#CDMA: La soledad es una necesidad

Valeria y yo nos conocemos desde hace muchos años, cuando entré a la universidad y ella comenzaba la secundaria. No fuimos muy cercanos, ni compartimos grandes cosas. Era la hermana de una muy querida amiga y, por su edad, se movía en otros círculos. Sin embargo, el poco tiempo que coincidimos encontré fascinante que ella siempre estuvo un paso adelante que sus amigos. Mientras los hombres se clavaban en deportes como futbol, básquetbol o americano, y las chicas coleccionaban pósteres de integrantes de boy bands, Valeria se entretenía con novios de verdad.

No era la jovencita más hermosa ni popular, pero tenía un encanto único. Estoy casi seguro que ese poder de seducción radicaba en su sonrisa, que se desplegaba como el plumaje de un pavo real maravillando a quien estuviera cerca. Era un gesto magnético y reconfortante al mismo tiempo, capaz de ablandar hasta los sujetos más intransigentes.

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La vi crecer de lejos, principalmente por las historias que me compartía su hermana cuando nos reuníamos para tomar café por las tardes y, entre varias anécdotas, la única constante era que Valeria tenía un nuevo noviecito.

Un par de semanas atrás fui a desayunar con un amigo a un restaurante que acababan de abrir cerca de mi casa. Llegué casi un cuarto de hora temprano, por hacer un pésimo cálculo del tráfico que pensé que acechaba las calles de la ciudad a las 10 de la mañana. Me senté en la mesa, pedí un café y saqué mi iPad para perder el tiempo en lo que llegaba mi amigo. En ese momento escuché una voz preguntar:

—¿Anjo? ¡Tanto tiempo!

Era Valeria y sí, habían pasado, por lo menos, cinco años desde la última vez que la vi en algún cumpleaños de su hermana.

—¿Qué onda? ¿Cómo estás? —respondí.

Me levanté para darle un abrazo y su sonrisa seguía ahí, intacta. Quizá en su rostro se podían ver ligeros surcos que acentuaban sus expresiones, pero, a grandes rasgos, cumplía a la perfección el cliché que le dije:

—No has cambiado, nada.
—Tú tampoco —contestó—. Bueno, fuera de esa barba.

Mientras me daba un recuento de su currículum vítae, calculé que Valeria ya debía tener los 30 años de edad. Se veía plena y exitosa, tenía su propia empresa de medios digitales y era socia en un bar.

—¿Y te casaste? —pregunté develando mi curiosidad.
—No, nunca —dijo—. Viví mucho tiempo con un hombre que conocí en la carrera, pero jamás hablamos de dar el siguiente paso. De hecho, me acabo de salir de la casa. Llevo semanas viviendo en mi propio departamento.

En los pocos minutos que conversamos antes de que llegara mi amigo, Valeria me contó lo que yo ya sabía. Desde que tuvo noción de que existían las relaciones se involucró en ellas, cambiando de novio como si se tratara de la colección de una marca de ropa frente a una nueva temporada. Era como si hubiera nacido incapacitada para echar raíces.

—Con cada novio me sentí cómoda, enamorada, emocionada, pero en el fondo ninguno era suficiente. Llegaba un día en que, así, de la nada, me aburría y quería probar con uno nuevo. Con Juan fue diferente, duramos dos años de novios y otros dos viviendo juntos.
—Y, ¿qué pasó? —la interrogué—. ¿Te volviste a aburrir?
—No —dijo contundente—. Todo iba de maravilla, es solo que un día, cuando él se fue a un viaje de negocios, descubrí que, desde los quince, nunca he estado sola.

De repente entró mi amigo, me vio de lejos y levantó la mano para saludarme. Le devolví la seña y regresé mi atención a Valeria, quien al entender que nuestro encuentro se había acabado, dijo:

—Tengo 30 años y no me conozco.

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