Netflix: La ira de Dios es una apuesta intrigante que se resuelve sin demasiadas vueltas de tuerca

Diego Peretti y Juan Minujín en La ira de Dios
Diego Peretti y Juan Minujín en La ira de Dios - Créditos: @Gentileza Netflix

La ira de Dios (Argentina/2022). Dirección: Sebastián Schindel. Guion: Sebastián Schindel y Pablo Del Teso. Fotografía: Fernando Lockett. Música. Iván Wyszogrod. Elenco: Diego Peretti, Juan Minujín, Macarena Achaga, Mónica Antonópulos, Romina Pinto, Pedro Merlo y Guillermo Arengo. Duración: 98 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.

Esteban (Juan Minujín), escritor devenido en inesperado investigador, se encuentra por primera vez con el presunto criminal Kloster (Diego Peretti), en la casa de este. Le lleva para que lea un texto escrito por él, que es en realidad una descripción puntillosa de la historia de Luciana (Macarena Achaga), una chica que ha sufrido una sucesión de tragedias familiares que le atribuye a Kloster, su exempleador.

En la novela de Guillermo Martínez, La muerte lenta de Luciana B. –material en el que se basa La ira de Dios–, el personaje de Esteban le explica al lector que ese texto apurado fue escrito como mera descripción de los hechos que le contó Luciana, con la intención de confrontar a su colega y saber si eran ciertos o no: “Había trabajado contrarreloj para llevar adelante la pequeña farsa. Me había propuesto transcribir el relato de Luciana con la máxima exactitud, desde el momento en que había entrado en mi departamento. Había tratado de reponer una por una las preguntas que le había hecho, sus pausas, sus vacilaciones, aun sus frases interrumpidas. Pero había omitido todos mis pensamientos sobre ella y también —sobre todo— la impresión que me había provocado su aspecto y mis propias dudas sobre su estado mental”.

La película que acaba de estrenar Netflix da la sensación de estar hecha a partir de ese borrador de la historia, una trama que sigue bastante fielmente cada uno de los hechos narrados en el libro, pero que carece de su profundidad emocional; y por ende, de su capacidad para generar suspenso.

En La ira de Dios sobresale el aspecto técnico, como también la pericia de su director, Sebastián Schindel, a la hora de “vestir” el texto. Sin embargo, todo lo que puede ofrecer una puesta en escena atractiva, una fotografía impecable y una dirección experimentada comienza tropezar con un guion deslucido.

Quienes leyeron el libro sabrán que las dudas que asaltan al personaje de Minujín son las mismas que preocupan al lector. Él o los responsables de las muertes de la familia de Luciana pivotean alternadamente entre los protagonistas, dejando las conclusiones para el último tramo del relato. Esto no sucede en la obra filmada, donde el titubeo por lo que vendrá entronca exclusivamente con el deseo del espectador de que suceda algo inesperado. Y no pasa, porque en esta reversión las cartas que se echaron en la primera mano serán las mismas que definan el juego una hora y media después. No hay sorpresa, no hay duda y, por ende, tampoco la misma empatía con lo que se está contando.

Luciana (Macarena Achaga) confronta a Kloster (Diego Peretti).
Luciana (Macarena Achaga) confronta a Kloster (Diego Peretti). - Créditos: @Gentileza Netflix


Luciana (Macarena Achaga) confronta a Kloster (Diego Peretti). (Gentileza Netflix/)

En lo actoral, Juan Minujín es el que se lleva los mayores sobresaltos en la construcción de un Esteban que, con destino de brazo ejecutor, tiene que pasar por diferentes estados: indiferencia, incredulidad, entrega, compromiso; trance que resuelve con su habitual solvencia. A Diego Peretti le toca decir más con el cuerpo que con las palabras o, en todo caso, valerse de ellas como soporte de su Kloster; un terreno que conoce y en el que se desenvuelve con comodidad. Un paso más atrás está Macarena Achaga, que si bien sale airosa con su Luciana, la falta de matices de su personaje repercute directamente en su trabajo, como si se tratara de un corsé que no termina de permitirle mostrar lo mejor de sí.

La potente materia prima del libro se reconvierte en una película “que se deja ver”. Con un innegable atractivo visual, pero ralentizada por una trama que no avanza como debiera, junto a algunos parlamentos que los actores surfean como pueden. El resultado no va a defraudar, siempre y cuando no se apriete “play” con demasiada expectativa.