Netflix: El negocio del dolor se apoya en una actuación excepcional para hablar del problema del fentanilo en los Estados Unidos

Chris Evans, Andy García y Emily Blunt en El negocio del dolor, película original de Netflix
Chris Evans, Andy García y Emily Blunt en El negocio del dolor, película original de Netflix

El negocio del dolor (Pain Hustlers, Reino Unido-Estados Unidos/2023). Dirección: David Yates. Guión: Wells Tower, a partir de un libro de Evan Hughes. Fotografía: George Richmond. Música: James Newton Howard y Michael Dean Parsons. Edición: Mark Day. Elenco: Emily Blunt, Chris Evans, Catherine O’Hara, Chloe Coleman, Brian D’Arcy James, Andy Garcia. Duración: 122 minutos. Disponible en Netflix. Nuestra opinión: buena.

El negocio del dolor deja un regusto amargo, como ocurre cada vez que la ficción nos ayuda a descubrir de manera más directa el terrible saldo en vidas humanas provocadas por quienes recurren a la salud como instrumento para satisfacer su codicia.

Esta película se inspira, en línea con otros films testimoniales bastante cercanos, en el caso real de una empresa farmacéutica estadounidense que extendió a enfermos no terminales un medicamento prescripto para atenuar el dolor causado por las enfermedades oncológicas y los efectos de algunos tratamientos. El hecho se reveló en toda su magnitud luego de una investigación y un juicio contra sus responsables en 2020.

El libro del periodista Evan Hughes que documentó toda esta historia cobró todavía mayor relevancia desde que se supo que en tiempos de pandemia más de 100.000 personas murieron en un solo año solamente en Estados Unidos víctimas de sobredosis de fentanilo, un fármaco sintético de la familia de los opiáceos que tiene al ser usado como droga un poder entre 25 y 50 veces superior al de la heroína.

Fue el fentanilo en dosis excesivas lo que mató al cantante Prince en 2016. Y es el elemento clave de la campaña a la que recurre una tambaleante empresa farmacéutica para ganar mercado a la velocidad del rayo y convertir en suculentas ganancias lo que antes eran pérdidas casi irreversibles.

Esa es la historia que ahora llega a Netflix poco después de estrenarse en el Festival de Cine de Toronto: un relato bastante convencional sobre el ascenso y la caída (al ritmo de una montaña rusa) de la farmacéutica Zanna, nombre ficticio detrás del cual aparece el verdadero, revelado antes de los créditos finales. En línea con otra fórmula muy usada, la trama corporativa aparece configurada por un puñado de historias humanas que tienen como denominador común otra clase de adicciones: al dinero, al buen pasar, a lograr de la manera más rápida el sueño americano del ascenso social más vertiginoso que pueda imaginarse.

Es una ventaja que el hilo principal de la narración, que transcurre en la soleada e impersonal Florida, esté en manos de la excelente Emily Blunt. Su personaje, Liza Drake, es una madre soltera de clase media baja que solo cuenta con una osadía a toda prueba para corregir los tropezones de la vida. Tiene una hija adolescente con problemas de conducta, una madre tan licenciosa como irresponsable y un futuro laboral y familiar por lo menos incierto. En uno de sus trabajos ocasionales, como bailarina en un club de strip tease, conoce al no menos audaz Pete Brenner (un insípido Chris Evans), dueño de un sexto sentido para descubrir en sus interlocutores un talento oculto para trabajar en ventas.

De la mano de Brenner, la chica entra en la complicada lógica del negocio farmacéutico, que entre otras cosas incluye vínculos poco cristalino con algunos médicos, el aprovechamiento de la buena fe de los pacientes, empresarios multimillonarios de sinuosa conducta y la puesta en escena de un dispositivo que tiene a la figura del “visitador médico” como eje.

Todo está contado con bastante detalle y una ligereza que hasta podría entenderse como una condición necesaria para atenuar la crudeza del tema elegido y sus delicadas connotaciones. Desde esta premisa el relato se desplaza a través de una cornisa muy delgada que por un lado evita el subrayado en sus aspectos más cruentos (no estamos frente a un film de denuncia con el dedo acusador levantado todo el tiempo) pero a la vez no puede impedir más de una vez la caída en cierta banalización innecesaria.

La película parece deliberadamente diseñada para dejar a salvo, cuando el velo se corre y toda la oscuridad del negocio del dolor queda a la vista, la dignidad de Drake. David Yates, que viene dedicándose durante los últimos veinte años casi con exclusividad a las películas de Harry Potter y los Animales Fantásticos, cambia ahora por completo de escenografía, pero sigue perseverando en la idea de mostrar cómo un héroe (en este caso heroína) con debilidades puede sostener lo correcto entre fuerzas oscuras que condicionan sus propósitos.

No hay demasiado brillo en la puesta de Yates, pero sí oficio y una energía narrativa que nunca decae. Gracias a esa visible dinámica y sobre todo al compromiso de Blunt, capaz de concentrar en su interpretación toda la gama de reacciones y conductas que esta historia invita a crear, la trama de El negocio del dolor puede seguirse con bastante atención. El cierre, apoyado en una inevitable moraleja, es toda una invitación a entrar en las terribles historias reales conectadas con el tema. Frente a lo que de verdad existió, la levedad de esta adaptación queda mucho más en evidencia.