Mykonos, Santorini y Folegandros, tres islas griegas en blanco y azul
Las islas griegas tienen una luz especial. Una luz que resbala por la piedra e inunda el ambiente con un aura mágica, casi de otro mundo, muy especialmente al atardecer, cuando el mal engulle al sol y se hace el silencio. Tienen playas de postal casi desiertas, paseos en barco surcando la definición de la belleza, aguas cristalinas, esmeraldas y turquesas. Las islas de Grecia poseen pueblecitos de encanto infinito, rincones maravillosos en los que sentarse con un helado y dejar que el tiempo se deslice ante nuestros ojos sin nada más que hacer que estar y ser.
MYKONOS, DESMONTANDO TÓPICOS
Pudiera parecer que si vamos a Mykonos es que buscamos poco más que fiesta y glamour contagiados por la estela de la mediática pareja formada por Jacqueline Kennedy y Aristóteles Onassis. Sin embargo, es posible recorrer su geografía esquivando tópicos y descubrir una isla hermosa, sosegada y plácida.
Lo primero que se deberá hacer es escoger una playa alejada de la mítica Paradise Beach para tomarle el pulso al azul del mar que baña estas latitudes: para ello, Lia o Agios Beach son excelentes opciones. Por la tarde, después de comer en alguna de las tabernas más alejadas de las zonas turísticas (como, por ejemplo, Petrino Aquarius en Kalafati Beach), toca descubrir el laberinto encalado de Old Mykonos, con su blanco impoluto ribeteado de azul en los detalles, sus molinos y la pintoresca Little Venice. Para experimentar nuestra primera puesta de sol en las islas (pronto descubriréis que aquí es un ritual casi obligado), conviene acercase a 180º Cocktail Bar, desde donde se obtienen unas excelentes vistas sobre el Mar Egeo.
SANTORINI MÁS ALLÁ DE INSTAGRAM
Santorini combina con maestría el blanco intachable de sus casitas con el color pardo de los cimientos volcánicos desde los que se asoma al mar. Sus playas, de arena negra, suelen estar muy concurridas por lo que si apetece disfrutar con calma de una mañana de baño las mejores opciones son Katharos Beach, a los pies de Oia, o Vlychada, justo al otro extremo, al sur de la isla. Tras deleitar el paladar en alguno de los restaurantes de la isla (en Vlychada recomendamos To Psaraki), paseamos por Fira, con sus imponentes vistas sobre la caldera, hasta llegar a Oia, probablemente uno de los lugares más fotografiados del mundo. Sus casitas blancas, encaramadas sobre el acantilado, con las cúpulas azules de las iglesias salpicando la escena, son un objetivo muy codiciado para cualquier instagramer que se precie.
La puesta de sol desde su extremo más septentrional es una de las mejores del mundo, pero el que prefiera un atardecer más tranquilo, alejado de las multitudes que colman Oia a esa hora del día, pueden reservar en Santo Wines, donde nos servirán alguno de sus deliciosos caldos locales para acompañar el descenso del sol a pequeños sorbos. Para cenar, conviene dejarse caer por Pyrgos o Exo Gonia, dos pueblecitos del interior con excelentes opciones gastronómicas. Kamtouni, Rosemary y Mataxy Mas Tavern son solo algunas de ellas.
FOLEGANDROS, 32 KM2 DE PAZ
Folegandros se despereza lentamente al ritmo de gallos poco madrugadores mientras los desayunos se sirven sin prisas y el sol emprende su carrera ascendente irisando la superficie marina. La vida aquí late despacio, incluso durante su temporada más alta, cuando los viajeros hacen cola para subirse al único autobús que recorre los 11 kilómetros de asfalto de la isla. Livadaki es probablemente su playa más hermosa, una deliciosa ensenada de piedras blancas que se hunden bajo aguas de un azul turquesa más propio de otros destinos. Para acceder hasta este recóndito lugar, deberemos recorrer el sendero que sale de Ano Meria o bien tomar un barco desde el puerto de Angali.
La playa de Katergo, no muy lejos del puerto, es otra maravillosa opción: sus aguas bicolor, perfectamente delimitadas por una fina línea que separa el azul cobalto del turquesa, nos invitan a la contemplación y a exquisitos baños aletargados. Por la tarde, es obligada la visita al asentamiento medieval de Kastro, seguida por el ascenso hasta la iglesia de Panagia para contemplar (como no) un nuevo atardecer, en el que el sol imprime colores ambarinos sobre el mar, los acantilados y Chora. Es aquí, precisamente, en la única ciudad de la isla (si se le puedo llamar ciudad a un puñado de casitas, restaurantes y plazas de encanto infinito) donde cenaremos. Para probar el que dicen que es el mejor soulaki de la isla, conviene acercarse a Soulaki Club Grill House.