Fito Páez llevó a su público a vivir una noche exquisita, en donde repasó dos grandes discos de su carrera a puro talento
Como en la serie Dark, lo que se vio anoche en el Movistar Arena es la coexistencia, la sincronización espacio temporal de tres Rodolfo Páez de distintas edades . En este primer concierto de los cinco que el rosarino tiene previsto dar en el estadio de Villa Crespo en el marco de su gira “4030″, coincidieron tres versiones suyas: el joven prodigio, el adulto estrella y el veterano venerado. Cada uno de ellos, además, se coló en el set del otro para mostrar sus cualidades, y entre los tres pintaron un panorama bastante acabado de esa leyenda compleja a la que conocemos como Fito.
Pasa que Páez, con 61 años y un lugar recontra asegurado en el Olimpo del rock argentino, tocó entero y en orden su debut Del 63 (1984), y después también interpretó completo y respetando el tracklist original su octavo trabajo de estudio Circo Beat (1994), los dos discos que, con sus respectivos aniversarios, aportan el 40 y el 30 que dan nombre a la gira. Estuvo acompañado por Diego Olivero (bajo, teclado y coros), Gastón Baremberg (batería), Juan Absatz (voz, teclados y coros), Juani Agüero (guitarra y coros), Vandera (voz, guitarra, teclados y coros) y Emme (voz y coros), todos ellos de riguroso blanco y acomodados en fila, todos mirando al frente donde estaba el dueño de la pelota, en una disposición y una estética de culto místico.
El primer Páez en subir al escenario fue el veinteañero que se sentaba al piano y hacía canciones con algo de angustia, pero también mucha frescura. Había que encontrarlo ahí, compitiendo con el Fito de hoy, pero se lo veía en la inocencia de “Del 63″, en la inmediatez pop de “Rojo como un corazón” (a dúo con Emme como reemplazante del autor Fabián Gallardo), en el latin jazz colorido de “La rumba del piano” y su choque de frente contra la oscuridad de “Cuervos en casa”, en esa sátira a la Randy Newman de “Sable chino”, en la alegría de “Un rosarino en Budapest” que cerró la sección con toda la concurrencia parada y festejando. El Fito recién llegado a Buenos Aires estaba ahí, soplándole la cara a su par consagrado, mientras este se empeñaba en sacarle a sus creaciones la pátina sintética del disco (“hay toda una mezcla de sonido hiperdigital con la cosa mía, tanguera y melancólica”, declaró alguna vez a modo de autocrítica) y las volvía a soltar al mundo en plan orgánico.
Hubo un break que no entendieron los que no sabían que se tocaba un álbum entero y después el otro, y entonces subió -con su propio vestuario- el segundo Páez de la noche : el que venía de hacer nada más y nada menos el disco más vendido de la historia del rock argentino (El amor después del amor, 1992) y estaba en la cumbre de su fama y de su ego. Ese Fito desbordante de arrogancia que le dio a las canciones de Circo Beat un barroquismo y una extroversión que apabulló a varios, probablemente también haya sido el que decidió que ese trabajo merecía un homenaje de principio a fin a 30 años de su edición : bastante menos cohesivo que su exitoso antecesor, Circo Beat tiene -con toda lógica- puntos altísimos y otros que quizás no lleguen a merecer una fiesta de cumpleaños. Este Fito es muy diferente del anterior: es más exuberante, más grande, y lo prueba el inicio del set con el tema que da nombre al disco y “Mariposa tecknicolor”, una especie de cierre de recital anticipado. Ahí, el rosarino se quebró sin aviso: “Estoy emocionado por muchas cosas y eso no le hace bien a la música a veces, voy a hacer lo mejor para llegar al final”, dijo entre lágrimas y siguió como si nada con “Normal 1″, su “Penny Lane”. Donde más se lució este Fito que se sentía invencible fue en joyas como “Las tardes del sol, las noches del agua”, en una preciosa versión con el trance subrayado por un colchón de teclados que jugaban a ser cuerdas como en un tema de Portishead y con Emme vocalizando como Clare Torry en “The Great Gig in the Sky”. O en “Nadie detiene al amor en un lugar”, de estirpe tanguera y arreglos de smooth jazz. O en “Dejarlas partir”, cantada a corazón abierto en el centro del escenario. O en “El jardín donde vuelan los mares”, que en estudio era beatle purista, pero que en su encarnación en vivo 2024 es una mezcla de Lennon solista, Bowie y Prince. O en el final con “Nada del mundo real”, una página arrancada del cancionero de la era dorada del Hollywood musical. Ahí, en todo ese tándem, al Páez soberbio de 30 y pico de años que pescaba inspiración con mediomundo y hablaba muy seguido de Madrid, le sobró paño.
Y para la caída de telón hubo una efímera aparición de otro Fito: el maldito, el odiante con motivo, el de mordida apretada y nula esperanza que compuso “Ciudad de pobres corazones” en 1987 y ahora la tocó junto al Fito debutante que aportó los bríos, el Fito altanero que le puso épica y al Fito sagrado que condujo con oficio. Con una base que se repetía y se aceleraba casi subliminalmente hasta convertirse en un ruido de fondo opresivo, el guitarrista Juani Aguero soleó por largo rato y Páez lo manchó a propósito con pinceladas de guitarra, hasta que todo terminó con un ademán de manos que calló de golpe a la orquesta. Así, la noche de los tres Páez concluía con una certeza: para ser muchos y a la vez seguir siendo uno, no queda otra más que tener talento.