Un matrimonio empieza a deshacerse en la luna de miel

LOS PELIGROS (¡Y SORPRENDENTES BENEFICIOS!) DE DAR EL SÍ Y SEGUIR VIENDO A OTRAS PERSONAS.

No era sorprendente que mi marido, Reed, le enviara mensajes de texto a otra mujer tan solo tres días después de nuestra luna de miel. Llevaba meses enamorándose de ella. Lo sorprendente era que hubiéramos seguido adelante con nuestra boda a pesar de las crecientes pruebas de que nuestra relación podría derrumbarse bajo el peso de todo lo que habíamos estado acumulando durante el último año.

Al ver a Reed en la terraza del departamento que estábamos rentando en España sonriendo y pensando en una mujer que no era yo, me dieron ganas de estrellar su copa de vino tinto en el suelo y arrojar su teléfono al Mediterráneo.

En lugar de eso, me fui a la cocina, me dejé caer en el suelo y me cubrí el rostro con las manos.

En los meses previos a la boda, nuestros amigos y familiares nos habían preguntado con delicadeza si todo seguía en pie, “dada la situación”. Apenas unas semanas antes, el hermano de Reed habló con él en privado y le había dicho que pospusiera la firma del certificado de matrimonio “por si acaso”.

El tumulto del último año nos había mareado. En la época de nuestro compromiso, habíamos abierto nuestra relación. Y, aunque habíamos investigado sobre la no monogamia ética, terminamos evadiéndonos, poniéndonos a la defensiva y saboteándonos. Habíamos sido imprudentes, desconsiderados y reticentes.

Al ver cómo Reed se enamoraba de otra mujer, me refugié en mi antídoto: el sexo ocasional con un elenco rotativo de hombres y mujeres. A pesar de nuestras mejores intenciones de construir una relación más flexible y duradera, habíamos forzado la nuestra hasta su punto de quiebre.

Entonces, a pocos días de iniciada nuestra luna de miel, contemplé la posibilidad de llevar nuestra historia de amor a su fin, y mi mente empezó a recordar el principio de esa historia.

Reed y yo nos conocimos en la universidad. Él era un campesino de ojos verdes que tocaba el banjo y comía algas directamente del mar. Captó mi atención con su risa.

Caminando por el campus, de pronto sonreía cada vez que pensaba en Reed, algo que pasaba constantemente. No tardé mucho en decirle a Reed que lo amaba. Después de que se lo dije, las mismas palabras salieron de su boca como si las hubiera estado guardando ahí durante semanas.

Tras un año de noviazgo, Reed sugirió que nos escribiéramos cartas, que las enterráramos junto a un árbol en un acantilado con vistas a una cala cercana, y que luego las leyéramos al año siguiente.

Las cartas no fueron la razón por la que seguimos juntos otro año, y otra década después. Simplemente nos animaron a considerar todo lo que nos había llevado a escribirlas y todo lo que esperábamos que ocurriera a continuación.

En plena luna de miel, ya me había preparado para el final al parecer inevitable de nuestra relación. Cuando empezamos a practicar la no monogamia, mi mayor temor era que Reed se enamorara de otra persona y me dejara. Ahora parecía una posibilidad real. Desplomada en el suelo de la cocina de nuestro departamento rentado, pensé en que, durante el último mes, la licencia matrimonial había estado sobre la mesa del comedor, blanca y macabra, como algo hecho para atormentarnos.

Antes de irnos a España, una amiga me había preguntado si habíamos firmado la licencia de matrimonio.

“Todavía no”, le dije.

“Quizá deberían esperar hasta que vuelvan de la luna de miel”, aconsejó. “Es mucho más fácil enviar esos papeles que anular el trámite”.

Pero como soy una persona a la que le gusta tachar cosas de su lista de pendientes, puse la licencia firmada en el buzón un día antes de salir de viaje.

Era la oficialidad del matrimonio lo que nunca había encajado con mis creencias sobre la pareja moderna. Cuando nos comprometimos, Reed y yo llevábamos juntos más de 11 años. Y aunque nos considerábamos más un matrimonio de muchísimos años que unos amigos que llevaban casados una fracción de ese tiempo, a menudo respondíamos con evasivas las preguntas sobre nuestro compromiso.

La gente nos presionaba para que formalizáramos nuestro vínculo, como si el matrimonio fuera la única manera de legitimar nuestro amor. Reed y yo éramos escépticos ante una visión tan simplista. Nos sentíamos elegidos el uno por el otro, más que atados el uno al otro. Sabíamos que nuestro amor era real aunque no tuviera reconocimiento legal.

Aun así, la presión aumentaba. Como mujer, a mí me afectaba más. Había algo desestabilizador en el hecho de que me preguntaran una y otra vez si creía que Reed me propondría matrimonio algún día, como si la cuestión no fuera si Reed y yo nos amábamos, sino saber si él me amaba lo suficiente.

La pregunta alimentaba una inseguridad específica que puede alojarse en el interior de las mujeres, a quienes nos dicen que nuestro valor está ligado a que alguien quiera casarse con nosotras. A pesar de mi sistema feminista de valores, incluso había empezado a equiparar el hecho de estar casada con la capacidad de ser amada. Al final, le dije a Reed que creía que debíamos formalizar nuestra relación.

Sí queríamos celebrarlo. Nos amábamos desde hacía más de una década, lo que nos parecía algo digno de festejarse bailando, pero nos preguntábamos si habría alguna forma de esquivar las convenciones. Pensamos en renombrar el acontecimiento como “celebración del amor”, lo que parecía más fiel a nuestro objetivo, pero nos preocupaba que los amigos y la familia no le dieran prioridad si no lo llamábamos boda.

Al principio, nos habíamos referido juguetonamente al viaje como nuestra “luna de miel”. Al final, lo llamábamos nuestra “luna de hiel”. La primera noche, presa de una intoxicación alimentaria, vomité los seis tiempos que Reed había cocinado. El siguiente departamento que rentamos apestaba a pescado podrido. El cielo tempestuoso y el mar agitado nos impidieron descansar en la playa o chapotear en el agua. Quisimos sumergirnos en el jacuzzi, pero estaba helado.

Sin embargo, esos eran inconvenientes de los que nos podíamos reír. Podíamos levantar una copa de vino y brindar por el humor del universo. La parte de la luna de miel que no nos causó gracia fue la sensación de que esas podrían ser nuestras últimas vacaciones juntos, el principio del fin.

Lo sentí el día que me adentré sola en las montañas, la mañana que pasé sollozando a la orilla del mar. Lo sentí en el avión, cuando nos tomamos de la mano en silencio, con las palmas sudorosas.

Nuestra luna de miel fue sombría a un nivel impresionante. Un fracaso espectacular. Sin embargo, cuando volvimos de nuestras vacaciones sin suerte ni sexo, me sentí más segura que nunca de que habíamos tomado la decisión correcta al casarnos.

Cuando la gente me preguntaba si cancelaríamos la boda, yo les había dicho que a pesar de todo quería celebrar. ¿Y por qué no? Reed y yo llevábamos tanto tiempo juntos, nuestro amor era tan grande, que merecía un gran final. Al fin y al cabo, la mayoría de los ritos de paso marcan la culminación de algo: una graduación, una jubilación, un cumpleaños, un aniversario. Las bodas son una excepción, una celebración de un amor actual y un futuro prospectivo. ¿No estaba eso un poco al revés?

Pensamos: ¿y si nos casamos para celebrar el éxito de una bonita relación? ¿Y si terminamos con bombo y platillo?

Celebramos la ceremonia bajo un roble gigante en Highland Prairie. Cuando nos besamos, nuestros amigos y familiares nos echaron porras y nos lanzaron pétalos de rosa color carmesí y durazno. Bebimos sidra, comimos paella y saboreamos tartas caseras. Bailamos.

Cuando terminó la música, Reed y yo nos echamos en la hierba cubierta de rocío y contemplamos las estrellas fugaces. Nos cubrimos con mi abrigo de lana mientras los coyotes aullaban a lo lejos. Nos quedamos despiertos hasta el amanecer.

“Ahora lo entiendo”, dijo Reed mientras me abrazaba. “Entiendo por qué necesitábamos celebrar la boda”.

Durante los meses de planificación, solo me había imaginado la fiesta. Había querido bailar y festejar. La ceremonia en sí era una mera formalidad. Sin embargo, en retrospectiva, pienso primero en la ceremonia, en nosotros dos bajo aquel roble compartiendo historias sobre nuestros 12 años juntos, riéndonos. Fue la ceremonia, no la fiesta, lo que nos animó a volver al principio y recordar por qué estábamos celebrando una fiesta.

Tras la luna de miel, no nos divorciamos. Aunque el año que precedió a la boda había alterado nuestra relación y la había agrietado, la estructura fundamental se mantuvo: encantadora de un modo diferente, y más interesante. Los cuatro años transcurridos desde que nos casamos han sido los más comprometidos y alegres.

¿Por qué? Así como lo hicieron las cartas de amor desenterradas después de un largo año, la boda nos obligó a reflexionar sobre lo importantes que éramos el uno para el otro. Y una vez liberadas las presiones sociales —casarnos, disfrutar de una luna de miel perfecta en fotos—, pudimos volver a hacer las cosas a nuestra manera poco convencional (y, sí, aún abierta). Sin mencionar que las molestias legales del divorcio ayudaron a atemperar cualquier descontento.

Sea como sea, es curioso pensar que el matrimonio, ese rito “anticuado” al que nos mostrábamos tan reacios, fue clave para salvar nuestra relación.

c.2025 The New York Times Company

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