Estrenos de teatro. El organito, o cómo la pobreza diezma la unión familiar

El organito, un clásico de la dramaturgia nacional
El organito, un clásico de la dramaturgia nacional

Autores: Armando y Enrique Santos Discépolo. Adaptación y dirección: Rubén Pires. Intérpretes: Gonzalo Álvarez, Marcelo Bucossi. Emanuel Cacace, Lucía Palacios, Facundo Pérez, Marcelo Rodríguez y Elida Schinocca. Vestuario: Nélida Bellomo, Rubén Pires. Escenografía y luces: Rubén Pires. Sala: Andamio´90, Paraná 660. Funciones: domingos, a las 17.30. Duración: 70 minutos. Entrada: $2.500, venta en la misma sala.

Estrenada dos años después de Mateo, en 1925, en la misma sala que la anterior: El Nacional, El organito tiene circunstancias similares. Aunque esta última, a diferencia de la anterior, fue escrita no sólo por el padre del grotesco criollo, Armando Discépolo, también intervino su hermano, Enrique Santos Discépolo, dramaturgo, actor y autor de los tangos “Cambalache”, “Chorra” y “Yira”, entre otros reconocidos títulos.

Cronistas tragicómicos de su época, los Discépolo supieron captar las peripecias sociales y los cambios a los que tuvieron que adaptarse las inmigraciones de las primeras décadas del siglo XX, que llegaron a la Argentina. Armando, en piezas de teatro, y Enrique Santos, en las letras de sus canciones, agudizaron su ingenio y creatividad para describir con afectuosas pinceladas a esos personajes que poblaron su producción, fiel retrato de una época de miserias compartidas, cambios y adaptaciones obligadas, que tuvieron que asumir sus personajes, agrupados a través del denominado grotesco criollo. Las crisis económicas que diezmaron parte de las vidas de esos hombres y mujeres, padres e hijos, no han perdido su vigencia. Esto puede observarse en El organito, en la que los hijos, hoy como ayer, deciden irse del hogar paterno en busca de una vocación, o a intentar encontrar otro destino.

Si en Mateo, el padre abatido ve como merma su trabajo, debido al auge del automóvil y son sus hijos los que lo ayudan, en El organito, los tres hijos de Saverio: Nicolás, Humberto y Florinda, podría decirse, aconsejados directa o indirectamente por su madre, Anyulina, abandonan el hogar, asfixiados por el maltrato y el desprecio de un padre, al que hoy se lo definiría como parte de un patriarcado tóxico, cuya mayor víctima es Anyulina (papel al que Elida Schinocca le aporta una elocuente y exquisita máscara interpretativa). Esta mujer silenciosa, que esconde su adicción al alcohol, prepara la sopa cuando consigue qué cocinar y observa los arrebatos de su marido resignada a acompañarlo hasta el final. Porque, según dice, considera que él la eligió como esposa, cuando la encontró en una iglesia pidiendo limosna, primera actividad llevada a cabo por el matrimonio, ya que después Saverio logró hacerse de un organito. Acompañado por una cotorrita, entrenada para sacar de un cajoncito un breve mensaje destinado a los que les daban una moneda al perspicaz y despótico Saverio, más la gorra que pasaba su cuñado apodado Mammamía, lograban subsistir. Pero en el presente, ni la cotorra Juanita le responde a sus indicaciones, ni el organito funciona, ni tampoco la imagen del “maltrecho” Mammamía logra atraer limosnas. Ante esa realidad acuciante que lo obliga plantear un cambio, Saverio adula inescrupulosamente a un músico que baila y hace percusión para que lo acompañe, ya que éste parece ser la figura del momento, que atrae los diezmos de aquellos que están dispuestos a ayudarlos. El nuevo integrante acepta la propuesta, porque de ese modo va a poder estar cerca de Florinda, la hija de Saverio, de la que está enamorado.

Rubén Pires, que puso en escena piezas de Beckett, Anouilh, Lorca, Shakespeare o la inolvidable Marat-Sade, que estrenó en 1998, preparó una versión de la obra de los Discépolo bien acotada a las circunstancias. “Traduciendo” cada una de sus secuencias escénicas en un sintético y bien logrado objetivo: dejar en claro al espectador, la crisis social de esa familia y el tono de la época, más el desasosiego y la desesperanza que esconden cada uno de sus miembros. Los que en su mayoría, en mayor o menor grado están atravesados por una serie de oscuras inquietudes, que los llevan a interpretar sus personajes mediante una serie de arrebatos de despliegue físico, que rozan intencionalmente la caricatura exagerada, a la vez que los sumerge en un dolor, como en el caso de Mammamía, de lacerante desesperanza (papel al que Marcelo Rodríguez le aporta su exquisita versatilidad escénica). Lo mismo sucede con el déspota tragicómico de Saverio, el padre, un Marcelo Bucossi que parece gozar creativamente con este tipo de criaturas imaginadas por Discépolo. Bucossi hace varios años atrás, integro el equipo de Stéfano, también dirigido por Rubén Pires, en la misma sala. Los más jóvenes: Gonzalo Álvarez, Lucía Palacios, Emanuel Cacace y Facundo Pérez aportan una versatilidad actoral de intensos matices dramáticos.