Chile 1962… o de cuando México ganó por primera vez un partido en un Mundial (y celebró como si fuera campeón)

Alineados, los futbolistas mexicanos oyeron muy serios el Himno Nacional y vieron en la ceremonia inaugural cómo la bandera mexicana se izaba en el cielo marino de Viña del Mar. Una vez más, verde, blanco y rojo ondeaban en esta competencia internacional de peso infernal, horrible predestinación de cada cuatro años.

Cuando el arquero Antonio La Tota Carbajal y los otros 10 seleccionados atestiguaban cómo los cadetes de la Escuela Naval inauguraban con trompetas la Copa del Mundo Chile 1962, ser mexicano era una afrenta, al menos futbolística: para ese 30 de mayo de hace seis décadas, México sumaba en los cuatro torneos previos: 11 partidos mundialistas. Cero ganados, uno empatado y 10 perdidos. Nueve goles favor y 39 en contra. Una pesadilla.

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En el enorme marcador mecánico del estadio El Sausalito, junto a los nombres de los países que se enfrentarían estaba escrito un slogan: “Porque nada tenemos, lo haremos todo”. Era un extracto del emotivo discurso con que el directivo chileno Carlos Dittborn convenció a la FIFA de que su país organizara la justa pese a su pobre infraestructura futbolística.

No obstante, esas seis palabras también eran el espíritu con que el representativo azteca afrontaba una nueva Copa del Mundo: “Porque nada tenemos, lo haremos todo” era la síntesis perfecta de lo que los jugadores habían declarado a la prensa antes de volar a Santiago. El pasado eran puros fracasos, sí, y ahora sería distinto. Ganas sobraban, veríamos si no faltaba futbol.

¿Cuál era la Selección que a nuestro lado cantaba esa tarde su propio Himno? Brasil, a la que enfrentábamos por tercera vez en Copas del Mundo. En Brasil 1950 perdimos 4-0. En Suiza 1954, 5-0. Ahora, en el vigente campeón del mundo la figura era otra vez el sonriente y prodigioso delantero de 21 años que había consagrado a su equipo cuatro años antes, en Suecia 1958: Edson Arantes do Nascimento Pelé. A su lado, Garrincha, Babá, Didí, Zagallo, una orquesta maravillosa que había reinventado el futbol.

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Los capitanes Mauro y Raúl Cárdenas cambiaron banderines ante 10 mil asistentes, y el duelo arrancó a las tres de la tarde.

Aunque la Verdeamarelha de inmediato defendió su título haciendo temblar al equipo dirigido por Nacho Trelles con su arte de pases cortos, gracia circense y velocidad, México aguantó. A la furia rival la domó con un control sereno, e incluso estuvo cerca de convertir en un tiro de Héctor Hernández. El árbitro Gottfried Dienst pitó el fin del primer tiempo con un México templado, inteligente.

En el descanso, el técnico brasileño Aymoré Moreira exigió a su plantel algo simple como “¡a trabajar, muchachos!”, y Brasil volvió transformado. A los 11 minutos Pelé dribló a tres jugadores, perdió la bola, la recuperó y envió un centro a Zagallo, que de violenta palomita marcó el 1-0. Jesús del Muro lo había dejado solo, sin marca.

La Tota, desde ese instante, trabajó a destajo para contener a Pelé, entercado con su valla. Y hubo premio: a los 28 minutos, fuera del área, dejó atrás a un hombre, a dos, a tres, y ya dentro del área a otra tercia para con un zurdazo poner el 2-0 junto al palo. El partido pudo acabar en ese instante: Brasil congeló 17 minutos más el juego hasta extinguirlo.

Las sensaciones que México dejó no eran malas, pero la autocrítica era nula: “La derrota no es deshonrosa”, declaró Trelles. “Hicimos sudar a los campeones”, sonrió Alfredo del Águila. YLa Tota’ apeló a un mundo imaginario: “Si anotamos, como estuvimos a punto, les pegamos el susto de su vida y hubiéramos ganado”.

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De las caricias al Tri por la escueta derrota también se encargó el famoso cronista Ignacio Matus: “Por momentos México pareció el campeón”. Y había más. Los diarios mexicanos, sedientos de mimar a la Selección, en el vestidor brasileño pidieron a Pelé destacar algo de los verdes: “En la primera parte me tuvieron prácticamente inmovilizado”, concedió. ¿Su inmovilizador? El tapatío Guillermo Tigre Sepúlveda: “Ah, condenado negrito, tan bueno -exclamó-. Hay que sudar horas extras para tratar de sujetarlo”.

En cambio, Cárdenas, muy amargado, gruñó el nuevo infortunio nacional: “La desgracia quiere que siempre nos enfrentemos a esta manada de colosos. Acabamos vencidos una vez más”.

Para el siguiente partido, México tenía razones de ilusionarse: el primer tiempo ante Brasil había mostrado virtudes, y a la vez España, próximo rival, sufría un zafarrancho interno pues los jugadores odiaban al técnico Helenio Herrera, El dictador, maestro del ultradefensivo sistema Catenaccio. El otro lado de la Luna, el oscuro, tenía la cara de Ferenc Puskás, aterrador delantero húngaro del Real Madrid. Recién nacionalizado, debutaba por España en una Copa del Mundo, justo contra México.

El partido inició y los europeos, contrario a lo esperado, salieron a atacar como un hato de toros de lidia, pero Sepúlveda, Cárdenas y La Tota contuvieron al fondo. Desgastado de tanto buscar, el cuadro rojo se fue replegando: volvía así a su identidad defensiva, corrosiva, inclemente. Los goles se negaron durante 90 minutos, aunque México a punto estuvo de irse al frente en un remate a dos metros del arco que Héctor Hernández inconcebiblemente elevó demasiado.

Así, cinco minutos antes del final, se nos fue como agua entre los dedos la primera victoria mundialista. Con el duelo a punto de concluir, la esperanza puesta en la prórroga y la capacidad física -de la que México demostraba restos- llegó nuestra eterna desventura.

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Cuando al reloj oficial le restaba menos de un minuto (en una época en que no había tiempo añadido), Gento recuperó un balón en su propia área y como un potro salvaje, en un contragolpe de 12 segundos y cerca de 100 metros por izquierda, se llevó a tres hombres.

Al límite de la línea final metió un centro a media altura que un defensa rebanó de cabeza. La bola cayó en Peiró, que fusiló de cara a las redes.

¡No-No-No! En la última exhalación, en el suspiro final, en el estertor, México caía y estaba fuera de la Copa del Mundo. “Maldición gitana”, renegó el cronista televisivo Fernando Marcos. El árbitro ya no permitió sacar la pelota del centro. Desesperado, La Tota daba puñetazos al césped, se agarraba la cabeza, ocultaba su rostro ante los fotógrafos que se aproximaban, se revolcaba como moribundo.

“Sin poder contenerse, Antonio Carbajal salió de la cancha de El Sausalito con los ojos rasgados de lágrimas mientras le tributaban una ovación imponente”, narró el ‘Esto’.

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Pero no había consuelo. “No fue derrota honrosa, fue miserable desgracia”, escribió el periodista Antonio Huerta. Trelles se limitó a decir que estaba “apenado”, y su asesor técnico, Alejandro Scopelli, lo resumió como “un verdadero castigo”.

Unido al llanto de un país, aquel periódico de tinta café publicó en su portada del 4 de junio: “Los españoles se sacaron la lotería sin siquiera tener billete”.

¿Qué le pasaba a México? ¿Por qué jamás podía, y cuando parecía que podía algo pasaba? Cárdenas, el capitán, con los puños apretados del coraje buscó respuestas que no fueran la mala suerte. “Mientras sigamos sin hacer goles, solo habrá derrotas honrosas”, dijo.

Ya en calma, Ignacio Matus lo entrevistó. “México no logra limpiar las lacras en la delantera -dijo el mediocampista-, como son su falta de ánimo para disparar al marco y buscar con velocidad y decisión los remates a los centros. La defensa ha respondido bien, pero finalmente cayó porque la delantera no le da apoyo haciendo un gol. Un gol da respiro y mayor libertad al defensa y no lo hemos tenido”.

¿Y qué les falta a nuestros delanteros?

—Pique y velocidad al ataque, velocidad que sí enseñó España con un Puskás con 37 años encima. El delantero debe correr sin el balón, entrar a toda velocidad para jalar a la defensa, y no al trote como hacemos. Con velocidad apoyas al compañero que lleva el balón, das menos pases laterales y más avances a fondo.

¿De qué carecimos ante Brasil y España?

—Nuestros desempeños son elogiados, pero no ganamos pues no hacemos goles. Esos rivales acertaron y nos vencieron.

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El problema era que México carecía en los años 60 de ese delantero veloz, sagaz, técnico y hambriento. ¿Estaba en algún sitio y no lo habíamos descubierto? El asesor técnico Scopelli reconoció ese vacío: “Cuando México lo tenga estará entre los mejores del mundo. ¿Cuándo aparecerá? No lo sé, quizá ya está pateando en los llanos de México”.

Pero los llanos, acaso con multitud de genios sin descubrir, estaban muy lejos.

De regreso a La Tabacalera -sede de concentración- para preparar el partido final ante Checoslovaquia, el dolor del equipo era desgarrador, y a 9 mil kilómetros de distancia, también lo era. En una época sin internet, desde México los aficionados se hicieron escuchar: al búnker nacional llegaron mensajes enviados en clave morse. “Llueven cablegramas a Viña del Mar increpándolos por su derrota. Insultan a nuestros futbolistas”, reclamó el periodista Huerta. Y entonces La Tota, rabioso e impotente porque la ofensiva era una calamidad y sin goles no había modo de ganar alguna vez por más que México clasificara a 20 Copas del Mundo, salió de la portería.

¡Sí! En los entrenamientos abandonó su puesto para enseñar a los ocho delanteros del plantel que marcar era posible.

El diario Esto publicó una fotografía enviada desde Chile en la que el arquero batía al portero suplente Antonio Mota.

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El magnífico y veterano guardameta mexicano Antonio Carbajal ha demostrado en Viña del Mar que no solo sabe robar goles a los artilleros enemigos, sino también anotarlos en las vallas contrarias. Durante el entrenamiento, La Tota se fue a la delantera y logró un racimo de pepinos. Éste es uno de ellos”.

Y al día siguiente, lo mismo: “Carbajal, como siempre, es el más animoso. No solamente trata de animar la moral de sus compañeros con palabras de aliento, sino que predica con el ejemplo. Hoy volvió a actuar como delantero y siguiendo con su costumbre anotó tres goles”.

El portero de las cuatro Copas del Mundo ahora deba clases de remate a puerta.

Para colmo, México estaba herido. A Juan Jasso y Hernández se les habían tronado los tobillos. Y el propio entrenador, deseoso de jugar en los entrenamientos, tampoco andaba bien.

El ‘Esto’ no tuvo piedad: “También le dieron a Nacho Trelles y lleva una sandía donde antes articulaba una rodilla. No se preocupen, estará en la orillita de la cancha y discutirá nuevamente con los fotógrafos. Mientras la lesión no sea en la lengua, no habrá que apurarse”. ¡Pum!

Con desgano, pisamos por tercera vez el césped vecino del Océano Pacífico; ese 7 de junio no nos quitábamos de encima la premonición de otra desgracia. Y llegó, tal cual.

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Pensemos en algo desastroso. ¿Qué podría ser? ¿Quizá un gol apenas iniciado el juego? Pues eso ocurrió: saque inicial de Hernández, y toque a Sepúlveda, que la entrega en un pase de rutina a los pies del rival Václav Mašek. El checo divisa una línea recta hacia el arco azteca, la sigue sin descanso, y de un zapatazo vence a La Tota, que ese día cumplía 33 años.

El defensa Salvador Farfán se arrojó a las redes, abatido, como quien se lanza al abismo. Habían pasado 12 segundos del silbatazo inicial. ¡12! La Selección establecía un récord: el gol más rápido recibido en Copas del Mundo, vigente en las siguientes cuatro décadas. México ya era para la eternidad una burla internacional. “Todavía no poníamos ni los músculos de la garganta en funcionamiento, cuando ya nos lo hicieron”, dijo al aire el narrador Fernando Marcos.

Y entonces, lo inaudito, los verdes emergieron de ultratumba.

En una jugada de triangulaciones exquisitas en las que participó todo el equipo y ningún rival la tocó, ahora sí como una orquesta sublime, 12 minutos más tarde Isidoro Díaz la empujó para el 1-1. Y después, Alfredo Hernández robó en el área una pelota a José Masopust, y la envió a Del Águila. Cayéndose, el delantero la empujó para el 2-1.

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Un México irreconocible, voraz, disciplinado, alegre, mantuvo la ventaja hasta el último minuto del duelo, instante en que el defensa Jan Lála metió la mano. Penal. Los fotógrafos, como vacas en despoblado, desde el arco de La Tota se descolgaron corriendo en medio de la cancha para apostarse tras el arco europeo. Del Águila, suave, confiado, dio 11 pasos y la metió raso. 3-1, partido concluido. Esta vez no hubo desgracia.

México, al fin, después de 13 partidos y 32 años, ganaba un partido mundialista. Ovacionados por 25 mil espectadores, los mexicanos fueron obligados a dar una vuelta olímpica. Estaban eliminados de la séptima Copa del Mundo y no aspiraban a absolutamente a nada, pero recorrieron el perímetro de El Sausalito como campeones, eufóricos, vibrantes.

Ya en vestidores, Guillermo Cañedo, presidente de la Federación Mexicana de Futbol, lloraba: “el trabajo no puede ser inútil”. Trelles se animó a más: “Estamos entrando en la órbita de los grandes”.

Carbajal, el cumpleañero, era el héroe: “Parecía que un gol me ahogaba la fiesta. Un gol en la primera jugada, fíjate tú”, declaró al reportero Matus, antes de que sus compañeros cubrieran al arquero de una lluvia de flores. Jesús del Muro tomó la palabra.

—Que la felicidad te acompañe siempre y que nos acompañes otros dos campeonatos mundiales, cuando menos, le dijo.

—Qué más quisiera yo, pero ya son 33, manito, respondió La Tota.

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No fueron dos, pero sí un campeonato más.

Antes de volver al país, México se trasladó por última vez a su lujoso Hotel O’Higgins entre chiquitibunes, vivas de la afición chilena, claxonazos, abrazos y palmadas de montones de gente a los ídolos.

Éramos el lugar 11 del torneo, pero esa tarde de la primera victoria nos sentimos campeones del mundo.