Joven, gay y soltero entre monjas y viudas

Joven, gay y soltero entre monjas y viudas (Brian Rea/The New York Times)
Joven, gay y soltero entre monjas y viudas (Brian Rea/The New York Times)

DESPUÉS DE GRADUARSE DE LA UNIVERSIDAD, IMAGINABA QUE ESTARÍA USANDO GRINDR PARA BUSCAR UN AMANTE, NO VIVIENDO CON MI ABUELA.

Cuando me gradué de la universidad en Portland, Oregon, hace ocho años, soñaba con tomar mi especialidad en español, mi espíritu de aventura y mudarme al extranjero, donde de inmediato tendría un amante gay que me presentaría nuevos idiomas, comidas y sexo.

En vez de eso, me regresé a vivir en mi pueblo natal, en Saint Paul, Minnesota, y me instalé en el departamento de mi abuela en un asilo católico, donde ella y yo apenas hablábamos y donde ella, al menos, no comía. A los 90 años, después de haber vivido una vida larga y saludable, había decidido morir de hambre, y yo había decidido, a petición de mi madre, estar ahí con ella.

Habían pasado 65 años desde que mi abuela se había trasladado a Estados Unidos desde Irlanda. Aunque hablaba con acento marcado y seguía prefiriendo el té al café, no se vanagloriaba con historias del hermoso país que había abandonado.

“Sean y Jimmy odiaban Irlanda”, decía a menudo sobre mi hermano y mi primo, que habían estudiado allí a principios de la década de 2000. “Llovía todo el tiempo y sus pies nunca estaban secos”.

Por supuesto, lo único que oí fue lo mucho que les gustaron sus semestres en Irlanda; nunca se quejaron de tener los pies mojados. Pero mi abuela había dejado esa isla húmeda y gris, brutalizada por el imperialismo británico, y nunca miró atrás. Aterrizó en la Ciudad de Nueva York, el opuesto brillante y bullicioso de su patria lenta y enjuagada de mar. Llevaba trajes de pantalón de lino rosa y blusas florales color turquesa, nunca lanas irlandesas beige ni faldas largas a cuadros. Prefería la pasta con salsa roja y no las papas ni el pan negro.

Y luego, al llegar a los 90 años, había decidido morir al parecer con tanta confianza y determinación como cuando salió de su país natal. Tras estar sana toda su vida, y todavía bendecida con la capacidad plena de caminar, hablar y cocinar, mi abuela dejó de comer. No hubo ninguna discusión en la familia sobre si la alimentaríamos a la fuerza o la obligaríamos de alguna manera a vivir más años de los que su cuerpo podría haber cumplido. Simplemente permaneció en su silla, envuelta en rosarios, esperando lo que ella creía que era su siguiente paso: el cielo.

El anuncio de la muerte de mi abuela se produjo un mes después de mi graduación universitaria. Como la persona sin trabajo y sin rumbo fijo que era entonces (excepto por el objetivo de experimentar nuevos idiomas, comidas y sexo), me convertí en el candidato más obvio para estar al lado de mi abuela durante sus últimas semanas.

Y así, durante las siguientes seis semanas, pasé los días gritando para que me oyera a pesar de la televisión (ya no usaba sus audífonos) mientras ella se tumbaba tranquilamente en la cama y se moría de hambre. Por la mañana, escuchábamos la radio pública (o lo hacía yo; quizá ella no podía oír), y preparaba huevos y pan tostado, y los ponía en un plato, sabiendo que ella se negaría a comer sin mediar palabra. Al cabo de una hora me los comía yo.

Seguía una receta de pan de soda irlandés que encontraba en un periódico amarillento en su cajón, solo para comerme la mitad y repartir el resto a los vecinos, en su mayoría monjas que estaban encantadas de recibir pan de una cocina irlandesa “de verdad”. Por la noche, un viejo sacerdote italiano llamaba a la puerta y entregaba la hostia bendecida, que mi abuela tomaba solemnemente con la lengua.

Yo también la tomaba, no porque creyera que era la carne de Cristo, sino porque sabía que era la única manera de compartir una comida con mi abuela. No es necesario mencionar que mi situación vital no era nada propicia para el sexo gay ni para la mayoría de los demás “pecados”, así que no tenía ninguno que confesar antes de tragar la hostia.

Rápidamente aprendí cómo el cuerpo humano puede funcionar con poca comida. Durante varios días, íbamos juntos por el pasillo a la misa católica diaria. Mientras los demás asistentes a la misa llevaban pantuflas raídas e incluso batas, mi abuela, incluso ante la muerte, usaba trajes salpicados de motivos tropicales y un reluciente reloj de oro en la muñeca.

Lejos de mi fantasía gay sudamericana, me encontré soltero y rodeado de los rostros blancos y pastosos de monjas y viudas. No había más hombres en mi vida cotidiana que el Cristo sangriento, crucificado y musculoso (extrañamente sexy) que colgaba sobre el altar.

A pesar de lo unidos que estábamos, sobre todo porque la vi hasta el momento de su muerte, mi abuela no sabía que yo era gay, ni se lo dije.

Al cabo de unas semanas, ya no podía vestirse ni caminar por el pasillo para ir a misa ni dejar golosinas a los vecinos. Su piel blanca y nacarada se volvió gris como el agua de la vajilla, sus penetrantes ojos verdes se volvieron tan turbios como el mar que una vez cruzó.

Tal vez por fervor religioso, o simplemente por la necesidad de tapar el olor a podrido, el sacerdote encendió una alta vela roja que representaba a Jesús con su corazón coronado en llamas que salía del pecho. Al igual que las cortinas de encaje que apenas disimulan la pobreza irlandesa, la vela con aroma a rosas no lograba ocultar el aroma a muerte que impregnaba la habitación.

Un día, mientras mi abuela estaba en la cama, el funeral de Margaret Thatcher apareció en la pantalla. Como hacía días que no hablaba, mi abuela asintió al rostro de Thatcher en la pantalla y dijo: “No la veré en el cielo”.

Al igual que muchos irlandeses, mi abuela nunca perdonó a Margaret Thatcher su postura de línea dura para mantener el norte de Irlanda en el Reino Unido, en particular su infame indiferencia con Bobby Sands, que murió en huelga de hambre mientras estaba internado por el gobierno de Thatcher.

No sé si mi abuela vio el paralelismo de que, al igual que el luchador por la libertad Sands, ella también estaba en huelga de hambre, contra el envejecimiento, en su caso.

Mi abuela se mantuvo viva durante seis semanas sin comer, casi tanto como los 66 días que Sands vivió en huelga de hambre a los 27 años. Su muerte me dejó de nuevo sin trabajo y sin propósito, soltero, viviendo con mis padres, y lleno de esa sensación de falta de rumbo que temes que nunca termine cuando tienes veintitantos años.

Hice todo lo posible a través de Grindr para que pareciera que no había pasado los últimos meses en una comunidad católica de ancianos yendo a misa diaria mientras veía morir a mi abuela. Nunca se lo conté a la mayoría de los hombres que conocí, ni entonces ni en los años siguientes.

Sin embargo, en mi primera cita con Matin, me abrí de inmediato como nunca antes. Algo en sus cálidos ojos marrones me dijo que no era necesario mentir. Mientras paseábamos por Central Park, me habló con cariño de sus padres iraníes musulmanes y de las diversas comidas, prohibiciones y celebraciones que parecían regir sus vidas. Sabía que, al igual que yo, no era ajeno a las oraciones y el incienso, las velas, las cuentas de oración y los rituales sin mayor motivo que el ritual.

Nos besamos en el parque y le invité a una copa. Dijo que le encantaría, pero que había prometido llevarle a su abuela comida iraní al hospital.

“Es imposible que coma la comida estadounidense del hospital”, dijo riendo. “Si no voy, se morirá de hambre”.

Mientras lo veía alejarse para cumplir con su deber familiar, me llené de una tranquila curiosidad que nunca había sentido después de un primer beso.

Años después, Matin y yo nos hemos enseñado mutuamente la cocina de nuestras abuelas. Ha llenado nuestra cocina de aromas de azafrán y zumaque, y él ha aprendido a amar el pan de soda irlandés con mantequilla Kerrygold. A pesar de su dieta halal, no dejamos pasar un día de San Patricio sin morcillas, salchichas de cerdo, puré de papas y cerveza Guinness.

Mi abuela murió sin saber que yo era gay. No es que pensara que se opondría; simplemente no surgió el tema y no lo planteé. La abuela de Matin, que aún vive, tampoco sabe que es gay. Ella procede de un país donde la homosexualidad puede ser un delito castigado con la pena de muerte. La mía salió de una tierra en la que el catolicismo reinaba y que luego se convirtió en la primera nación en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo mediante el voto popular.

Muchas personas heterosexuales no pueden imaginar que ocultan una parte fundamental de su identidad a sus seres queridos. Y algunos homosexuales seguramente nos considerarían a Matin y a mí cobardes por no ser sinceros con nuestras abuelas —por no confiarles el conocimiento de nuestro verdadero yo— y dirían que no es amor verdadero si mantienes oculta una parte tan importante de ti.

Mi única respuesta es que el amor es complicado y diverso. En muchas familias de inmigrantes, eso está entrelazado con el deber y el cuidado. Para Matin, el amor está en las alfombras persas heredadas, las cinco oraciones diarias y el arroz perfectamente dorado en el fondo de la olla.

Para mí, fue estar allí para consolar a mi abuela irlandesa moribunda cuando eligió irse de la manera que quería, maldiciendo el nombre de Margaret Thatcher hasta el final.

© 2022 The New York Times Company

TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR | EN VIDEO

7 trucos básicos para aprender a usar Excel