Jan Vogler, el chelista estrella que dirige el Festival de Dresde: “Cuando algo es extraordinario, nadie se quiere quedar afuera”
DRESDE, Alemania.- Con la misma elegancia y naturalidad con la que interpreta las suites de Johann Sebastian Bach y las finas sonatas de Vivaldi o los grandes conciertos para chelo de Schumann y Tchaikovsky, así Jan Vogler comparte el escenario con estrellas del rock como Eric Clapton en un concierto conjunto para el Festival de Dresde o con estrellas del cine, como el actor Bill Murray en un original espectáculo literario-musical seguido de una gira mundial y de un film para la pantalla grande. Con la misma disciplina e inspiración con que aborda en su exclusivo cello Stradivarius “Fau Castelbarco”, de 1707, los más exquisitos compositores barrocos, clásicos y románticos, así también estudia la música contemporánea, ya sea que el compositor se llame Udo Zimmermann o Elliott Carter, Astor Piazzolla o Jimi Hendrix. Vogler acaba de concluir la edición del 30º aniversario del Festival de Moritzburg con un gran concierto a cargo de Midori, interpretando el Concierto para violín, de Brahms, junto a la Orquesta de la Academia en la Frauenkirche de Dresden, sumado al lanzamiento de una grabación conmemorativa titulada The Dvorák Album, con un ensamble de cámara para el sello Sony Classical.
Nada le es indiferente a este músico excepcional, un virtuoso del chelo, cosmopolita, emprendedor, apasionado y desbordantemente creativo que impone un solo límite, una sola condición a la hora de diseñar sus innovadores proyectos: la más elevada calidad musical. Una prueba de su genio multifacético es el disco que acaba de lanzar para el sello Sony con arreglos propios grabados junto a la Filarmónica de la BBC bajo la dirección de Omer Meir Wellber. ¿Cuál sería a primera vista el contenido de un álbum cuya carátula anuncia Pop Songs? Pues en la singular perspectiva de Vogler, un álbum de canciones pop comienza con arias de Monteverdi y Purcell, atraviesa Mozart, Rossini, Verdi, Wagner, y concluye en las melodías de John Lennon y Paul McCartney, Erwin Drake y Michael Jackson. Un proyecto que pone de manifiesto no solamente su gusto por la experimentación sino también, una filosofía del arte apartada de todo convencionalismo.
De Berlín oriental a Nueva York
Jan Vogler nació y creció en la Berlín Oriental, en la mitad comunista de la capital alemana que, en 1989 (cuando tenía 25 años de edad), derribó el Muro que dividía al mundo en dos partes. Hoy vive en Nueva York, está casado con la violinista china Mira Wang, es padre de dos hijos y afirma que su mayor fortuna fue haber nacido en una familia de intelectuales: su madre, una violinista de la Sinfónica de Berlín y su padre, un músico de la Komische Oper que, además de introducirlo en el mundo de la lírica, le enseñó las primeras armas en el instrumento con el que se convirtió en un músico de clase mundial, uno de los más brillantes cellistas de nuestro tiempo.
Desde 2008 Vogler dirige los Dresdner Musikfestspiele, un festival de música que se desarrolla durante cuatro semanas entre mayo y junio en la histórica ciudad de Dresde (capital del estado alemán de Sajonia), un encuentro que bajo su energía transformadora y su tan eficiente dirección ha crecido en fama, prestigio y proyección internacional. Uno de los datos que dan cuenta de la jerarquía del festival es la concentración de orquestas y directores invitados de primer nivel: la Filarmónica de Viena y la de Londres, la de La Scala de Milán, la Hessischer Rundfunk de Fráncfort y la del Festival de Budapest. Tres norteamericanos: Filadelfia, Pittsburgh y Cleveland. Y las dos celebridades locales: la Filarmónica de Dresde, dirigida por Kent Nagano y la Staatskapelle (considerada la más antigua del mundo), por Christian Thielemann. A esta constelación se suman las batutas de equivalente categoría: Andris Nelsons, Simon Rattle, Riccardo Chailly, Paavo Järvi, Ivan Fischer, Franz Welser-Möst, más una sucesión de solistas notables que hacen de este encuentro un verdadero must de la agenda musical internacional. Otros datos expresan en números el éxito de este certamen en su 45ª edición: 65 conciertos y (no obstante el comienzo tardío de preventa a causa de la pospandemia) una recaudación de 1,4 millones de euros por venta de entradas. En la ciudad de Dresde, Jan Vogler recibió a LA NACION.
-Un distintivo notable de este festival es la concentración de orquestas de primer nivel mundial ¿Ha sido siempre así o es una impronta suya?
-Es una impronta mía. Cuando empecé a dirigir los Dresdner Musikfestspiele una de mis observaciones fue que el público de esta ciudad tiene un marcado interés por las orquestas. Es un público exigente, acostumbrado a tener como referencia a sus dos grandes orquestas locales [la Staatskapelle y la Dresdner Philharmonie, ambas dirigidas por célebres batutas], de modo que cuando se invita a otras orquestas para escuchar cómo suenan, la competencia exige que pertenezcan al mismo rango de las propias, que es el más alto del mundo. Es decir: que tengan un sonido diferente y espectacular. Pero lo más importante es pertenecer a la liga de las mejores porque ese es el rango que presentamos en este festival.
-¿Qué tan decisiva es la propia trayectoria para el director de una institución musical?
-Absolutamente decisiva. Soy yo quien tiene el vínculo musical con los artistas y las grandes orquestas de las cuales fui solista desde mucho antes de ser director. Recorro el mundo como chelista desde hace décadas y sé quién es quién en el panorama internacional o sea que el festival se ahorra mucho dinero conmigo (risas). En este medio hay que contar con un factor fundamental: los músicos siempre nos preguntamos ¿quiénes tocan y quiénes dirigen? Si vamos a tocar con una orquesta, si vamos a un teatro o a un festival… nos hacemos esa pregunta para saber en qué liga juega esa institución. Para un artista de jerarquía, esa respuesta es categórica.
-¿Usted fue elegido para este cargo por ese factor?
-Mi elección fue por un carril excepcional ya que fui elegido sin atravesar un concurso ni un proceso de selección de candidaturas como sucede habitualmente. En 2008, el intendente de la ciudad me invitó a almorzar y me preguntó qué cambiaría yo en la orientación del festival, de modo que fui elegido sin competir por el puesto. Yo ya había creado Moritzburg [renombrado festival de música de cámara con 30 años de vida] y conocía muy a fondo el trabajo de dirigir una institución de música. Por eso acepté la responsabilidad de un festival que en aquel momento no estaba a un primerísimo nivel: no venían estas orquestas ni estos directores famosos.
-¿Cuál es el rol que usted considera le cabe a la política en la vida cultural?
-La política debe ser inspirada por los directores de las instituciones. Tenemos el caso de Berlín, donde el director de un teatro marcó fuertemente la política cultural de esa ciudad: Daniel Barenboim. También Kent Nagano logró impregnar la política cultural con sus extraordinarios programas musicales. Esa es la misión de un verdadero director: marcarle el rumbo a la política, ¡jamás al contrario! La política nunca puede señalar un camino artístico sencillamente porque el político no es un profesional. Los políticos cambian de áreas y de temas con una facilidad asombrosa porque son simples “gerentes de recursos” que no poseen conocimientos, experiencia ni dominio profesional. Un político está hoy en el ministerio del Interior y mañana en el Ministerio de Defensa. Por eso es decisivo que el director, que es el profesional de la música, asuma un proyecto con una clara visión pues una de sus tareas es conseguir el acompañamiento de la política, de los esponsors y del público. Lo que consigue un gran director es que esos tres sectores de la sociedad sientan que no pueden dejar de acompañar su proyecto musical.
-Cuenta con una vasta experiencia en proyectos crossover: ¿qué opina sobre la incorporación del rock y otros géneros populares a la programación de instituciones clásicas?
-Si se trata de una banda del montón a la que se le pone un poquito de algo clásico… eso es una salsa cualquiera. Es algo anónimo y el arte no puede ser anónimo. Nosotros no hacemos eso. Hacemos proyectos de muy alto nivel y si queremos incorporar world music, convocamos a los que realmente tienen algo artístico que decir, porque solo la calidad es la salvación de todo.
-¿Qué significa ser “anónimo” y qué considera “de calidad”?
-Un concierto popular donde ponemos un poco de orquesta, otro poco de violines, otro poco de música de película… eso es anónimo, sin ningún contenido. Para el oyente puede ser agradable pero no es más que eso: algo vacío sin conexiones reales. Hacer algo popular por el mero hecho de ser popular, de por sí no sirve para nada. Y respecto de la calidad: si por ejemplo quiero introducir música de películas, lo traigo a Michael Nyman [autor de la banda de sonido de La lección de piano]. Pero a que produzca una música aquí. Si quiero experimentar algo sinfónico con el rock, no traigo una banda cualquiera. Lo convoco a Sting con la Staatskapelle de Berlín. ¡Pero a crear algo nuevo aquí! Eso es lo que yo llamo pensar en algo que no sea anónimo y eso solo lo garantiza un músico de gran nivel.
-De su vida como berlinés del este ¿qué situaciones serían hoy impensables para usted?
-En una democracia no es tan decisivo para el futuro de una persona si nace en una familia culta o no. Cualquiera puede decidir su camino en libertad. En la RDA [República Democrática Alemana] era completamente lo contrario. El sistema político era tan restrictivo que el origen lo determinaba todo. Yo tuve la fortuna de nacer en una familia de intelectuales que poseían una biblioteca inmensa. Crecí en la ópera y los conciertos, en un ambiente de cultura donde veía el teatro alemán y la vanguardia rusa, el cine de Visconti, Fellini y Buñuel. Pero cuando cayó el Muro de Berlín y descubrí, por ejemplo, que un colega muy amigo mío era parte de la Stasi [servicio de inteligencia de la RDA], fue un gran shock para mí. Él venía de una familia politizada, muy cercana al gobierno, de esas que proclamaban a los cuatro vientos que el comunismo debía sobrevivir para enfrentar a los “enemigos capitalistas” que eran los malos (risas). Recién ahora, 30 años más tarde, entiendo que mi amigo no podía escapar de eso, no podía ser otra cosa más que de la Stasi porque así de determinada es la vida en los sistemas restrictivos. Allí el individuo no tiene opciones y el destino de las personas, aunque uno ni siquiera tenga la conciencia de ellos, está planificado por el sistema.
-¿Qué es lo que más valora de la democracia?
-¡Todo! Todo lo que yo hago actualmente como dirigir este festival, viajar por el mundo, dar conciertos con mi cello, vivir en Nueva York, educar a mis hijos en esa ciudad. Todo sería imposible bajo el régimen comunista. Sin democracia, sin libertad como se vivía en aquel sistema, a nadie se le podía garantizar una chance en su vida excepto al hijo del obrero, que sí era promovido porque el obrero tenía el estatus más importante en la sociedad. Igualmente, todo estaba planificado por el Estado. La democracia y la libertad implican una cuota de caos, pero son bienes esenciales para el ser humano.
-Estamos en Dresde, una ciudad que fue completamente destruida por la guerra ¿Qué reflexión le merece la invasión rusa a Ucrania?
-Creo que la gente lamentablemente no pudo aprender a través de las generaciones, que la conciencia de esa experiencia anterior es cada vez más débil. Me mantengo optimista, pero creo que hemos olvidado lo que significa una guerra, hemos perdido la memoria y con ella, la conciencia de todo lo que hay que hacer para sostener la paz. Todo lo que hagamos por sostenerla es poco. Mi sensación es que ya se encendió la chispa. La guerra está aquí y me temo que el mundo no se ha preocupado lo suficiente por mantener ese ideal supremo que es la paz.
-¿Qué lecciones le ha dejado la pandemia?
-A poner todo en perspectiva. ¿Qué tan importante es la música? ¿Se puede prescindir de ella? La gente puede prescindir completamente de la música desmotivada, aburrida, tocada sin esmero. Esos conciertos de abono donde el músico se sienta en su silla y lee el atril de la manera más rutinaria e indiferente: esos conciertos son totalmente prescindibles. Aunque toquen las notas exactas, son inaceptables. La idea es apartarse de la rutina, desentrañar la emoción de la música, subir al escenario en busca del arte y de la creación de algo especial, de lo que pasa en cada una de esas notas, de la vida que hay en ellas. De eso se trata porque solo cuando somos fuertes y desplegamos un gran carisma es que somos imprescindibles. Lo que el público necesita no son las pequeñas dosis, sino las grandes dosis: los conciertos que son verdaderos acontecimientos, esos donde hay tanta energía que la gente deja la sala sintiendo que no podía perderse una emoción así. Y lo peor, en cambio, es cuando dicen: “Mmm, estuvo bien” ¡No! La música te tiene que quitar el aliento o no sirve. Esas son las emociones imprescindibles y la gente no quiere vivir sin esa música, la que se interpreta y se transmite como una gran vivencia porque cuando es algo extraordinario, nadie se quiere quedar afuera. “FOMO” se dice en inglés [acrónimo de fear of missing out]: el temor de perderse una experiencia fascinante. Ese sentimiento se ha reforzado con la pandemia, pero no es válido para cualquier cosa sino solo para aquello único y excepcional que se convierte en inolvidable. Ese es el aprendizaje que nos ha dejado este tiempo tan amargo. Esa es la música de la cual el ser humano nunca podrá prescindir.