Mi hermano tiene esquizofrenia, y así le demuestro mi amor
NO PUEDO HACER QUE TIM MEJORE, PERO ÉL ME HA HECHO SER UNA MEJOR MÉDICA.
Cuando estaba estudiando medicina, mi hermano pequeño, Tim, viajó a Berlín para mostrar su arte. Estaba encantado de conocer a sus héroes artísticos y recorrer Europa con su novia.
Al aterrizar de regreso en Seattle, me envió un mensaje de texto: “El vuelo estuvo perfecto. Solo para mí”.
“¡Me alegro mucho!”, respondí. “Estoy lista para ir a recogerte”.
“Nos están escoltando a la salida”, escribió.
Eso sonaba inquietante, pero todo parecía ordinario cuando la pareja cansada y hambrienta subía a mi auto.
Sin embargo, mientras nos alejábamos, Tim dijo: “¡Fue totalmente increíble! Todos los mejores artistas estaban allí y querían conocerme. Estaban obsesionados con nuestro pug, Paris. Cada vez que les enseñaba una foto era como si ocurriera algo mágico. Todos se daban cuenta de que Paris era la conexión de todo en el mundo. Y entonces, en nuestro vuelo de vuelta a casa, el piloto llamó con anticipación para asegurarse de que el aterrizaje fuera especial para mí, y el avión aterrizó, y todos sabían que ya estábamos en casa”.
Por el espejo retrovisor, alcé las cejas alarmada mientras le echaba una mirada a su novia, que me respondió asintiendo, con cara de ansiedad.
“Tim, ¿qué quieres decir con eso de que ‘todos sabían’?”, le pregunté. “¿Quiénes son ‘todos’?”.
“La gente importante”, contestó. “Lo prepararon todo. Fue hermoso”.
Paramos en un restaurante y, cuando Tim fue al baño, le pregunté a su novia: “¿Cuándo empezó a hablar así? ¿Qué le pasa en la cabeza?”.
Me dijo que él no había dormido mucho en Berlín y que sus pensamientos eran cada vez más extraños. No estaba segura de que oyera voces, pero él estaba convencido de que la gente lo seguía y murmuraba para sus adentros de un modo que le preocupaba. Se secó las lágrimas cuando Tim salió del baño.
Quería llevarlo directamente a un médico, pero eso a Tim no le interesaba.
“¿Qué tal si mejor me llevas a la tienda de patinetas?”, propuso.
Las patinetas fueron el primer amor de Tim. En la escuela secundaria, él y sus amigos salían a patinar por las calles de Boise o acampaban en nuestro sótano viendo películas sobre patinetas.
Sentada en aquel gabinete, recordé lo que había aprendido en psiquiatría. Sabía que debíamos contar con el consentimiento de Tim para poder ir a una sala de urgencias, a menos que supusiera un peligro para sí mismo o para los demás o estuviera “gravemente incapacitado”, es decir, que fuera incapaz de atender sus propias necesidades básicas. A pesar de estar dramáticamente alterado y delirar, Tim no cumplía con esos requisitos.
Prometí llevarlo a la tienda de patinetas a la mañana siguiente, una excusa para tener más tiempo de conseguirle ayuda.
Después de dejarlos en su casa, llamé a mi madre, quien se desentendió del problema y me preguntó a mí —la estudiante de medicina— qué podíamos hacer. Me pasaba todo el día leyendo libros de texto, anticipando las preguntas que me harían los médicos supervisores, sin estar a cargo de nada. Viéndome obligada a adoptar el nuevo papel de guía médica familiar, me sentía perdida.
No estaba segura de lo que necesitaba mi hermano, pero sabía que era algo más de lo que yo podía ofrecerle. Llamé a algunas clínicas de salud mental, pero me dijeron que no podían atenderlo sin un diagnóstico previo. Era un callejón sin salida enloquecedor.
Lo recogí a la mañana siguiente; entre los dos, solo habíamos dormido unas cuantas horas. Tim hablaba con determinación de la magia del mundo y no dejaba de mirar un auto gris que, según él, nos estaba siguiendo.
Después de comprar algunas cosas en la tienda de patinetas, Tim por fin accedió a que lo llevara a hablar con alguien sobre sus problemas para dormir. Lo llevé al único lugar que conocía, el servicio de urgencias, donde acababa de pasar un mes aprendiendo medicina de urgencias.
Me sentí vulnerable de una forma muy distinta a la primera vez que me puse una bata blanca y entré por esas mismas puertas. Como estudiante de medicina, me preocupaba no saber cómo ayudar a los pacientes. Ahora me aterrorizaba que no pudieran ayudar a mi hermano. Después de registrar a Tim, le susurré a la enfermera: “No estoy segura de cuánto tiempo podré convencerlo de que se quede aquí”.
Consiguió que entráramos de inmediato. Esperamos en una sala vacía, mientras Tim caminaba inquieto de un lado a otro.
Justo cuando Tim exigió que nos marcháramos, entró la psiquiatra. Consideró que podría tratarse de una psicosis inducida por drogas o de un trastorno psicótico nuevo, algo que solo se sabría con el tiempo. No encontró ninguna razón de peso para retenerlo y nos despidió con la receta de un somnífero y un folleto de centros de salud mental.
Yo tenía 26 años y salí de ahí con el peso de la psicosis de mi hermano de 23 sobre los hombros. Marqué todos los números del folleto, pero ninguno estaba disponible. Faltaban semanas para la cita más próxima.
En la universidad me habían enseñado que alguien con un brote psicótico necesitaba una evaluación y tratamiento inmediatos. Llamé a la psiquiatra y me reiteró que no podían hacer nada más. Concluí la llamada con amabilidad y luego saqué mi frustración a gritos.
Durante el año siguiente se confirmó su diagnóstico: esquizofrenia.
Tim empezó a tomar medicamentos que lo ayudaron por un tiempo. Sin embargo, nunca volvió a ser el mismo. Rompió con su novia y se quedó en Boise.
Con el tiempo, la paranoia de Tim volvió a aumentar y fue incapaz de llevar una vida “normal”. Tomaba sus medicamentos, se los ajustaban cuando las voces de su cabeza se volvían más ruidosas y aterradoras, y vio cómo su mundo se encogía.
Hoy en día, muchos años después, Tim vive solo en una casa pequeña, una situación que ha sido posible gracias a los cuidados diarios de mi madre. Incluso en sus periodos de mayor organización, es incapaz de mantener un empleo o relacionarse de forma significativa con más de unas cuantas personas conocidas. Cuando acompaño a mi madre a una de sus visitas, Tim solo tolera unos minutos de conversación conmigo en la puerta.
“¿Cómo estás?”, le pregunto. “¿Estás haciendo algo de arte?”.
“Estoy bien”, dice. “A veces hago un poco de arte. Mamá viene todos los días. Mamá, ¿a qué hora vendrás mañana?”.
“A las nueve”, dice ella.
“Muy bien”, responde él. “Me dio gusto verlas. Tengo que irme. Mamá, ¿mañana a las 9?”.
“Mañana a las 9”, confirma. “Con tu café”.
“Con mi café”, contesta Tim. “Mañana a las 9. Muy bien”.
“Me alegro de verte, Tim”, le digo. “Te quiero”.
“Adiós”, dice, y regresa al interior.
Tim siempre fue nuestro artista. Cuando tenía 6 años, empezó a dibujar cómics, incluido uno de un cerdo en un corral que fumaba despreocupado un cigarrillo. Al lado, añadió una mano con el dedo índice apuntando al cerdo. El pie de foto decía: “No ay rason para que los serdos no puedan fumar”. Me hizo mucha gracia encontrar ese cómic años después y lo mandé imprimir en una camiseta.
Los cambios en la realidad de Tim se han reflejado en su arte. En la escuela de arte, sus obras incluían colores divertidos y figuras geométricas con influencia de graffiti, un estilo que lo llevó a trabajar en una galería y a aquel viaje a Berlín. Tras su diagnóstico, sus lienzos se transformaron en perspectivas cada vez más distorsionadas y monstruos perturbadores.
Hoy, como médica de urgencias, a menudo atiendo a pacientes con afecciones psiquiátricas. Hace poco, una familia trajo a su hijo de 22 años cuando empezó a oír voces. No representaba un peligro para sí mismo ni para los demás y se negó rotundamente a ser hospitalizado, por lo que quedó descartada la admisión voluntaria o involuntaria.
Pasé horas llamando a psiquiatras antes de encontrar uno que lo atendiera rápidamente. Aún puedo ver la expresión en el rostro de sus padres cuando les dije que lo mejor que podíamos ofrecerles era una visita a la clínica esa misma semana. Les dije que comprendía lo difícil que es navegar por el sistema de salud mental para atender a un ser querido y que estaban haciendo lo correcto. Les pedí disculpas por nuestro maltrecho sistema y por lo que le estaba ocurriendo a su hijo. No sabían lo mucho que significaba para mí su caso.
Otra joven que trajeron sus padres estaba convencida de que la CIA le había implantado chips electrónicos en el cerebro y, cuando me conoció, quedó convencida de que yo también era parte de la CIA. Pasé la mayor parte de un turno con mucho trabajo elaborando un plan para ella. Esa vez tuve más suerte, pues el psiquiatra de guardia estuvo de acuerdo en que su enfermedad requería hospitalización. Me pareció una victoria, pero solo por ese día, porque sabía que su familia apenas estaba empezando el largo y doloroso camino de enfrentarse a esta enfermedad.
Ahora, muchos años después de la visita de Tim a mi servicio de urgencias, sigo viendo el lugar a través de sus ojos. Cuido a Tim cuando cuido a otros pacientes que sufren enfermedades mentales. Cuando les llevo un sándwich, una manta caliente o un par de calcetines secos, siento que lo hago como un miembro de su familia. Les recuerdo a mis estudiantes de medicina y residentes que esos pacientes que dicen cosas extrañas que les provocan ganas de reír, llorar o salir corriendo son los hijos, los hermanos o los primos de alguien.
Es la forma en que le demuestro mi amor a mi hermano, en la que amplío nuestra relación más allá de unos minutos en su puerta. Ojalá Tim pudiera entender lo mucho que he mejorado como médica gracias a él. Por él, en realidad.
c.2025 The New York Times Company