Garfield: fuera de casa; viaje a los orígenes de un personaje entrañable
Garfield: fuera de casa (EE.UU./2024). Dirección: Mark Dindal. Guion: Paul A. Kaplan, Mark Torgrove, David Reynolds. Edición: Mark Keefe. Música: John Debney. Voces originales: Chris Pratt, Samuel L. Jackson, Nicholas Hoult, Hannah Waddingham,Ving Rhames, Cecily Strong, Snoop Dogg. Calificación: apta para todo público. Distribuidora: UIP-Sony. Duración: 101 minutos. Nuestra opinión: buena.
La tecnología y el tiempo nos han devuelto al mundo más o menos normal en el que el dibujo animado tiene su propia poética. Lejos está aquel fúnebre 2004 donde Garfield, el gato perezoso y obeso creado por Jim Davis, intentó ser animación realista entre actores de carne y hueso y con la voz de (digno, a pesar de todo) Bill Murray. Después de secuelas y otras animaciones hechas a las apuradas, llegó la película que podría hacerse hoy sobre el personaje. Garfield: fuera de casa tiene lo suyo y funciona bien, el espectador se divertirá de acuerdo con lo que su humor le dicte. Hay buenos gags, pero la mayoría depende, justamente, del diseño.
Este es en parte un film de origen: vemos cómo el pequeñísimo Garfield encuentra a Jon, que será su amo, cómo mucho después -ya convertido en el gato que conocemos- se reencuentra con su verdadero padre, y cómo esto lleva a una aventura que implica un viaje. Coloca, pues, al personaje fuera del ambiente que le conocemos: no hay personaje más dueño de su propia casa que esta enorme bola de pelos. El tema es, en realidad, triste: la reconciliación de un hijo con un padre al que desconoce. En ciertos momentos, esto funciona bien y hasta conmueve; en otros, la necesidad del gag diluye el efecto. La rareza de la película consiste en el deseo de combinar una buena historia con cierta densidad y respetar no solo el diseño de personajes que creó Jim Davis -eso es preciso, calco de hecho- sino también la manera gráfica de representar las acciones. Los momentos más cómicos tienen que ver, justamente, con lo repentino, el montaje, los gestos apresurados y ridículos que son el alma de la tira y aquí se combinan con la mejor tradición del cartoon estadounidense. Son esos momentos los que generan algo más que un simple cuento para toda la familia llevado adelante con tecnología y brío.
Con el tiempo justo
El realizador Mark Dindal ha realizado, hace dos décadas y pico, una genialidad para Disney, Las locuras del emperador. Pero también le ha tocado hacer la peor película animada de la firma, Chicken Little. Sin embargo, en ambas demostró que su poder está en la caricatura y probablemente tal sea el motivo por el que es el adecuado para Garfield, que siempre fue una sátira de la vida suburbana desde los ojos más perezosos posibles. La obligación de llevar la acción a un “afuera” obliga a crear situaciones y, al mismo tiempo, respetar las reglas del personaje. Tal fin está logrado, y si la película -sin descollar- cumple con el contrato de divertir al espectador y proveerlo de emociones, es porque Dindal posee la precisión necesaria para que los movimientos y las escenas tengan el tiempo justo en pantalla. La comedia, se sabe, es cuestión de timing.
Sin embargo, hay algo que parece no estar del todo bien en la película. La doble obligación de resolver un punto de partida a todas luces angustiante (aunque el tratamiento sea ligero) y de respetar un canon demasiado establecido alrededor de lo que es no sólo una criatura de la ficción perfectamente establecida, sino también un producto con sus propias características. Garfield odia los lunes: debemos saber por qué odia los lunes (de paso, ¿es preciso saber por qué cualquiera odia los lunes?). Garfield ama la lasagna: se explica cómo se ha convertido en lasagnómano. Garfield sostiene una relación de amor-uso con el perro Odie: también hay que ponerlo lo más posible (aunque, digamos todo, Odie tiene no pocos momentos de dignidad y heroísmo). No falta casi ninguno de los personajes de base (que no son demasiados, aunque sí faltan algunos que el historietista fue agregando con el tiempo) ni uno solo de los ya lugares comunes que adornan al personaje. Este catálogo suele volver autónomas (es decir, innecesarias para el relato) varias secuencias y le quita profundidad a lo que debería tenerla. En este sentido, este filme sobre y con Garfield dice mucho más sobre el estado del cine masivo que de lo que busca contar. Debe haber una secuencia de acción heroica, cuanto más barroca, mejor; deben respetarse todas las señales de la marca, por muy redundantes que resulten; debe proveerse de toda clase de diversiones y de formas de la emoción, porque el público es amplio (debe serlo). Y el cuento, el relato, aquello que debería llevarnos de las narices, se resiente. Queda la habilidad de, con tal fórmula, encontrar los momentos en los que el humor es el justo y el espectador da rienda suelta a la risa o a la lágrima: si es por cuestión de porcentajes, esto queda saldado lo suficiente como para que no haya decepciones. Que es, ni más ni menos, lo que exige el espectador cinematográfico de hoy. Es paradójico, finalmente, que una película que saca al más perezoso de los personajes de su casa sea lo más parecido a un hogar totalmente seguro.