Tras el dolor, Nick Cave recupera la alegría y entrega una obra maestra, Wild God
Casi desde el comienzo de su carrera, Nick Cave convirtió a la fe en un elemento recurrente de su imaginario compositivo. Cuando estuvo al frente del ruido y la furia de The Birthday Party lo hizo no desde la veneración, sino para invocar el último lugar de refugio que le queda a quien se reconoce perdido en las sombras. Con el tiempo, pasó a ser una obsesión, un imaginario al que recurrir para contar sus historias y transpolarlas a su universo propio, donde conviven santos y asesinos, la manera de demostrar que se puede recurrir a los evangelios sin predicar desde un púlpito (“”Aceptar nuestra capacidad de hacer el mal, por muy difícil que resulte, puede, en última instancia, suponer nuestra redención”, escribió en su libro Más extraño que la bondad). Pero además, desde que la tragedia golpeó con fuerza dos veces en su círculo familiar, lo que antes era un discurso o un recurso narrativo se volvió un refugio, una herramienta para mitigar el dolor.
Cave perdió a su hijo adolescente Arthur en 2015, y ese hecho marcó un quiebre en su vida: el músico australiano pasó a mostrarse mucho más abierto y comunicativo, y convirtió al luto en el motor de su último disco frente a los Bad Seeds, Ghosteen, lanzado en 2019, tres años antes de que volviese a sufrir la muerte de otro de sus hijos. Pero después de que los espíritus lo acechasen durante tanto tiempo, ahora parecen haber regresado para ayudarlo a seguir adelante “Todos hemos tenido demasiado dolor, ahora es el momento de la alegría”, le dice un ánima a Cave en “Joy”, la cuarta canción de Wild God, publicado el pasado viernes 30 de agosto. La canción comienza construida desde una economía de recursos: acordes sueltos de piano, unas pocas notas de un oboe y una batería que parece dudar en emprender la marcha. Con ese telón de fondo, Cave describe la visita de “un fantasma en zapatillas gigantes, risueño y con estrellas alrededor de su cabeza” que no llega para atormentarlo, sino para liberarlo de su carga.
El tema funciona como una versión condensada de Wild God, un disco en el que cada canción funciona como un acto de fe en sí mismo, como lo muestra de entrada “Song of the Lake”, el primer tema del álbum. En un aura angelical con campanillas y cuerdas, la música parece evocar el ascenso a los cielos de un anciano que llega hasta la orilla del río y contempla a una mujer nadando en el agua envuelta en un haz de luz dorada y se debate entre quedarse en la orilla o zambullirse ante lo incierto (“Sabía que había encontrado el Cielo tal como lo describen en los antiguos pergaminos, pero aún sentía el peso del infierno sobre su alma vieja y mortal”). Y cuando la tensión del relato parece señalar finalmente la dirección hacia donde fluye la historia, todo se evapora hasta dejar sola a una batería que frena el tema en seco.
En la canción que da nombre al disco, no busca protagonistas en el mundo terrenal: un dios enfermo que se pasea por “una ciudad agonizante como un ave prehistórica”, con un halo de oscuridad que se evapora hasta la llegada de un coro gospel que la saca de su lamento y la hace estallar en intensidad dramática, con una referencia a una de las canciones de Push the Sky Away, su disco de 2013 (”Fue a buscar a la niña a Jubilee Street, pero ella había muerto en un departamento en 1993″). Y si de fe se trata, en “Frogs” Cave cuenta un momento de contemplación que tiene con una rana (una de las plagas bíblicas) al volver de la iglesia. El músico encuentra al animal “saltando hacia Dios, asombrado del amor, asombrado del dolor, asombrado de estar nuevamente en el agua en la lluvia dominical”, mientras su voz busca poner en evidencia su capacidad para asombrarse de las pequeñas cosas.
Y entre tantas jugadas fuera de lo común, “Final Rescue Attempt” es una suerte de back to basics para la música de Cave, un vals siniestro que habla del salvataje y la desesperación y que es también una súplica de amor como antídoto ante los males que están del otro lado de la puerta de calle. “Conversion”, en cambio, se mueve entre dos mundos: un comienzo en cámara lenta con un sintetizador que se pasea de derecha a izquierda para otra historia de redención y súplica protagonizada por dioses antiguos, hasta que un cambio de ritmo le abre paso a un coro de voces que parecen cantar como estalladas de rabia.
En el segundo tramo del disco, “Cinnamon Horses” pone en relieve el costado más cinematográfico de Cave, con vampiros capaces de tumbarse a tomar sol en las ruinas de un viejo castillo. En continuado, “Long Dark Night”, es un folk amable en el que su autor cuenta el secreto con el que aprendió a lidiar con las pesadillas que lo atormentaron durante sus noches más oscuras (“Estuve mucho tiempo dentro de un sueño, no podía salir. Te lo voy a contar, aunque sirve poco contar un sueño cuando soñar es todo lo que hacés”). El viaje de sanación del dolor tiene una última escala en “O Wow O Wow (How Wonderful She Is)” compuesta y dedicada a Anita Lane, antigua ex pareja de Cave y figura clave en sus años formativos de los Bad Seeds. Con el uso disruptivo de un vocoder, el tema es una canción de amor y despedida cálida, que en su último minuto incluye una vieja grabación de Lane hablando en un contestador, recordando una anécdota entre risas, o la manera que tiene cave de explicar que la memoria no vive solamente en la tristeza, sino también en la alegría.
Con “As the Waters Cover the Sea” como una despedida microscópica, Wild God termina su tour de force extendiendo al oyente una mano después de un sacudón emocional, una tormenta que es necesario atravesar para salir airoso del otro lado. Así como antes Cave parecía haber entendido que lo único que cura el dolor es mencionar a lo que lo lastima, esta vez parece haber aprendido que todo surte un mayor efecto cuando se hacen las paces con un pasado que no puede ser modificado.