Metallica en la Argentina: la banda reafirmó su bestialidad escénica en un show multitudinario

Show de Metallica en el Campo de Polo.
Santiago Filipuzzi

Lo que define a Metallica, el nudo de su propuesta, es su agresividad. Lo que los convirtió en la banda de heavy metal más grande del mundo es su contundencia a la hora de apabullar al escucha, esa capacidad innata que siempre demostraron para disponer todos los recursos que tienen a mano de la manera más contundente. Dice la máxima futbolera que la actitud no se negocia, y la idea también se aplica acá: no hay Metallica sin la intención manifiesta de avasallar a quien tenga delante, sea un pesado de la viejísima escuela o un neófito que se acerca por curiosidad.

El problema es que tocar en vivo una música que busca atropellar en cada compás requiere un esfuerzo físico y mental altísimo: durante poco más de una hora y media la tensión tiene que estar a tope, no se puede negociar un pasaje tirado a chanta. Más todavía cuando esa música es -en buena parte- thrash: ahí no sólo hay que sostener la tensión, sino también la velocidad. Todo eso suele llevarse mal con el paso del tiempo: el cuerpo y sus achaques, pero también la mente y su comodidad, tienden a convertir jóvenes bravíos en mayores amoldados. Esa era la duda con Metallica en la previa de este show: con casi sesenta años y con el parate pandémico obligado de por medio, ¿serían capaces de sostener el ritmo de un concierto suyo? ¿Nos tendríamos que conformar con una versión del grupo más bestial del universo con el freno de mano puesto? La respuesta la tuvimos ni bien pasó la obligatoria apertura con “The Ecstasy of Gold” de Ennio Morricone: “Whiplash” de Kill ‘Em All (1983) abrió la presentación del cuarteto en el Campo Argentino de Polo, y fue toda una declaración de principios en cuanto a juventud simbólica. Una canción del primer disco (quizás la única de su repertorio que la puede superar en la tarea de remitir a la primera época es “Hit the Lights”, la cual hicieron en su show del Lollapalooza 2017) tocada con la violencia de una banda que todavía tiene todo por probar: cuesta creer que fue casual el display de pujanza en el mismísimo arranque.

También vale conjeturar que sumando a Rob Trujillo se ganaron unos diez años de vigencia extras: el bajista empuja por presencia escénica y por el galope de sus dedos, evidente en la vertiginosa “Fuel” (donde se vieron por primera vez las gigantescas llamas en el escenario y el mangrullo que adornaron varias de las canciones) y en “Seek & Destroy”, otro guiño a aquellos inicios en los que redefinieron la música pesada con la inocencia de la post-adolescencia (hablando de guiños: las pantallas mostraron en esta parte del concierto un escaneo de la entrada al Monsters of Rock 1999, festival que compartieron con Sepultura, Almafuerte y Catupecu Machu en la cancha de River).

El primer respiro llega recién con el paso cansino de la intro de “One”, cruzada con visuales (en un abrumador HD que hace ver a las pantallas de otras megabandas como televisores de living) que remiten al imaginario bélico de la canción. Claro que aquel descanso dura exactamente cuatro minutos y medio, hasta que el doble bombo de Lars Ulrich y la guitarra de su socio James Hetfield se convierten en ametralladoras al unísono para relatar la experiencia de un soldado herido que perdió todas las sensaciones pero no la conciencia.

Tampoco puede dejar de decirse que todo aquello de mantenerse joven y fuerte es más fácil cuando uno se preocupó en su momento por agenciarse un puñado de canciones infalibles para el vivo. Tal es el caso de “Sad But True”, 50 por ciento terror y 50 por ciento furia, puro drama hasta en el detalle del corte que da pie al solo. Alguna mínima torpeza en “The Unforgiven” y “For Whom the Bell Tolls” (¿estaban desafinadas las guitarras de Hetfield o fue una trampa del sonido?) puede hacer pensar en una pérdida del hilo, pero la esperada “Creeping Death” y la sorpresiva “No Leaf Clover” con sus climas morriconescos ponen todo de nuevo en su lugar. De ahí al cierre con “Master of Puppets”, a la que tocan en versión larga (en una época la hacían sin la coda instrumental craneada por Cliff Burton).

Los bises empiezan con el gran momento de Kirk Hammett: injustamente dejado de lado en St. Anger (ignorado de pies a cabeza en este setlist, para sorpresa de nadie; más raro es ver que Death Magnetic de 2008 corrió la misma suerte), el primer guitarrista se desquita con dos solos precisos y veloces en “Spit Out the Bone”. Todavía queda tiempo para “Nothing Else Matters”, impecable pero extrañamente ubicada en el show, con el público en plena arenga final. Y también hay lugar para “Enter Sandman”, hito del Álbum Negro con un riff por el que otras bandas hipotecarían la vida.

Dieciséis fueron las canciones que el grupo tocó para borrar cualquier sospecha de aburguesamiento, cansancio o desidia. En base a lo que vimos y escuchamos, por el momento no hay indicios de que se vayan a calmar: ahora, como en el 93, uno sale de sus conciertos agotado y a la vez movilizado. Tiene sentido: no sería Metallica si no fuera así.