabía de memoria los nombres y las direcciones de las 42 salas de cine del centro de Buenos Aires (tarea que actualmente sería más fácil, porque no quedan tantas salas). No solamente eso: se sabía, sin repetir y sin soplar, los números telefónicos de los cines y la capacidad de cada uno de ellos en tiempos en los que Google no existía. También sabía los nombres de sus acomodadores. Su rutina de los miércoles comenzaba en el Cosmos 70 hasta llegar al Bajo para recoger los programas de mano de los estrenos del día siguiente. Cuando iba a ver una película llevaba una pequeña linterna para poder leer el programa de mano en la oscuridad (“más que un espectador, parecía un inspector de Impositiva”, ironiza en su libro).
Mientras tanto, la pila de programas de cine iban ganando terreno en su cuarto. Ya era un tanto preocupante. Cuando llegó al mil organizó una reunión familiar con discurso en el cual trató de reivindicar su tesoro que, actualmente, se convirtió en un cuadro que está en su departamento de Palermo.
De cuentapropista a tener un proyector
Gracias a changas diversas (vendiendo plumeros de piel que pegaba su bisabuela, revistas en Parque Rivadavia, artículos de limpieza en su barrio y hasta bijou en la vía pública, lo que le ganó una detención policial por “mendicidad y vagancia”) se compró un proyector de 16 milímetros. Se lo había sugerido su psiquiatra. El mismo que, años después, le dijo que había cursado la única carrera universitaria que le interesó siempre: una facultad en la que el edificio es uno mismo.
Con aquel proyector en sus manos, rápido de reflejos, mandó a imprimir unas tarjetas en las que ofrecía sus servicios para fiestas infantiles. Como la cosa prosperó, iba acompañado por una amiga de 13 años a la que presentaba como “asesora pedagógica” (de paso, cobraba un poco más por el servicio). Fue, si se quiere, la primera empresa de este emprendedor vital y clave en el mapa de la historia del teatro argentino, actual presidente de Aadet, la cámara que reúne a dueños de salas comerciales de música y teatro de todo el país. En plan expansivo, tomó contacto con la comisión de cultura de un kinder-club de Paternal en donde inauguró un ciclo proyectando Cabaret, “simultáneamente con el centro” (según sus afiches). El éxito fue tal que pasó a un proyector de 35 milímetros y del salón de actos a la cancha. En ese tránsito, programó El acorazado Potemkin.
Como buen agente de prensa de sí mismo, simultáneamente le mandaba cartas a Clemente Lococo, el dueño del Ópera, esa sala que admiraba tanto cada vez que paseaba por la avenida Corrientes, informando de las actividades de este “joven con inquietudes, deseoso de vincularse con el ambiente de la exhibición cinematográfica”. Nunca tuvo respuesta aunque, con los años, Lococo, con sus 80, y Rottemberg, siendo un pibe, fueron socios en el cine Alfil.
Cuando cursaba el último año de la secundaria, le propuso a sus padres que lo bancaran ese año para jugarse de pleno con el cine. Si la cosa no funcionaba, les prometió anotarse a la facultad sin tener idea qué carrera. Si a los hechos nos remitimos, no hace falta decir que ese joven Carlitos que nunca se recibió de perito mercantil.
Reunión cumbre entre un joven inquieto y un Zar
Corría 1975. Un conocido le pasa a Rottemberg el dato de que el teatro Ateneo estaba en alquiler. En ese momento manejaba la hipótesis de convertirse en boletero suplente de los cines Libertador y Paramount. Era la posibilidad de entrar a un cine como empleado y no ya como espectador. Pero había un detalle: eso de usar saco y corbata no lo entusiasmaba. La sala de Paraguay al 900 había funcionado como cine Baby. Se dedicaba a programar películas infantiles, pero estaba habilitada como cine/teatro. En esos tiempos, quien lo arrendaba era Alejandro Romay, el Zar de la televisión fallecido en 2015. El 30 de junio de ese año, en una oficina del teatro El Nacional, el “joven con inquietudes” se reunió con el mítico empresario. Papá Miguel acompañó al menor de edad y logró convencer al Zar que dejara la sala bajo la administración del pibe. Conocedor del paño, de paso, Romay le recomendó tener varias salas “porque la mayoría de los espectáculos son fracasos”. Y le aportó otro consejo: que no bajara a camarines a saludar al elenco para no enloquecerse.
Así fue como a los 17 años, el 1° de julio de 1975, Carlos Rottemberg pasó a ser responsable de las 740 butacas del desvencijado cine/teatro. Esa misma noche se comunicó con los hermanos Dia Maio, los que eran los dueños de las salas Libertador y Paramount, para agradecerles y rechazar la propuesta de convertirse en boletero. “No puedo aceptarlo porque ahora soy colega suyo”, le dijo.
En el Ateneo, la boletera histórica era una tal señorita Luisa que usaba pantalones que ajustaba a la altura de los tobillos con una soga para evitar que las ratas se le metieran en el cuerpo. Para las vacaciones de invierno programó El festival de Tom y Jerry. A la noche, la sala se cerraba hasta el día siguiente (pero no fue así por mucho tiempo).
De actores enlatados a los de carne y hueso
Por insistencia del personal, Rottemberg quiso programar obras de teatro. La primera reunión que tuvo con actores no enlatados –por decirlo de algún modo– fue con Beatriz Bonnet y Juan Carlos Dual. Ese encuentro, según narra en su libro, fue un desastre. Deslindó la responsabilidad de arreglar con posibles elencos en otra persona del equipo para evitar nuevos papelones. El primer título que se estrenó en el Ateneo fue Parra, con Pepe Soriano. Pero el primer éxito de este empresario fue Equus, de Peter Shaffer, con Duilio Marzio y Miguel Ángel Solá, que dirigió Cecilio Madanes y produjo Alejandro Romay. En aquellos tiempos, Rottemberg llegaba al Ateneo en un Fiat 600 prestado. Durante las tardes programaba cine para chicos y, a la noche, en plena dictadura, Solá se desnudaba en el escenario. La obra era prohibida para menores de 18 años (con la edad justa, Carlos ya podía verla).
En algún momento impreciso de este etapa, el doctor Juan Enrique Kusnir, su psiquiatra, le dio de alta. Rottemberg, según confiesa en los libros, nunca tuvo en claro si fue porque estaba curado o porque el doctor se había cansado de escucharlo. “El teatro es mi mejor terapia. Nada me dio tanta seguridad que el ejercicio de la profesión”, reconoce. Dejó de programar cine en el Ateneo cuando su hijo Tomás, a sus 6 años –a los 11 sabía de memoria la ubicación de varias salas céntricas– lo enfrentó con la realidad de que con solo encender el DVD se podía ver una película sin necesidad de ir a una sala. Claramente, los tiempos de aquella Lavalle a tope ya empezaban a ser parte del recuerdo.
Así como Pepe Soriano protagonizó la primera obra que programó en Buenos Aires, en la Mar del Plata de hace 45 años Susana Campos y Rudy Carrié fueron los protagonizaron la primera obra en una sala suya. Se llamaba Pijama de seda y se estrenó en el teatro Corrientes, la sala que había sido un restaurante. Cuando entró a verla, el lugar estaba lleno de ratas. Nada que no conociera el ya experimentado Carlos Rottemberg.
A partir de esos dos mojones, las fotos, anécdotas y los títulos presentados por este incansable, respetado y querido hacedor se han multiplicado y lo siguen haciendo. Pero, claro, eso es otra historia en la larga historia de este defensor a ultranza del teatro que se apresta a celebrar, junto a su hijo y socio Tomás, los 45 años del señor de las 9010 butacas en La Feliz.