Crítica de Gaviota: los muchos rostros del desengaño amoroso en un Chéjov exquisito

Gaviota, adaptación del clásico de Chéjov
Gaviota, adaptación del clásico de Chéjov

Obra: Gaviota. Dramaturgia: Juan Ignacio Fernández. Dirección: Guillermo Cacace. Intérpretes: Clarisa Korovsky, Pilar Boyle, Marcela Guerty, Romina Padoan y Paula Fernández Mbarak. Asistente de dirección: Alejandro Guerscovich. Producción: Romina Chepe. Sala: Apacheta, Dr. Enrique Finochietto 483. Funciones: los lunes, a las 20.30. Duración: 100 minutos. Nuestra opinión: excelente.

La obra La gaviota, escrita por Anton Chéjov en 1896, tiene uno de los comienzos más tristes y difíciles del teatro moderno: un maestro le pregunta a Masha por qué viste siempre de negro y ella responde: “Es el luto por mi vida. Soy desgraciada”. Síntesis enorme para retratar el dolor crónico. Una mujer se oscurece de manera explícita porque a ella no le tocó nunca ser iluminada, elegida o amada.

A partir de ese diálogo inicial, la obra desarrolla en una trama coral el desamor: el de las parejas y también los familiares. Kostia escribe obras, pero su madre le cuestiona su falta de talento. Ella es actriz y está en pareja con Trigorin, un escritor famoso. Nina, también actriz y novia de Kostia, se enamora de Trigorin. Él también de ella. Madre e hijo sufren el mismo desengaño amoroso. Como testigo, siempre está Masha, una espectadora de la tragedia y quien tiene algunos de los parlamentos más duros de esta obra, como un personaje secundario que se eleva poéticamente frente a la falta de protagonismo que no tuvo en su vida. Ella ama a Kostia aunque él nunca se entere.

Chéjov escribió una radiografía cruel y por momentos ridícula de una cadena de desencuentros en los que el narcisismo, el miedo y la falta de voluntad parecen fuerzas mucho más poderosas que el amor. Estos ambientes densos, aquellas palabras enunciadas como lanzas a fines del siglo XIX, ese vacío estructural es tomado ahora por el director Guillermo Cacace en Gaviota. La obra cuenta con la adaptación de Juan Ignacio Fernández, quien tomó los puntos medulares del texto original, que por un efecto de acumulación, al unir los momentos más dramáticos sin tanto espacio para la digresión, generan una potente densidad dramática.

“El cielo y yo estamos de luto. De luto para siempre por los que aman y no son correspondidos. Los días plomizos son para nosotros. Los de sol son para ellos, para los que se corresponden ¿Hay posibilidad de no ser lo que ya soy, una desgraciada ahora que llega la primavera y el sol hace crecer todo?”, dice Masha. Corresponder en el amor es, en Chéjov, un milagro.

Y el asunto del encuentro tiene en la versión Cacace un modelo poderoso. Su trabajo como director y maestro de actores pone el foco en la energía que circula entre los cuerpos, tanto de los intérpretes cómo de los espectadores. Construye un clima denso, de silencios, miradas, cercanía, un modo de decir que modifica lo que sucede en escena. Mucho más que personajes, en sus obras se ven cuerpos atravesados por emociones.

Clarisa Korovsky, Pilar Boyle, Marcela Guerty, Romina Padoan y Paula Fernández Mbarak son las actrices que dan vida al universo de Gaviota. Enormes para trabajar con la sensibilidad que pide la obra, que involucran al espectador de manera sutil, que no sueltan nunca la fuerza dramática, aunque apenas se muevan de sus sillas. Gran parte de la potencia de la actuación se contiene en el rostro, las miradas y la conexión entre ellas.

Todos los personajes de esta obra son interpretados por mujeres. La adaptación quitó a varios hombres que circulan en esa casa de campo (el paisaje rural es predilecto de Chéjov) pero dejó a dos fundamentales: Kostia y Trigorin, acá interpretados por Boyle y Korovsky, en una demostración más de que ideas más clásicas de representación, como el concepto de physique du rol, son en este tipo de teatro conceptos anacrónicos.

También lo es la idea de separar al público de la escena: en Gaviota artistas y espectadores se sientan alrededor de la misma mesa, comparten vino, copas y se sirven mutuamente. El vino circula como una constante, de la misma manera que el vodka abunda en las obras de Chéjov: un elixir para anestesiar el dolor.

Pero aquí el dolor no se anestesia y eso es algo bueno: ni en la vida ni en la ficción es posible blindarse contra el dolor. Abunda el discurso del amor propio, la felicidad en fotos, la autosuperación, pero el sufrimiento acontece y cuanto más se oculta, más patológico se vuelve. En Gaviota los espectadores pueden asistir en el momento en que a Kostia se le rompe el corazón, la desesperación de Irina cuando está por perder a su amor, el miedo inmanente que es el acecho de la desgracia y en la obra tiene el sonido de los disparos.

Todo ese drama construido en una atmósfera especial. Llegar al teatro Apacheta las noches de función es entrar en un espacio otro: una iluminación baja y cálida, una música envolvente y sensible, que oscila entre el folk, el rock alternativo y sonidos instrumentales depurados. A un costado, una mesa con vinos y variedad de quesos y pan se ofrece a los espectadores. Hay algo del ritual en la experiencia. El mundo del afuera comienza a diluirse frente a ese ambiente que funciona como preparación a la obra.

Espectáculos como Gaviota, que ponen en jaque cualquier expectativa sobre el deber ser de la representación, que no le indican al público dónde aplaudir, dónde reír, dónde emocionarse y que se permite la circulación de una sensibilidad nueva y particular para cada uno, son el refugio más sagrado que tendrá siempre el arte, frente al avance de la vida virtual, domesticada y alienada.