Intensa Mente 2: correcta continuación del éxito de Pixar, que tiene como villano al terremoto emocional de la adolescencia
Intensa Mente 2 (EE.UU./2024) Dirección: Kelsey Mann. Guion: Dave Holstein y Meg LeFauve. Fotografía: Adam Habib, Jonathan Pytko Edición: Maurissa Horwitz. Música: Andrea Datzman. Voces originales: Amy Poehler, Maya Hawke, Phyllis Smith, Lewis Black, Tony Hale, Kensington Tallman, Diane Lane, Kyle MacLachlan. Calificación: apta para todo público. Duración: 96 minutos. Nuestra opinión: buena.
Muchos consideran Intensa Mente, el largo de Pixar de 2015 realizado por Pete Docter, una obra maestra. Tal definición es, por lo menos, exagerada: es un film simbólico, que explica sus símbolos constantemente y crea reglas nuevas a medida que avanza. Suele ser el problema de las ficciones que transcurren dentro de la mente -tara que comparte El origen, otro malentendido de Christopher Nolan- porque la mente y la conciencia (Daniel Dennett y compañía aparte) siguen siendo un gran misterio. Pero quizás los públicos masivos de hoy requieran ser así de explícitos y de allí el éxito de Intensa Mente entonces (bueno, y de El origen también) y la justificación para la existencia de Intensa Mente 2. Salvo que esta vez tenemos buenas noticias.
Sinceridad profesional: a la salida de la función privada no había un entusiasmo gigante como el que sucedía con Up, Wall-E, Toy Story 3 y ni hablar de la verdadera obra maestra de Pixar, la aún insuperable Ratatouille. Pero vamos a romper una lanza por esta continuación, empezando por sus virtudes formales: dura mucho menos, explica menos (después de todo, ya sabemos cómo funciona todo hasta la náusea con el film anterior) y no es derivativa.
Riley, la niña cuya mente es el hogar de Alegría, Tristeza, Miedo, Disgusto e Ira, llega a los trece años, se enfrenta a la adolescencia y, simultáneamente, llegan nuevas emociones: Envidia, Vergüenza, Ennui (que es y no es “aburrimiento”, y en inglés es muy divertido su acento francés) y, sobre todo, Ansiedad, que termina generando un desastre en la mente de una protagonista que intenta encajar y lidiar con sus cambios durante un fin de semana de entrenamiento de hockey, su pasión. Las emociones primigenias son expulsadas del Centro de comando, Ansiedad toma las riendas, hay un viaje de ida y vuelta y todos deben hacer las paces con todos por el bien de Riley. Toda la trama es esta.
Vamos a dejar de lado la precisión de los diseños, porque eso no asombra a nadie: sabemos qué esperar de Pixar en ese campo y siempre cumple, aunque ya no sorprenda. También que hay algunos chistes poco inspirados o directamente incomprensibles por lo anacrónicos (la parodia del mítico comercial de Apple de 1984 difícilmente tenga hoy espectadores que la entiendan). Pero hay algo que eleva este film sobre el entretenimiento masivo más reciente: concisión. Y también algo importante que quizás moleste que se diga, pero es la única manera de representarlo: que a medida que crecemos sentimos menos alegría. Entender y entendernos genera contradicciones. El mundo es un lugar complejo porque nosotros lo somos. En ese punto sí, la película puede expresar una verdad simple a través de las imágenes y emociona (más al adulto que al niño, por necesaria identificación) de un modo más genuino que en la primera entrega, que forzaba un hecho de suspenso innecesario para llegar a una enseñanza. Aquí está perfectamente inscripto en el guion.
Sin embargo, hay un punto que debemos destacar respecto de lo que sucede hoy con Pixar, alguna vez la vanguardia imbatible del cine de gran espectáculo y el estudio que consolidó para el público masivo la idea de que el placer de ver animación no se restringía a la infancia. Ese punto es el miedo de dejar afuera a alguien, de vender una entrada menos porque algo queda fuera de la comprensión o la representación. Hay algo un poco forzado -porque es demasiado notable, porque se filma para que sea notable- en que el reparto de niñas “fuera de la mente” incluya una latina, una afroamericana, una sinoamericana y una chica con hijab. No implica que tales cosas no existan, pero sabemos que hay allí una sobreactuación, especialmente porque ninguna de estas cosas cumple rol alguno (lo que, por otro lado, implica una normalización bienvenida). Es el “tenemos un amigo X” de las grandes producciones y por eso nos suena poco auténtico. Sin embargo, esa tara es la menor.
La mayor es, nuevamente, la idea de que nada debe quedar implícito, nada debe ser ambiguo aunque la moraleja -paradoja de paradojas- es que las personas no son definitivamente malas o buenas, o que las buenas personas pueden comportarse mal. Es en la trama o, para ser mucho más precisos, en el guion donde esto se nota. Y en el humor: salvo el momento en el que los personajes son encerrados en una “bóveda de secretos” (allí hay un poco de la gran herencia anárquica de Looney Tunes y se agradece), no termina de funcionar, como si la melancolía que termina impregnando -razonablemente- el adiós a la infancia invadiera incluso los momentos de puro juego.
Ese es el gran problema no técnico de las dos Intensa Mente: no juegan, no se divierten, no proponen al espectador la alegría abstracta que sí proponían Mike Wazowski y John Sullivan, o la dinámica familiar simpsoniana de Los Increíbles. El utilitarismo fílmico va a terminar arruinando la diversión, como casi le sucede a Riley respecto del hockey hacia el final de la película. Por suerte, ella vive en un mundo donde no se estrenan películas que transcurren en la mente de una persona.