Julio Sosa: una infancia difícil, varios desengaños amorosos, una canción “maldita” y la pasión que lo llevó a la muerte
El varón del tango. Un muchacho taciturno. El último cantor popular. El que desterró el “tango llorón”. Se lo puede definir de varias maneras, algunas, incluso, contradictorias entre sí. Y no es casual: a pesar de ser una de las figuras más importantes de la música ciudadana, Julio Sosa nunca dejó de ser un hombre; incluso luego de su prematura muerte, nunca se convirtió en santo pagano ni en un astro inalcanzable.
La historia de ese hombre se que convirtió en leyenda sin abandonar su humanidad comenzó en 1926, en Las Piedras, Uruguay, en seno de una familia humilde. Su padre, Luciano Sosa, era peón rural y su madre, Ana María Venturini, trabajadora doméstica y lavandera. A pesar de que desde siempre supo que su destino lo llevaría a los escenarios, desde muy chico tuvo que ayudar a su familia, y lo hizo sin quejas .
“Se ganó la vida desde muy chico, haciendo de todo un poco: fue lustrabotas, lechero, vendedor de diarios... Más tarde, guarda de ómnibus y podador de árboles. Toda esa lucha, para él era gozo porque la vida sin luchar no le interesaba, se la dio a su cantar ”, contó hace muchos años uno de sus mejores amigos, Hugo Silva, letrista de uno de los tangos que inmortalizó Sosa, “Qué falta que me hacés”.
Sosa, a su vez, recordaba siempre sus raíces en cada una de las entrevistas que concedía: “Ganaba un peso veinte por medio día, podando árboles, porque me repartía el salario con mi padre, que trabajaba la otra mitad del día. También fui empleado de la Administración de Ferrocarriles del Estado. Yo decía que era mensajero, pero la verdad es que limpiaba los coches del ferrocarril. ¡Hasta los gabinetes higiénicos! ¡Y no con elementos de trabajo que me permitieran hacerlo en condiciones cómodas!”, relató alguna vez.
Entre trabajo y trabajo, Sosa cantaba. Cataba en su casa, en el colegio, en las esquinas. Y a los 16 años conoció a una mujer con la que soñó una vida mejor. Antes de que la relación cumpliera un año, se casó con Aída Acosta. El matrimonio duró solo tres años .
A pesar de cargar ya con un profundo desengaño y de no haber conseguido salir de una situación económica acuciante, Julio Sosa no perdía las esperanzas: seguía convencido de que iba a convertirse en un cantor reconocido. “Allá por el año cuarenta y siete, yo estaba organizando un concurso en el Ateneo cuando en Los Rosales de Las Piedras el jockey Gualiberto Pérez me presentó a un botija que cantaba”, recordó en la década de sesenta el compositor y periodista uruguayo Agustín Pucciano. “ Me resultó un chiquilín de barrio, mal vestido, humilde hasta donde la humanidad se confunde con necesidad. Lo escuché cantar y comprendí que allí había un valor que tenía que madurar y lo traje al café Ateneo ”, rememoró.
Allí comenzaría la carrera del cantante que terminaría marcando un estilo. “Llegado el momento, el botija participó del concurso. El más votado esa noche, se llevaba un postre. Hugo Di Carlo no tenía cantor y venía para ver qué sucedía, por las dudas, por si aparecía algo. Cantó ‘La Gayola”. La barra se estremeció. Hugo Di Carlo pidió otra, pero el reglamento indicaba una interpretación por cantor o cancionista. ‘Carusito’ [el bandoneonista, director de orquesta, letrista y compositor uruguayo] accedió y por excepción lo acompañó para que cantara ‘Tengo miedo’. El aplauso fue más rotundo”, rememoró.
Sosa no ganó el concurso, pero Di Carlo lo invitó a cantar con su orquesta en Montevideo. Por supuesto que él aceptó, pero se enfrentó con un inconveniente: no tenía ropa adecuada para actuar. “ Se le confeccionó un uniforme igual al que usaban los músicos miembros de la orquesta y cuando se le dijo que ganaría ciento cuarenta pesos en el Club Sportivo Capitol, lo primero que hizo fue asustarse ”, recordó Pucciano. El segundo problema a resolver era su nombre: en aquel tiempo un socías suyo se dedicaba a la política y era bastante conocido. Por eso, durante un tiempo utilizó el sinónimo de Alberto Ríos. Con Di Carlo grabó su primer disco en 1948.
Mi Buenos Aires querido
En 1949 decidió que era hora de probar suerte en Buenos Aires. “ Viajé en tercera, aturdiéndome entre copas. Al despertar, en la borda del barco canté ‘Mi buenos aires querido’. Ustedes saben... No hay allá un puerto acogedor... Es inhospitalario... Triste. Todo me era desconocido ”, contó, sobre ese primer encuentro con la gran ciudad. Solo tenía cuatro pesos en el bolsillo y, anotado en un papel, el número de teléfono de un amigo. Lo llamó, y aquel hombre le dio su dirección y le dijo que fuera a verlo. Como no sabía cómo ir, su amigo le dijo que se tomara un taxi y que él pagaría el viaje cuando llegara.
Lo hizo. Entusiasmado le contó al taxista que era uruguayo y cantor. Sin dudarlo, el chofer lo llevó a recorrer la ciudad, le mostró los teatros, los bares y los clubes en los que se presentaban los artistas más importantes del género. Al dejarlo en la puerta de la casa de su amigo, se negó a cobrarle y se fue. Según contaban sus amigos, esa era una deuda que siempre quiso pagar, pero no con dinero, sino con un abrazo, porque consideraba que gestos como aquel no tenían precio .
Se instaló por un tiempo en la casa de aquel amigo, hasta que pudo mantenerse. Cantaba en el Café Los Andes, de Chacarita, y después comenzó su camino ascendente: primero se presentó con la orquesta liderada por el violinista Enrique Mario Francini y el bandoneonista Armando Pontier (1949-1953), con la que realizó 15 grabaciones. Después, con Francisco Rotundo (1953-1955), con el que grabó 12 temas. A mediados de los años 50 regresó con Pontier, ya desvinculado de Francini. En esta última etapa, graba algunos de sus mayores éxitos: “Cambalache”, “Padrino Pelao”, “Tengo miedo” y “Araca la cana”, entre ellos.
Acompañado y solo
En 1958, cuando ya era considerada una de las voces más importantes del tango rioplatense, Sosa volvió a pasar por el registro civil. Su segunda esposa fue Nora Edith Ulfeld, con la que tuvo una hija, Ana María. A pesar de sus esperanzas, el matrimonio duró solo dos años. Quizá pensando que la tercera suele ser la vencida, apenas la justicia convalidó su divorcio, se casó en terceras nupcias con Susana Merighi.
En 1960, en el apogeo de su carrera, dio a conocer sus dotes para la poesía. Ese año presentó su único libro, Dos horas antes del alba. También se probó como letrista: el tango “Seis años”, musicalizado por Edelmiro D’Amario, lleva su firma. Para aquel tiempo, también era pública otra de sus grandes pasiones: los autos de alta gama y la velocidad. Fue propietario de un Isetta, un De Carlo 700 y un DKW modelo Fissore y con los tres terminó chocando.
A comienzos de aquella década sintió que ya era momento de comenzar una carrera solista. Se desvincula de Pontier y convoca al bandoneonista Leopoldo Federico para que dirija una nueva orquesta que lo acompañe. Junto a él graba algunas de las versiones que se convertiría en clásicos de tangos como “La cumparsita”, “Nada”, “En esta tarde gris” o “Qué falta que me hacés”. En 1964, además, se luce junto a Beba Bidart en la película Buenas noches, Buenos Aires, de Hugo del Carril. El film sirve como muestra de lo que ocurría en el país: ante el avance de la cultura beat y de la denominada “nueva ola”, Sosa se convertía en uno de los bastiones fundamentales de la resistencia de la música ciudadana.
En rigor, Sosa fue el último cantor de tango capaz de convocar multitudes. Su estilo era único. Por más que compartía la mitad del repertorio de Carlos Gardel, su voz grave y su manera de interpretar -y de decir- el tango aportaron un toque de modernidad que fue aceptado, incluso, por la juventud rioplatense. El furor que causaba en cada presentación era tan fuerte que en uno de los clubes los fanáticos llegaron a tirar abajo un paredón para poder ingresar al show.
“Hay un tango que él cantaba que estaba hecho como a su medida: ‘Guapo y varón’. Si Julio Sosa era guapo con la agudeza honda, noble del que supo beber en silencio los tragos amargos de una espera larga, aguardando un triunfo que se hacía esquivo. Varón, porque supo vivir con entereza todos los destinos que ponen a prueba a los hombres: el amor, el olvido, el desencanto, la ilusión... Todo eso que está en el tango y que él supo vivir y sentir realmente. Tal vez por eso, ponía tanto fervor, tanta verdad cuando cantaba. Él hizo el milagro de que el tango renaciera y volviera a entrar de lleno en el corazón de la ciudad ”, definió al cantor ya su importancia dentro del universo de la música rioplatense su amigo, el poeta uruguayo Fulvio Nelson Maddalena.
El final
El 25 de noviembre de 1964, Julio Sosa fue como invitado especial a un programa de Radio Splendid. “Lo acompañé en el ensayo y en su actuación frente al micrófono. Ensayó varias composiciones, repasó ‘Amor de verano’, que tenía previsto grabar el viernes 27, cantándolo en forma realmente estupenda. Ya para el público, cantó. ‘Cuando era mía mi vieja’, ‘Dicha pasada’, y ‘Por qué canto así'”, recordó hace varios años Federico Silva, poeta y letrista de “El mismo final”.
“El programa quedó cortó y el locutor le pidió que cantar otra pieza. Fue entonces que cantó ‘La Gayola’. Después del programa, firmó autógrafos, recibió infinidad de saludos, y distintas muestra de admiración. Luego nos separamos... No sin antes que Julio me invitara varias veces a acompañarlo a la despedida de soltero que le ofrecían al locutor de la orquesta, Oscar Montalbán. No pude acceder porque estaba ocupado”, explicó Silva.
Luego de la despedida de soltero, que se llevó a cabo en una cantina del barrio porteño del Abasto, Sosa se subió junto a la joven cantante Marta Quintana, con quien vivía un tórrido romance, y un par de amigos a su DKW Fissora rojo, pero como el cantor manejaba con vehemencia, sus amigos decidieron bajarse del auto a las pocas cuadras. Luego dejó a su colega en su casa ubicada en Sarandí y México y enfiló hacia la Costanera. Su idea era ir a comer al Carrito 7, en Salguero y el río, pero nunca llegó a destino.
Mientras conducía por Avenida Figueroa Alcorta, a la altura de Mariscal Castilla, quiso esquivar un camión con combustible y chocó de frente contra el pilar de hormigón que protegía al semáforo que se encontraba en el centro de la avenida.
Inmediatamente, fue trasladado al Hospital Fernández y después al Sanatorio Anchorena. “Me tocó verlo en su agonía. Cuando lo sacaron de la camilla luego de una punción lumbar que se le practicó para sacar los coágulos de sangre del pulmón, parecía que dormía. No había sensación de haber pasado por tan horrible trance. Solamente se veía un moretón en la nariz, además de las vendas de la traqueotomía. Pasaron así las horas. Avisaron que tenía tres de presión. Se supo entonces que era cosa de minutos ”, rememoró Silva.
Como resultado del accidente, cuatro de sus costillas se quebraron y se hundieron, provocando serias lesiones en uno de sus pulmones. Además, sufrió una fuerte conmoción cerebral. Ese mismo día, lo sometieron a dos intervenciones quirúrgicas, pero no pudieron salvarlo. A las 9.30 del 26 de noviembre de 1964 se confirmó su muerte. Tenía apenas 38 años.
Su muerte conmovió al país. Sus familiares decidieron velarlo en el Salón La Argentina, pero debido a la gran cantidad de gente que se acercó a despedirlo, Hugo del Carril le pidió a Tito Lectoure que habilitara el Luna Park para que pudieran velarlo allí. El entierro fue digno de una película: bajo la intensa lluvia unas 200 mil personas caminaron desde Avenida Corrientes y Bouchard hasta el cementerio de Chacarita acompañando el cortejo.
Las últimas frases que entonó en Radio Splendid tomaron, entonces, cierto carácter profético. “Juntaré unos cuantos cobres pa’ que no me falten flores cuando esté dentro del cajón”. Curiosamente, “La Gayola”, el tango que fue escrito por Armando Tagini a pedido de Carlos Gardel, fue también uno de los que cantó el Zorzal en su última presentación, antes del accidente aéreo que terminó con su vida.