En El niño y la garza, la imaginación infinita y las preguntas existenciales de Hayao Miyazaki se convierten en legado
El niño y la garza (Kimitachi Wa dô ikiru ka, Japón/2023). Dirección y guion: Hayao Miyazaki. Fotografía: Atsushi Okui. Música: Joe Hisaishi. Edición: Rie Matsubara, Takeshi Seyama y Akane Shiraishi. Duración: 124 minutos. Distribuidora: Cinetopia. Calificación: solo apta para mayores de 13 años. Nuestra opinión: excelente.
Cuando empezaron a revelarse los detalles del regreso al cine de Hayao Miyazaki, sus biógrafos recordaron un dato clave. Cuando el maestro japonés de la animación era todavía muy joven, su madre le regaló un ejemplar de ¿Cómo vives?, novela de Genzaburo Yoshino publicada por primera vez en 1937. Desde ese momento se convirtió en su libro predilecto.
Ese recuerdo aparece en una de las escenas más tiernas de El niño y la garza, título elegido para el recorrido internacional de la película e inspirado en las palabras de Yoshino. Allí queda a la vista, por si todavía quedaba alguna duda, el componente autobiográfico del relato. De esa referencia se desprende otra conclusión importante. Después de Se levanta el viento (2013), considerada hasta ahora como su despedida del cine, a Miyazaki le queda mucho para decir.
De cualquier gran artista que llega a los 83 años, como Miyazaki, con la inspiración plena y el dominio absoluto de los elementos creativos que lo han elevado a una altura excepcional dentro de la historia de la expresión cinematográfica a través de las artes animadas, puede esperarse un tiempo en el que sus obras adquieren el valor de un legado. El niño y la garza completa y perfecciona el recorrido iniciado con Se levanta el viento. Quiere traducir en imágenes la pregunta que se hace Yoshino en la portada de su novela, tan influyente en la vida y en la obra del realizador.
Toda la obra de Miyazaki adquiere sentido como reflexión en torno a este gran interrogante. No nos da una respuesta acabada, porque los grandes artistas como él jamás podrían reducir el “¿cómo vives?” a una sucesión de “mensajes” y consignas cargados de palabras huecas, lugares comunes y sobreentendidos. Lo que el maestro japonés hace, desde el poder extraordinario e inabarcable de su imaginación, es dejar constancia de todo lo que se mueve en su corazón, su conciencia y su alma de creador frente a algunos de los misterios más grandes de la condición humana.
Desde esta perspectiva, la grandeza y el disfrute de El niño y la garza crecen en la medida en que vuelven a nosotros, mientras la vemos, los mejores recuerdos de la inmensa obra previa del realizador. Sobre todo en conexión con El viaje de Chihiro, otra travesía que empieza en el mundo real y cobra sentido pleno cuando se instala en esos universos fantásticos (nunca hay uno solo) rebosantes de dulzura, nostalgia y toda clase de inesperadas maravillas.
La historia que Miyazaki nos cuenta aquí tiene como protagonista a Mahito, un chico de 12 años que apenas iniciado el relato pierde a su madre durante el incendio de un hospital de Tokio, en plena guerra. La familia decide mudarse al campo y mientras el padre de Mahito trabaja en una fábrica de aviones (otra referencia a la vida real del director) el muchacho emprende desde la fantasía más pura el camino para la superación del dolor y la búsqueda de consuelo y equilibrio interior después de soportar una pérdida tan fuerte.
Lo que sigue es un viaje tan complejo y fascinante que necesita más de una visión para ser asimilado en plenitud. Vemos por un lado a Mahito como pasajero de un recorrido que reproduce desde la visión de Miyazaki todo ese mundo de peripecias increíbles e inesperadas que Lewis Carroll concibió para la Alicia más famosa de la literatura.
La otra referencia clásica de la que se nutre el director, tal como lo descubrió el crítico Leonardo D’Esposito, es La divina comedia. Los círculos del infierno que recorre Mahito son por supuesto más amables y coloridos que los imaginados por Dante Alighieri, pero en ellos el viajero y sus valerosos amigos vislumbran amenazas muy certeras y peligrosas para el mundo real. El niño y la garza (un personaje, este último, parecido al Pepe Grillo que acompañaba a Pinocho como una voz decisiva dentro de su conciencia) funciona, en el fondo, como una gran hoja de ruta para plantarse de la manera más virtuosa frente al desorden del mundo, la deshumanización y los instintos destructivos de quienes forman parte de él.
El (¿último?) viaje de Miyazaki es tan rico, exuberante, y a la vez tan lleno de claves y misterios, que los más chicos (aquellos que se enamoraron a primera vista de Totoro y de Ponyo) quedarán desconcertados en más de una oportunidad. La imagen surgida del extraordinario trabajo artesanal y la infinita imaginación de Miyazaki resulta tan precisa, tan bella y tan armoniosa que no tiene un solo destinatario y se disfruta a primera vista.